La España visigoda

¿El nacimiento de España?

No todo el pasado de la península ibérica es historia de España. Por eso, resulta un problema situar el comienzo de la historia de España. Su nacimiento se ha fechado en todas las edades, incluidas la Prehistoria y la Edad Contemporánea. Además, no faltan quienes –españoles, por supuesto– niegan que exista o reduzcan, dependiendo de los gustos, más o menos sus territorios, al convertir “español” –un gentilicio, que sólo indica procedencia– en un etnónimo, un adjetivo calificativo, imposible de definir. Pero España no es un espacio étnico, sino una comunidad histórica, producto de un proceso que cabe llamar “hispanización”, por razones análogas a la que justifican “romanización” o “islamización”, por citar dos conceptos consagrados por la historiografía, aplicables también a España. Por eso tiene que haber un nacimiento.

Uno de los nacimientos con más partidarios es la época visigoda. Así lo defendió, por ejemplo, Ortega y Gasset, que consideraba que España se formó cuando se unieron la población hispana, la herencia romana y los invasores germánicos, en coincidencia con la opinión de los que estiman que Europa nació en la Alta Edad Media porque entonces se constituyeron sus naciones (criterio que tampoco comparto, dado que estimo que Europa nació en la Grecia clásica). Otros han precisado aún más, y han situado el nacimiento de España en el año 589, cuando en el III Concilio de Toledo los visigodos se convirtieron al catolicismo. Así, por ejemplo, lo ha hecho Ricardo García Villoslada en la última historia extensa de la Iglesia española.

La razón principal para situar el nacimiento de España en la época visigoda es que entonces nació el primer Estado español. Pero cada cosa es lo que es. De hecho, más de la mitad de la historia de España se ha desarrollado sin la presencia de un Estado hispánico. Además, España no fue el producto del reino visigodo, sino que las últimas conquistas de los visigodos –las de los siglos VI y VII– se realizaron para unificar España. Sin esa idea, el reino visigodo podría haber acabado con otras fronteras.

Y es que cuando los visigodos llegaron a la península ibérica, en el 414, ya sabían que venían a España, pues no había otra forma de llamarla (cabe añadir un dato siempre olvidado: “península ibérica”, que ni siquiera se escribe con mayúsculas, es una expresión reciente: por lo que sé, fue utilizada por primera vez por el geógrafo francés Jean-Baptiste Bory de Saint-Vincent en su obra Guide du voyageur en Espagne, publicada en 1823).

Por tanto, en el siglo V ya existía España. ¿Desde cuándo? Pues desde que los romanos la conquistaron y le dieron nombre, uniendo a unas gentes que hasta entonces habían sido muy diferentes. Fue un parto violento, porque la conquista romana ha sido la más sangrienta que ha sufrido España, y una creación extranjera (como, por cierto, lo es “español”, único gentilicio terminado en “ol” en nuestra lengua, que es una palabra de origen occitano, que se acredita como nombre propio y como gentilicio a fines del siglo XI). Nada extraño hay en ello, como tampoco lo hay en la creación del primer Estado español por unos extranjeros como los visigodos, porque las comunidades históricas no se forman y desarrollan con los elementos que quieren los nacionalistas.

El legado de la España romana

Al principio, “Hispania”, que ha sido su primer nombre (“Iberia” no es su sinónimo, porque los griegos desconocían que era una península y utilizaron también ese nombre para denominar a la costa francesa hasta el Ródano), fue únicamente una realidad geográfica. Pero sólo muy al principio.  Como señaló acertadamente el gran geógrafo francés Paul Vidal de la Blache, “para los antiguos la idea de país es inseparable de la de sus habitantes” (aunque, realidad, es un fenómeno generalizado que se ha producido en todas las épocas).  Así, el hispano aparece en las fuentes no como un simple gentilicio sino como lo que en nuestro tiempo ha sido llamado el “homo hispanicus”, el miembro de una población con unas características propias. Y esto desde el principio: antes de que la conquista romana produjera la primera hispanización de la población peninsular. Numerosos textos lo acreditan. Y han sido utilizados desde el Renacimiento para probar el nacimiento de España en la Prehistoria, que es la tesis más antigua con diferencia, porque hasta finales del siglo XIX no hubo otra. De la etnización del adjetivo “hispanus”, un gentilicio que únicamente debería dar cuenta de la procedencia, da cuenta el hecho de que se estimara conveniente crear otro adjetivo, “hispaniensis”, para designar a personas que vivían o realizaban alguna actividad en Hispania pero que no eran de origen hispano.

