«La filosofía no ha buscado la verdad en la libertad, sino en la necesidad» (Antonio García-Trevijano)
Podemos comenzar preguntándonos qué similitudes y qué diferencias existen entre la filosofía y la ciencia.
¿Cuáles son sus campos semánticos y categoriales y cuáles sus esferas de operatividad? Aunque, bien pensado, deberíamos remontarnos curso arriba y situarnos un poco antes para interrogarnos sobre qué es la filosofía y qué la ciencia. ¿Es una o son muchas las maneras de concebir y ejercer la filosofía? Igualmente, ¿es una o son múltiples las ciencias positivas? ¿Por qué hablamos de una o varias maneras de ejercer la filosofía y la ciencia? ¿Cuáles son los motivos de que haya entre ellas adversidad o concordia?
Después de este preámbulo introductorio, debemos iniciar nuestro periplo inquisitivo llenando de contenido significativo las interrogantes y respondiendo a las cuestiones que nos acucian con su filo cortante.
La filosofía, así como la ciencia, se dice de muchas maneras. Aquí vamos a delinear —acaso con gruesos trazos y groseros brochazos— uno de los posibles paisajes que la cuestión que hoy nos trae nos suscita. Esbozaré, por ello, muy concisamente qué entiendo por filosofía y qué por ciencia.
Defino filosofía como la praxis vital, crítica y radical, de los fundamentos de la realidad; aquella actividad humana que cuestiona y problematiza lo dado y lo evidente para extraer todo el zumo posible a la realidad. Para definir la ciencia cedámosle la palabra al filósofo Francis Bacon (1561-1626) quien en su obra Novum Organum habla de las ciencias en los términos siguientes: «Las ciencias han sido tratadas o por los empíricos o por los dogmáticos. Los empíricos, semejantes a las hormigas, solo deben recoger y gastar; los racionalistas, semejantes a las arañas, forman telas que sacan de sí mismos; el procedimiento de la abeja ocupa el término medio entre los dos; la abeja recoje sus materiales en las flores de los jardines y los campos, pero los transforma y los destila por una virtud que le es propia.»
Vemos, si ponemos en comparación ambas concepciones, que hay concomitancias y disimilitudes. Analicemos, pues, tras definir a ambas dónde se pueden encontrar problemas y contenidos perfectibles de mejoramiento.
Si el cogito ergo sum del dogmático, su piedra angular y punto de apoyo fundamental sobre el cual cimenta toda su razón de ser, es la creencia, una creencia que no debe cuestionarse jamás, ni debe ser sometida a objeciones ni interrogantes —pues toda objeción supone una disidencia a la afirmación categórica, restándole, por ello, valor y validez—, el horror vacui del dogmático es la duda, esa fiebre que hace tambalear y vacilar su edificio de creencias intocadas, y que pone su integridad como ser acrítico en peligro. ¿Es la ciencia dogmática? ¿Son los contenidos científicos indubitables e intocables? ¿Son los científicos seres acríticos?
La actitud del proceder cientificista, siempre detrás del hallazgo de verdades necesarias, universales y apodícticas, de relaciones invariables y eternas, eliminando todo lo que sea subjetivo y todo atisbo teñido de relatividad, que tiene en las teorías y en las leyes su fundamento más primordial, así como su logro más sustantivo, hace de su ámbito ontonómico un lugar clausurado y blinda el conocimiento proporcionando un saber cierto, riguroso y completamente válido, independiente de contingencias y contradicciones. El proceder cientificista busca objetivar el pensar y eliminar todo residuo de variabilidad en el conocer. Las ciencias, así, solo tienen en cuenta el dato puro, el hecho incontaminado de prejuicios, valores y «excrecencias» de toda índole. Su pretensión de universalizar al máximo sus contenidos así lo requiere.
¿Qué ocurre con la filosofía? ¿Es parecido su proceder y su actitud ante el pensar y el conocer son iguales a los de las ciencias positivas o diferente?
