Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha manejado distintas formas de conocimiento que le han permitido avanzar en los distintos planos del saber. Cuenta Sigmund Freud, en una de sus obras, que la civilización comenzó cuando un primitivo ancestro, en vez de tirarle una piedra a otro homínido, le insultó.
Es el lenguaje, por ello, una herramienta tremendamente útil y compleja, que nos permite evolucionar hacia estadios más civilizados, de mayor bienestar y de creciente felicidad. Pero, no puede ser utilizado a la ligera: el lenguaje se reviste de determinados ropajes que son diametralmente diferentes según sea la persona que los utilice, la actitud que se adopte y la aptitud del usuario del conocimiento.
Podemos preguntarnos, por consiguiente, ¿qué diferencia real existe entre una idea, una creencia y un dogma? ¿Son equiparables o disímiles? ¿Tienen contenidos homogéneos o dispares? ¿Cuánto de nocivo posee en su haber cada una y cuánto de beneficioso destilan?
En manos de un aprendiz, una idea es algo maleable, dúctil y adecuable a cualquier situación que se le ponga por delante a la persona. La idea puede tomar diferentes posicionamientos y perspectivas según la ocasión, el asunto de que se trate y la relación en que entra a formar parte con otras ideas. El manejo de las ideas es propio de personas que persiguen incrementar su conocimiento, aumentar su poso de sabiduría.
Ahora bien, cuando ésta idea se fosiliza y se calcifica, deviene creencia. Entonces sus contenidos se endurecen, se monolitizan y se petrifican convirtiéndose en algo duro, impermeable y sólido. La creencia es algo propio de nuestras certidumbres, de lo que somos, de aquello que configura nuestro ser como persona. También, y por el contrario, supone una pérdida de maleabilidad en el manejo del pensamiento, a saber: como las creencias son certidumbres más acusadas y con menor porcentaje de duda que las ideas, éstas adquieren un perfil más inflexible y rígido que las anteriores.
Pero aún podemos avanzar más en el sendero del pensamiento: cuando la creencia es cogida por los religiosos, y la elevan a categoría de sagrado, la creencia se convierte entonces en dogma y, entonces, lo duro e impermeable deviene rigidez absoluta, inflexibilidad permanente, incuestionamiento por principio y fomento de la intolerancia perpetua si se enfrenta a otras religiones.
El papel de la duda es inversamente proporcional al avance de la idea hacia el dogma: la duda será decreciente conforme se vaya aproximando al dogma. Por contra, la certidumbre irá avanzando conforme nos acerquemos a los dogmas.
Para el individuo religioso, cuestionar los dogmas fundamentales sobre los que se asienta la doctrina es de impíos. Para la persona de conocimiento, en cambio, poner en solfa las ideas mediante especulación y duda, a través de cuestionamientos, interrogantes y diferentes perspectivas… además de necesario supone la razón de ser de todo aprendiz, pues éste logra avanzar en el saber, incrementa el conocer y aumenta las certidumbres.
(Habría que decir que lo mismo que hay ideas inadecuadas, hay creencias convenientes y necesarias.)
La idea, así, recorre todo este camino decadente-involutivo que va desde el juego ardoroso y alegre de la mente que aprende hasta el despeñarse del sujeto dogmático que cree sin fisuras ni dudas de ningún tipo en principios ultrahumanos y que están allende el raciocinio. Idea, creencia y dogma.