Hispania no sólo tuvo una identidad, asumida con orgullo por sus habitantes, sino que aparece como una patria, en un imperio como el romano en el que se podían tener varias, y una natio. Lo primero se aprecia en las elogiosas alabanzas que escribieron Pomponio Mela, Marcial, Pompeyo Trogo, Plinio, Pacato y Claudiano. Para lo segundo, fue necesario hallar un antepasado común para los hispanos. Ya en el siglo I a.C., Pompeyo Trogo lo encontró en Híspalis o Hispano.

Todo ello fue consecuencia del nombre. No es un caso único. Del legado político del imperio romano, que es grande, el historiador británico Denys Hay destacó precisamente los nombres: “al transmitir a ciertas grandes regiones nombres en torno a los cuales, siglos después, se organizaron verdaderos programas políticos, ha sido cómo los romanos han ejercido mayor influencia sobre los acontecimientos políticos ulteriores”. El gran parecido de la geografía política de Europa occidental con la romana, tras milenio y medio de compleja evolución, que no se encuentra en ninguna otra parte del mundo prueba la validez del juicio.

Spania, la España visigoda | Armando Besga Marroquín | Letras Inquietas

Las unidades de la España visigoda

A diferencia de lo que sucederá con los musulmanes (lo que muestra que no era un fenómeno inevitable, ni una interpretación subjetiva de los historiadores), los germanos se identificaron con las viejas unidades del imperio romano, dotándolas de una significación política nueva que ha llegado a nuestros días. Así, los francos se identificaron con la Galia y porfiaron por conseguir su completo dominio.  Prueba de ello es la justificación que el rey Gontran dio a su ataque del año 586 a la Septimania (la provincia francesa del reino visigodo): “porque es vergonzoso que las fronteras de esos horribles godos se extiendan por las Galias” (Gregorio de Tours, Historia Francorum, VIII, 30). En el caso de los visigodos, el objetivo fue logrado. Y cuando se consiguió, con la ocupación de los últimos territorios peninsulares de los bizantinos (en lo que fue la primera reconquista de la historia de España), fue celebrado por san Isidoro como el mayor logro del reino visigodo: “Pero después que subió a la dignidad del poder real [Suintila], ocupó, en un combate que se entabló, las ciudades restantes, que administraba el ejército romano de España, alcanzó por su feliz éxito la gloria de un triunfo superior a la de los demás reyes, ya que fue el primero que obtuvo el poder monárquico sobre toda España peninsular, hecho que no se dio en ningún príncipe anterior” (De origine Gothorum, c. 62).

Cabe destacar que resulta muy significativo que en ese texto de san Isidoro se caracterizara por primera vez al reino visigodo como una monarquía. Y es que hay que tener en cuenta que en la Alta Edad Media “monarquía” no fue sinónimo de “realeza” o “reino”, sino de “imperio”. Como señaló J.A. Maravall, en la segunda mitad del primer milenio la monarquía “requiere que sobre un amplio espacio, que por sí mismo constituya una totalidad, no exista más que el gobierno de uno sobre todo aquel” (“El concepto de monarquía en la Edad Media española”, ahora en Estudios de Historia del Pensamiento Español, Madrid, 2001, I, p. 75). En principio, “esa totalidad del espacio político comprende, en rigor, todo el mundo romano, todo el ámbito obediente a la Iglesia. Pero es posible distinguir dentro de él entidades espaciales de gran extensión, amplias unidades geográfico-históricas que poseen la condición de totalidades relativas” (ibid.., p. 76). Una era la Galia; otra, Italia, y otra más, Hispania. Por eso, al conquistar la Península Ibérica, el reino visigodo pudo convertirse en una monarquía. Y por eso, al reino de Asturias no se le reconoció como tal en las fuentes de la época, porque su territorio únicamente era una parte de España. La monarquía reaparece con Alfonso I el Batallador (1104-1134), que fue el primero que consiguió reinar en todos los reinos hispanocristianos, y que también adoptó el título de emperador o rey de España, justificado en el hecho de que era el soberano del territorio hispánico más grande.  

El que España aparezca, en palabras de José Antonio Maravall, “como la palabra que designa un ámbito que es base sustentadora de un posible título unitario” (El concepto de España en la Edad Media, p. 405) explica el significativo hecho de que se haya dado ese nombre al Estado más grande de la Península. Así sucedió con el reino visigodo antes de la política unificadora de Leovigildo (Gregorio de Tours ya llamó “rey de España” a Alarico II, que murió en el 507). Y ocurrió después, durante siglos, con Al-Ándalus a la que se llamó “España” en las fuentes hispanocristianas, lo que ha sido malinterpretado demasiadas veces al ignorar que esas fuentes “España” significaba también toda la península (como sucedía con Al-Ándalus en las fuentes árabes). Y luego con el reino de Castilla y León. Y es lo que sucede actualmente con España, que sólo es el Estado más grande de la península ibérica, una apropiación que fue protestada hasta el siglo XVIII por los portugueses, porque como escribió, en lengua española, el gran poeta Luis de Camoens (1524?-1580), “castellanos y portugueses porque españoles lo somos todos”.  

