La filmografía de Francis Ford Coppola, el padrino de esa gloriosa generación de «moteros tranquilos y toros salvajes», es verdaderamente fascinante. Nos hallamos ante un director inclasificable, que no se conforma con nada, que siempre anda innovando, que se recicla perpetuamente y que adopta un estilo heteróclito y heterodoxo difícilmente explicable. No en vano, tratar de analizar sus películas, convertidas algunas de ellas en auténticos hitos de la tradición cinematográfica, constituye un acto sumamente temerario, soberbio incluso, pues difícilmente unas cuantas líneas podrán hacer justicia a su enjundioso legado. Algunos ínclitos postulantes a críticos cinematográficos creen poder despachar su obra a la ligera, soltando cualquier ocurrencia o majadería desde su garita virtual o periodística. Supongo que es el resultado del infame presente que nos ha tocado sufrir; un momento en el que el análisis cabal, riguroso y documentando es obliterado y tildado de pedante, un presente donde los sicofantes de Tik Tok o Instagram (y, por qué no decirlo, los majagranzas con tribunas en periódicos de supuesto prestigio) se han erigido en las nuevas autoridades académicas. Proseguid así, ventura tengáis en vuestro laudable menester, finalmente alcanzaréis el triunfo de la mediocridad. Camináis por la vereda correcta. Nobleza obliga reconocer, con todo, la inmensa valía de muchísimos compañeros que, de forma munificente y altruista, ejercen la crítica cinematográfica de manera más profesional que los pretendidos profesionales. (Vamos a dar ejemplos, por supuesto: síganles, merece la pena escuchar todo lo que dicen los camaradas de los canales de YouTube Temporada de Premios; MasCinePodcast; El Joven Cineasta; Gollum Reviews; Amantes de Uyuni; o podcast, archivos de audio tan intelectualmente estimulantes como Viajeros de la Noche; Universo Enmascarado o CaféCinema. Mi gratitud y admiración inmensa para todos sus integrantes)
Centrándonos en los que nos ocupa, para los inactuales -Chesterton dixit- que aún crean en el análisis racional, vamos a tratar de desvelar algunas de las innumerables virtudes que, a mi juicio, alberga ese filme primoroso titulado La conversación, una imponente catedral del cine useño de la inolvidable década de los setenta, un clásico atemporal, una verdadera obra maestra.
Cuentan las malas lenguas que el guion original de La conversación llevaba vagando por las alacenas de los despachos de los productores hollywoodenses unos cuantos años. Al parecer, ningún preboste de la industria había tenido la valentía de apostar por un proyecto, a priori, anti-comercial, críptico, sesudo y prácticamente incognoscible. Coppola siempre ha sido un «outsider», un tipo al que le da igual ocho que ochenta, un artista extremadamente coherente con su visión del mundo y del cine, un enemigo confeso de cualquier injerencia en sus proyectos del mandamás de turno, un loco genial que se fue a la jungla y que, en su descenso al corazón de las tinieblas, se arruinó, casi se suicidó y, aun así, logró levantar Apocalypse Now, el filme bélico definitivo. Casi nada, que me digan los iluminados, encumbradores de medianías, un solo cineasta que pueda presumir de tal proeza. Regresemos al año 1974. Conviene recordar que Coppola, antes de 1972, era un director del montón, un prometedor cineasta prácticamente desconocido para el gran público (es cierto que escribió el guion de Patton, que se alzó con el Óscar), artífice de algunas películas que vaticinaban un futuro halagüeño como Llueve sobre mi corazón, pero poco más. Así las cosas y, habida cuenta del inesperado y descomunal éxito de El Padrino (1972), Coppola se convirtió en el rey de la industria, en el abanderado de esa generación memorable, tantas veces citada, compuesta por los cineastas barbudos: Scorsese, Spielberg, De Palma, Lucas, etc; por tanto, las tornas cambiaron radicalmente y Coppola, en 1974, tras varios intentos frustrados, pudo levantar su anhelado proyecto, La conversación, su filme más personal hasta ese momento. Han leído ustedes bien, amables y pacientes lectores, en 1974, el mismo año en que coescribió y dirigió la que probablemente sea la mejor película jamás filmada, El Padrino Parte 2. Una apoteosis cinematográfica, una gesta verdaderamente pasmosa y seguramente irrepetible.
