En el 364 el Imperio romano se dividió en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. La parte occidental no tardó mucho tiempo en desintegrarse. Pero Roma no desapareció, solo cambió de orilla. La oriental, con capital en Constantinopla resistiría todavía un milenio hasta su conquista por los turcos en 1453. Con la disolución del cetro imperial, los barbaros se repartieron el poder y crearon sus reinos independientes, aboliendo todas las instituciones romanas e instalando las suyas propias, muchas de ellas influenciadas por estas primeras.
¿Todas las instituciones? No todas. La Iglesia, superviviente como ella sola, dándose cuenta de lo que se veía venir, se desligó del Imperio que tanto le había costado convertir y se adaptó tan maravillosamente a los nuevos tiempos que incluso se las ingenió para aumentar sus privilegios. ¿Cómo lo hizo? Mediante las mujeres.
Los reyes visigodos, como buenos bárbaros, eran polígamos, por lo que a lo largo de su vida cambiaban de esposa como de calcetines. Esto, claro, no les sentaba muy bien a las féminas, sobre todo porque no solían gozar ellas mismas de privilegios semejantes. Así que muy pronto los dos aliados naturales se reconocieron. Unas tenían el poder y la influencia que los otros ansiaban y ellos defendían el dogmatismo monógamo que las otras buscaban. Y encima para las tribus germánicas era algo muy simple: convertido el rey, convertido el pueblo. Por si fuera poco, los reyes conversos también recibían pingües beneficios, pues la conversión acarreaba la sacralidad de su persona y, también importante, la de sus genes.
Atanagildo fue el primer rey visigodo que usó manto, cetro y corona, aunque tuvo que ceder como contrapartida la zona del levante peninsular. Y problemas con la religión también los hubo. Los reyes germanos, y su pueblo, habían sido convertidos por el obispo hereje Arrio, a quien no le sentaba muy bien eso de la Santísima Trinidad. Sin embargo, la mayor parte de la población, los antiguos romanos, eran católicos obedientes de Roma, que sostenían eso de que Dios es uno y tres a la vez.
Así prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, tan español como las tardes de siesta o el paredón al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole las orejas al reyezuelo de turno. Sin embargo, en tiempos de Leovigildo, uno de los reyes más justos de toda la saga y arriano como los anteriores, los católicos consiguieron convertir a su hijo Hermenegildo. El chico, claro, con el fanatismo del converso, no dudó en sublevarse contra el padre.
Al final, el padre acabó cantándole las cuarenta al hijo, que se cayó al poco tiempo sobre una espada (esta enfermedad tan extendida en toda nuestra historia fue incluso más habitual por estos siglos). Sin embargo, el padre, que era listo, llamó a su otro hijo Recaredo (la monarquía goda era electiva pero se las arreglaban para sucederse padres a hijos) y le aconsejó volverse católico. Que eso de una élite con distinta religión nunca suele ser buena idea.
El caso es que este hijo sí le salió obediente al padre. Abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo en el 589, dejó que los obispos proclamaran santo y mártir a su hermano difunto, se quemaron, por primera aunque por desgracia no última vez, todos los libros contrarios a la fe y la Iglesia Católica, romana y apostólica sucedió a la arriana en el maridaje con el Estado. De todas formas, es de justicia reconocer que cuando la Iglesia no anda metida en política se le ocurren cosas muy productivas. Además de la tradicional ayuda y limosna, la Iglesia llenó el paisaje de monasterios que se convirtieron en focos y almacenes culturales que guardarían todo el saber sobre el mundo antiguo que, de otra forma, hubiera estado condenado a perderse. Gracias a eso hoy podemos hablar de Roma como lo hacemos. También pudieron engendrar personajes de tan alta categoría como el obispo San Isidoro de Sevilla, la máxima autoridad intelectual de su tiempo y escritor de la enciclopedia Etimologías, o el historiador Paulo Orosio.
Exaltado por la conversión del reino, San Isidoro pronunció una Alabanza de España (de laude Spaniae) modelo de otras posteriores y que, pese a su brevedad, es un texto fundamental para el estudio de la idea de España como nación:
“De todas las tierras que se extienden desde el mar de Occidente hasta la India tú eres la más hermosa. ¡Oh sacra y venturosa España, madre de príncipes y pueblos! (…) Tú eres la gloria y el ornamento del mundo, la porción más ilustre de la Tierra (…) Tú, riquísima en frutas, exuberante de racimos, copiosa de mieses, te revistes de espigas, te sombreas de olivos, te adornas de vides. Están llenos de flores tus campos, de frondosidad tus montes, de peces tus ríos (…)”