A la unidad política conseguida por el reino visigodo, hay que sumarle otras unidades.

Una muy importante fue la unidad jurídica. Como ha señalado P. Bonnassie: “la uniformización del derecho completó la unificación de la tierra. De todo lo hecho por la monarquía visigótica, nada resulta más impresionante ni dejó una huella tan perecedera como la obra llevada a cabo en el aspecto jurídico” (“La época de los visigodos”, en Las Españas medievales, Barcelona, 2001, p. 39). La Lex Visigothorum  –el famoso Fuero Juzgo– dará durante siglos unidad a la fragmentada España cristiana de la Reconquista,  incluido el reino de Pamplona.

Otra fue la unidad eclesiástica. En la época visigoda se constituyó definitivamente la Iglesia hispana, una Iglesia nacional por su independencia del Papado, su organización propia (sede primada, concilios generales) y sus peculiaridades (liturgia hispana). Esa Iglesia hispana, que tenía su origen en la época romana, dotará a la fragmentada España de la Reconquista de una de sus unidades. El mismo cristianismo hispano pudo ser otro hecho diferencial. Para Miguel Ángel Ladero Quesada, “el cristianismo hispano del siglo VII era posiblemente el más maduro de la naciente Europa en su tiempo”. En todo caso, el catolicismo español pudo distinguirse de otros cristianismos, como ha demostrado exhaustivamente Thomas Deswarte en un libro cuyo título es muy revelador: Une Chrétienté romaine sans pape. L´Espagne et Rome (586-1085).

Además, se formó también una cultura propia, como se aprecia en el arte, que sobresalió en la época y que fue heredada por los reinos hispanocristianos.  Y se completó el proceso de romanización (y cristianización) que homogeneizó aún más a la población.

Una patria

En época visigoda, Spania, que es como se escribe entonces, aparece como una patria, mater Spaniae, en mucha mayor medida que en época romana. Así sucede en lo que Alexander Pierre Bronisch ha llamado –a falta de nombre oficial del Estado o del reino– “la fórmula constitucional del reino godo de Toledo: rex, gens vel patria gothorum”.Y se testimonia claramente en el famoso Laus Spaniae de san Isidoro, más extenso y laudatorio que las alabanzas realizadas en época romana, y que conviene reproducir, dada su trascendencia, pues, en palabras de Antonio Domínguez Ortiz, “es un texto fundamental para el estudio de España como nación”:

“Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas la tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente la gloriosa fecundidad de la nación [gens] goda. Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la Naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre; te vistes de mieses, te sombreas de olivos, te coronas de vides. Tú eres olorosa en tus campos, frondosa en tus montes, abundante en peces en tus costas. Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciales, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros. Tú, por tanto, engendras todo lo que de fecundo producen los campos, todo lo que de valioso las minas, todo lo que de útil y hermoso los seres vivientes. Ni has de ser tenida en menos por aquellos ríos a los que la esclarecida fama de tus rebaños ennoblece. Ante ti cederá el Alfeo en caballos y el Clitumno en vacadas, aunque el sagrado Alfeo todavía ejercite por los espacios de Pisa a las veloces cuadrigas, para alcanzar las palmas olímpicas, y el Clitumno inmolara antiguamente muchos novillos en los sacrificios del Capitolio. Tú, fertilísima en pastos, ni ambicionas los prados de Etruria, ni te admiras, pletórica en palmas, de las arboledas de Molorco, ni envidias en las carreras de tus caballos a los carros de Élide. Tú eres feracisísima por tus caudalosos ríos, tú amarilleas en torrentes que arrastran pepitas de oro, tú tienes la fuente engendradora de los buenos caballos, tú posees los vellones teñidos con púrpura indígena que centellean a la par de los colores de Tiro. En ti se encuentra la preciosa piedra fulgurante en el sombrío interior de los montes, que se enciende con resplandor parecido al del cercano sol. Eres, además, rica en hijos, en piedras preciosas y púrpura y, al mismo tiempo, fertilísima en talentos y regidores de imperios, y así eres opulenta para realzar príncipes, como dichosa en parirlos. Y, por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó y, aunque el mismo Poder Romano, primero vencedor, te haya poseído, sin embargo, al fin, la floreciente nación de los godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y te amó y hasta ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros en seguridad y felicidad de imperio”.