La conversación es un filme tremendamente difícil, dotado de una inusitada hondura intelectual y filosófica, una cinta que, en definitiva, supone un intrincado desafío para el espectador y para el crítico, pues se antoja harto difícil descubrir el significado auténtico de esta película. Cuantas más veces la veo, más seguro me hallo: la soledad es el tema principal que refulge con vigor hercúleo durante todo el metraje. Coppola compuso un despiadado retrato de todas esas almas errabundas, de todos esos lobos esteparios deshauciados, de todos los desheredados miserablemente condenados a soportar la levedad del ser, robándole la expresión a otro artista no menos genial, Milan Kundera.
The Conversation narra la historia de Harry Caul, inmenso Gene Hackman, un imperturbable detective privado que consagra su anodina existencia a espiar inmoralmente las vidas ajenas, un voyeur en su máxima expresión, un tipo amoral, metódico y eficientísimo, el mejor en su oficio de correveidile y metomentodo. Un aciago e infausto día recibe el encargo de un potentado de una empresa, un enigmático Robert Duvall, consistente en espiar las conversaciones, al parecer excesivamente íntimas, que mantiene su mujer con un empleado de la empresa. Al principio, Caul , fiel a sus inamovibles mandamientos y a su férreo manual de instrucciones, no se inmiscuye en la empresa que le ha sido encomendada: graba, rebobina, pule, pero sin interesarse por el contenido de la escucha. Llega a aseverar ante un cariacontecido John Cazale (lástima que su vida fuese prematuramente segada por el vestiglo vomitivo del cáncer), su compañero y ayudante, que no le importa el contenido sino el continente, es decir, que no le interesan lo más mínimo los detalles de la conversación impúdicamente grabada, sino únicamente la calidad del audio. Un trabajador ejemplar cuyo heredero directo sería el «killer» de Michael Fassbender en la última película de David Fincher, un sicario que repetía insistentemente: «la empatía te debilita», lóbrego axioma que bien podía haber suscrito el mentado Harry Caul de Gene Hackman y Francis Ford Coppola.
Por otro lado, La conversación constituye un certero y milimétrico estudio sobre la esencia del cine, sobre el acto de grabar, sobre el instante preciso en el que ocurre un auténtico milagro: la detención del tiempo, la captura de la realidad. De hecho, los conocedores de la obra coppoliana no se sorprenderán si afirmo, taxativamente, que el control del tiempo siempre ha sido la principal obsesión de Francis a lo largo de toda su vida. ¿No era acaso la trilogía de El Padrino un lienzo desesperanzado sobre la inexorable decadencia, cual Thomas Mann y sus memorables Buddenbrook? ¿No era Rumble Fish un libérrimo poema sobre lo efímero y etéreo de la pubescencia? ¿Acaso Bram Stoker’s Dracula, una de las más sublimes reformulaciones del sentimiento trágico de la vida unamuniano, no constituía un desesperado y quijotesco empeño por atravesar auténticos océanos de tiempo? ¿No representaba The Cotton Club, ese memorable musical, una verdadera joya del cine, un intento lúcido por reflejar una época histórica y un tiempo concretos?