Echemos la vista atrás unos dos mil quinientos años, más o menos, y vayámonos hasta la capital formidable de la filosofía en Grecia, a Atenas. Allí, en la Academia, Platón y sus amigos discuten, dialogan, deliberan y excogitan enseñanzas que traspasarán la barrera del espacio y del tiempo por cuanto sus reflexiones fundamentales atravesarán toda la historia del pensar humano, llegando vivas y coleantes hasta nuestros días.
Un pensador del calibre de Platón, tan genial y con tantas aristas y caras en su obra, es imposible de reducir a una explicación simplista. Con todo, extraeremos algún pasaje de su dilatada obra, que duró toda una vida entera, dedicada a la filosofía, para ilustrar lo que nos traemos entre manos. Pasajes que serán antagónicos para mostrar la riqueza de su pensar, pues tocaba tantas facetas del conocer y lo hacía desde tantos ángulos, que, a veces, resultaban los contenidos contrapuestos.
Acordémonos de ese diálogo fantástico, El Banquete, donde la sacerdotisa Diotima dialoga con Sócrates explicándole qué es la filosofía, cuál es su génesis y cuáles sus progenitores, cuál su condición y su estatus. Habla la mujer que la filosofía se asemeja a Eros, el dios, cuyos padres son Poros (la abundancia) y Penía (la carestía), y está situado en un lugar intermedio entre la máxima sabiduría y la ignorancia supina; así, pues, el filósofo ni será un necio, ni tampoco un sabio. Procederá por medio de las preguntas, cuestiones, interrogantes problemáticas, con el proceder dialéctico, para extraer su aprendizaje. Será prudente, y percibirá el dulce y claro equilibrio de las cosas; conocerá cómo se interrelacionan y no alterará lo sustantivo de su ser establecido. Mas la realidad de lo humano se le muestra manifiestamente asimétrica e injusta, hondamente humillante para muchos (hay que recordar que los atenienses condenaron a su amigo queridísimo Sócrates a beber la cicuta); por ello, restituir o construir nuevas dinámicas es improrrogable, se hace imprescindible lograr una armónica realidad, más o menos estable, que procure beneficios a los más.
Sin embargo, hay otro modo de ver la filosofía platónica, contradistinto al afirmado. De esa guisa podemos afirmar que tres son los momentos filosóficos en el pensamiento de Platón (siendo muy reduccionistas y sintéticos): el primer momento, es un intento por detener el cambio, el fluir de lo sensible, inmovilizándolo en un reino inconmovible. El segundo momento, trata de tornar lo contingente necesario, y lo accesorio esencial. El tercer momento, por último, busca eternizar lo necesario, inmortalizando sus principios y tornándolos perdurables allende el tiempo y el devenir.
Con el tiempo, y clausurada en los mismos contenidos problemáticos imposibilitada de conseguir nuevos logros y del acceso a nuevos avances, la filosofía hizo de su labor crítica un proceder dogmático… y de filó-sofo (amante de la sabiduría) se convirtió en sofista (es decir, en sabio).
Así entonces, es la segunda visión platónica que hemos esbozado la que se «oficializó» y ha tenido vigencia hasta nuestros días. Mas yo reivindico al filósofo del Banquete. La crítica filosófica ha de plantear su tarea radical de desenmascaramiento de las falsedades imperantes desde el riguroso proceder, animado por un inconformismo integral y con genuina actitud racional. La difícil y peligrosa singladura de su quehacer habrá de bogar por los estrechos márgenes que permitan la Escila del dogmatismo y el Caribdis de la ignorancia inconsciente dificultando, así, su labor disolvente y trituradora de lo perfectible. La crítica filosófica ha de ser sincera, directa y auténtica, yendo a la raíz misma de lo problemático para taladrar sus inconsistencias y déficits carenciales. A pesar de su aparente percepción desagradable y hostil, la crítica filosófica es una labor saludable y salutífera en extremo, pues mantiene la necesaria higiene entre los productos fabricados por el ser humano, constituyentes del sentido vital.
La crítica como mecanismo filosófico e instrumento demoledor de lo obsoleto es completamente apta y válida para provocar una apertura del mundo y el enriquecimiento del mismo con nuevas perspectivas, paisajes y situaciones antes impensadas e impensables.