La diferencia entre la realidad y lo escrito nos da la medida del patriotismo de san Isidoro.

Una natio

En la Alta Edad Media, la idea de nación siguió siendo la romana, la primera de todas. En Las Etimologías, que fue la enciclopedia de Occidente durante medio milenio, san Isidoro escribió la siguiente definición, aunque referida a “gens”, que hasta el siglo XIII fue un término más utilizado que “natio”:

“Gens es una muchedumbre de personas que tiene un mismo origen o que proceden de una raza distinta de acuerdo con su particular identificación, como Grecia o Asia. De ahí su nombre de «gentilidad». Y se llama gens por las «generaciones» de las familias, en cuanto el vocablo deriva de «generar», lo mismo que «nación» deriva de «nacer»” (IX, 2, 1).

Esta definición, que se adecuaba completamente a la tradición clásica, tuvo una influencia extraordinaria en todo el Medievo. Lo enfatizó así Bernard Guenée:

“Toda la Edad Media continuó aceptando la definición de nación dada por Cicerón y repetida por Isidoro de Sevilla. Una nación, por la misma etimología de la palabra, se definía por el nacimiento; era un conjunto de hombres que tenían un origen común y estaban unidos por la sangre. En la Edad Media, nación no quiere decir otra cosa que raza”.

Lo que cambió en la época visigoda fue el origen de la natio hispana, a la que san Isidoro dotó de orígenes bíblicos, una adaptación a los nuevos tiempos. Así Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noé, se convirtió en el primer poblador de España y el antepasado de los hispanos (creencia que se mantuvo hasta el siglo XIX). A Híspalo o Hispano, que lo había sido hasta entonces, se le convirtió en el primer rey de España, comenzando así a rellenar la prehistoria española.

Además, se integró a los visigodos en la nación española. Con muy poco fundamento, lo que revela el deseo que había, san Isidoro los convirtió en los descendientes de Magog, un hermano de Jafet. Así, como ha señalado Jon Juaristi, “siendo hermanos Magog y Túbal, los descendientes de ambos formaban en realidad un solo pueblo”; un mito que tenido importancia en la hispanización de España. Por muchas cosas como ésta, Ramón Menéndez Pidal pudo escribir que la historia de los godos de san Isidoro es “la primera historia nacional de un pueblo de la Edad Media” (“Universalismo y nacionalismo: Romanos y germanos”, en el vol. III de su Historia de España, Madrid, 4ª ed., 1960, p. XXXV).

Finalmente, hay que señalar que, aunque en bastantes ocasiones se dio el nombre de “Spania” al reino visigodo, habitualmente se distinguió entre España y la Galia. Y, sobre todo, que hay pruebas de que se mantuvieron las diferencias entre los habitantes de España y los de Septimania, tanto entre romanos como visigodos. La más clara es la Insultatio vilis Storici in tyrannidem Galliam, un exhaustivo y durísimo alegato en contra de los habitantes de la Septimania atribuido a san Julián de Toledo, pero que parece que es una obra anónima.

Un populus

A diferencia de lo que sucede en la actualidad, los antiguos distinguieron entre etnos y demos, entre natio y populus (los romanos, que sabían que no descendían de un antepasado común, sólo fueron un populus). Natio o gens eran productos naturales, de la sangre, sin implicaciones políticas, a diferencia de populus, que lo era de la política. De esta palabra, san Isidoro dio también una definición clásica, inspirada en Cicerón:

“El apelativo de pueblo se aplica a una multitud humana asociada en conformidad con un derecho con el que todos están de acuerdo y con una concordia colectiva. Pueblo y plebe se diferencian en que el pueblo está constituido por todos los ciudadanos, incluyendo en ellos a los seniores de la ciudad [la plebe, en cambio, la integra el pueblo, excluidos los seniores de la ciudad]. En consecuencia, el «pueblo» es la ciudad entera; la «plebe», simplemente el vulgo” (Etymologiae, IX, 14, 5-6). 

Es evidente, pues, que hispanorromanos y visigodos formaron un pueblo.