Coppola, en The Conversation lleva a cabo un peculiar análisis sobre el significado profundo de la grabación cinematográfica, sobre las turbulentas y perturbadas mentes de los mirones, de los voyeurs, de quienes disfrutamos con el sufrimiento ajeno reflectado en la pantalla de cine, de los cinéfilos en su inmensa totalidad. Por supuesto, en La conversación, el director norteamericano tuvo muy presentes dos filmes fabulosos, de los cuales bebe directamente: Rear Window, de Alfred Hitchcock y Blow-Up de Michelangelo Antonioni, quizá los dos ensayos fílmicos más imponentes sobre la esencia del séptimo arte. Obviamente, uno también piensa en esa luctuosa película del cineasta británico Michael Powell, El fotógrafo del Pánico, donde un enajenado retratista asesinaba atrozmente a sus pudibundas víctimas; un lienzo malsano y enfermizo, en definitiva, sobre las raíces vampíricas del cinematógrafo que, como la droga más potente, deja literalmente exangües a sus víctimas, herencia terrorífica que recuperaría nuestro eximio Iván Zulueta y su Arrebato
Al final resulta ser cierto aquel vil apotegma, la empatía debilita a nuestro voyeur profesional, Harry Caul, quien, sabedor del ignominioso destino que le espera a la infiel esposa del jefe de la industria, Bob Duvall, tratará denodadamente de impedir por todos los medios su asesinato. Su inquebrantable edificio ético se desmorona, su amoralidad se metamorfosea en una férrea moral de lo correcto, su íntimo convencimiento, su inamovible deber de no inmiscuirse en los entresijos de sus encargos se viene abajo cual castillo de naipes, viéndose arrastrado a una vorágine de falsas apariencias, de dudas existenciales, de fantasmales engaños ¿Es la espiral paranoiaca de Caul una alucinación? ¿Planea de verdad Robert Duvall el uxoricidio para vengarse de su otrora amada cónyuge? O ¿Debemos fiarnos de la revelación final y pensar que todo fue una gran farsa, una inteligente triquiñuela urdida por los aparentemente inofensivos amantes prohibidos con la pretensión de cargarse alevosamente al potentado Duvall? Jamás lo sabremos, puede que ni el mismo Coppola lo sepa, pues, de lo que se trata, es de difuminar la lábil línea que separa la realidad de la ficción. ¿Hasta qué punto el cine se entreteje con nuestra vida, hasta qué punto nos podemos fiar de los «phantasmata» que desfilan presurosamente por los fotogramas de las películas? En definitiva, Caul es un remedo del literato, del historiador o del propio cineasta, un alter ego del mismísimo Francis Coppola, un tipo que a través de una suerte de reliquias y relatos, las susodichas grabaciones y escuchas, trata de unir las piezas del puzzle y aproximarse hasta algo semejante a la verdad. Forzando un poco más las cosas, pero hilando más fino, podemos decir que Caul es un trasunto del amante platónico, aquel trágico personaje que, ímprobamente, deseaba ascender y alcanzar la verdad, pero que, cuando ésta parecía más cerca se tornaba inasible, alejándose y disolviéndose paulatinamente en el horizonte.
El francés Jean Paul-Sartre, uno de los principales adalides del existencialismo filosófico, escribió un inolvidable libro titulado La naúsea, donde el venerable literato y pensador narraba la triste existencia de Antoine Roquentin, un hombre errabundo que descubría la sinrazón y la contingencia de la existencia, un solitario condenado a pulular por el orbe sin encontrar jamás un sentido a la vida. Pues bien, es el Roquentin de Coppola, un malhadado hombre terriblemente condenado a lidiar con su espectral mundo interior, un tipo cuya existencia se viene abajo cuando descubre los horrores que desencadena su poco encomiable oficio de detective privado, un apesadumbrado perdedor que morirá en esa casa desangelada sacando unas lánguidas notas a su triste saxo hasta el fin de los tiempos. Jamás se ha filmado un retrato más lacerante sobre esa estirpe desolada, Caul es una extraordinaria alegoría de todos los perdedores que en el mundo han sido; de todos los cinéfilos errabundos y solitarios; de esa gloriosa pero tristísima prosapia de las almas perdidas; jamás el silencio ha resultado más estruendoso, jamás la soledad ha sido tan atronadora, ominosa y ensordecedora.
Antes de que te vayas…