Pero, ¿por qué habría de ser un filósofo crítico, por qué no se mantiene en su sino y muestra anuencia con lo establecido? Pues, básicamente, porque los productos humanos son perfectibles y ello da pie a mejorarlos mediante la crítica.
Entre los conceptos de «perfectibilidad» y de «necesidad» hay una relación de oposición en el siguiente sentido, a saber: mientras que una definición necesaria es inmodificable y esencial, y las relaciones que establece son rígidas, idénticas y eternas (así, la definición de triángulo, verbigracia), la narración perfectible muestra una realidad determinada del contenido que identifica; su contenido es, o puede ser, modificado en virtud del sentido que se tome, es contingente y mutable, siempre puede refinarse y sofisticarse.
En el primer caso, la certidumbre que proporciona el conocimiento es absoluta, en el segundo caso tan solo probable. En lo necesario, estamos en el ámbito apriórico de las ciencias positivas, en el segundo en la dimensión del mundo vital y su conocimiento es empírico. En el caso de lo necesario estamos en el dominio de la unidad, en el de la perfectibilidad, de lo múltiple. La definición necesaria es estática e inconmovible, la narración perfectible dinámica y susceptible de mejoras.
Así pues, la salvaje e indomada condición del mundo fue debelada, domeñada y domesticada por las ciencias. Ahora bien, la cosmovisión que proponen las ciencias no es originaria, está mediada por el conocimiento necesario y tecnificante. Ha sido la progresiva saturación de cientificismo perpetrada por la tecnificación del mundo de la vida, que ha ido imponiendo, paulatinamente, una reducción del campo semántico-comprensivo de la existencia y, consecuentemente, ha establecido como hegemónica y cierta su cosmovisión, haciendo que la plurivocidad axiológica de las personas se fueran amoldando y plegando a los designios universalistas de las ciencias, y eliminando matices, relieves y contenidos primordiales, sin los cuales difícilmente nos reuniríamos en zonas de encuentro y consenso libre y voluntario desde la pluralidad y la diversidad.
El anhelo cientificista de unificación objetiva de la realidad natural no para ahí, y se extiende al mundo humano pretendiendo homogeneizar y uniformar la manera de experienciar la vida. Lo que en un principio se origina para dotar a las personas de seguridad, confort y certidumbre… con el paso del tiempo se erige en dominio del hombre por el hombre, transformando su percepción existencial, sus sensaciones, emociones y sentimientos. Las ciencias, de instrumento al servicio del ser humano, se convierten en tiranos y detentadores de una verdad tóxica y nefasta que esquilma toda diferencia, que borra y anula toda excentricidad, todo arrabal del pensamiento.
No denunciamos los magníficos y formidables logros de las ciencias positivas. Lo que se critica es la pretensión filosófica de hacer de la filosofía trasunto más o menos real del proceder científico, travestirla de un saber categórico y atemporal fundiendo ámbitos de la realidad y parcelas del conocimiento en principio independientes. Además, la pretensión científicista de reducir a una única visión y verdad válida la plétora de lo real, resulta poco racional y poco razonable.
Es el gran anhelo de pontificar con contenidos indubitables, ganarse el prestigio adquirido por las distintas ciencias positivas, y un complejo de inferioridad al ver cómo estas aceleraban su marcha y adelantaban al saber filosófico… lo que hace que la actitud de la filosofía se haya torcido y se haya optado por pervertir sus contenidos y principios hasta identificarlos con los de las ciencias.
Por ello, nuestra propuesta filosófica se basa en insuflar vida y movimiento al ser, devenirlo relación perfectible y vivencia; romper con el concepto esencialista de lo necesario aplicado a lo humano, devolver a la base vital el pensar y la razón, y subordinarlos a la existencia… el brotar espontáneo del pensamiento que se incardina en la fluencia, como un manantial que derramara sus aguas por las laderas del valle, fertilizando, nutriendo, refrescando y satisfaciendo así el proceder filosófico.