Si los hispanos se identificaron con los godos, que es así como se les siguió llamando, fue porque estos se comportaron como unos conquistadores razonables, que, además, se esforzaron por mantener el orden romano (no tenían otra alternativa), de tal manera que la conquista no afectó a la condiciones de vida de la inmensa mayoría de los habitantes de la Península Ibérica; si –como Saint-Just dijo– “la libertad del pueblo reside en su vida privada”, hay que concluir que la conquista visigoda no la afectó. La conquista, además, fue poco violenta: los visigodos no hicieron sino sustituir a los romanos (empleando también a romanos para que continuara funcionando el mismo tipo de gobierno).  Los hispanos no perdieron su independencia: los visigodos sucedieron a los romanos, con la importante diferencia de que Hispania se iba a regir desde dentro. Que lo fuera, al principio, por unos extranjeros es lo de menos. Como señaló Ernest Gellner, antes de que apareciera el nacionalismo, lo que importaba a nuestros antepasados sobre sus gobernantes no era su origen, sino si robaban más o menos. Además, los hispanos –como sus vecinos– estaban acostumbrados a ser gobernados por extranjeros: no sólo llevaban medio milenio así, que es toda su historia, sino que Hispania no había tenido todavía un poder propio. En esas condiciones, no es de extrañar que, de la misma manera que los hispanos fueron llamados y se llamaron “romanos”, ahora terminaran siendo “gothi”, una palabra que conoció dos acepciones: una para designar a los que tenían origen godo y otra para los habitantes del reino visigodo.

Que se llamara “gothi” a los que no lo eran tenía una larga tradición. Los visigodos eran, en realidad, muy poco visigodos. Constituían una comunidad poliétnica, formada por componentes de muy diversos orígenes, incluso romanos, fruto de largo periplo iniciado en Escandinavia, en la que los godos de sangre eran una minoría. Los que llamamos “visigodos” eran, en realidad, los seguidores de Alarico (395-410), que –en palabras de Chris Wickham– fue “un ejército romano corrupto dedicado a merodear por todo el norte del Mediterráneo durante los veinticinco años anteriores a su asentamiento”(Una historia nueva de la Alta Edad Media,Barcelona, 2008, p. 96). Además, tampoco la mayoría de los gothi eran visigodos. Existían otros grupos de godos, entre los cuales el más importante era el que llamamos “ostrogodo” (otros muchos habían acabado como esclavos en el imperio romano). Los visigodos, pues, fueron el producto de unos reyes sin reino, lo que muestra, una vez más, que la monarquía ha sido una vagina nationum, por utilizar la famosa expresión que Jordanes empleó para referirse a Escandinavia, origen de los germanos.

Un patriotismo

El concepto de España que se tenía entonces generó orgullo entre sus miembros. Lo hemos visto en el caso de san Isidoro, que hizo de España una Tierra Prometida. Medio siglo después, el arzobispo Julián de Toledo fue más allá convirtiendo a los hispanogodos en el nuevo pueblo elegido, en el “auténtico sustituto del populus iudaicus, sobre el que habían de cumplirse las novísimas promesas reservadas por el evangelista al «pueblo elegido», el novus Israel” (Luis A. García Moreno, “Patria española y etnia goda (siglos VI-VIII)”, p. 53). Con semejante concepción de España y de sus habitantes, no hay motivos para pensar que alguien rechazara el adjetivo “hispano”, cuando no había otro para denominar a los habitantes de la península ibérica.

Reino visigodo de Toledo | Imagen generada con IA

España también generó un sentimiento de pertenencia. Su mejor testimonio es el famoso lamento por la pérdida de España –que no del reino visigodo– de la Crónica mozárabe de 754, compuesta una generación después del fin del reino visigodo y que tuvo mucha influencia en los siglos siguientes. Como habla por sí solo, merece su reproducción:

“[…] mientras devastaban España los ya mencionados expedicionarios y ésta se sentía duramente agredida no sólo por la ira del enemigo extranjero, sino también por sus luchas intestinas, el propio Muza, como las columnas de Hércules lo encaminaban hacia esta desdichada [tierra], […] penetra en ella –injustamente destrozada desde tiempo atrás e invadida– para arruinarla sin compasión alguna.

[…] Y así, con la espada, el hambre y la cautividad devasta no sólo la España ulterior sino también la citerior hasta más allá de Zaragoza […]. Con el fuego, deja asoladas hermosas ciudades, reduciéndolas a cenizas, manda crucificar a los señores y nobles y descuartiza a puñaladas a los jóvenes y lactantes. De esta forma sembrando en todos el pánico, las pocas ciudades restantes se ven obligadas a pedir la paz, e inmediatamente, complacientes y sonriendo, con cierta astucia conceden las condiciones pedidas. Pero asustados huyen por segunda vez en desbandada a las montañas y mueren de hambre y otras causas.

Así, sobre esta España desdichada […] establecen un reino bárbaro. ¡¿Quién podrá, pues, narrar tan grandes peligros?! ¡¿Quién podrá enumerar desastres tan lamentables?! Pues aunque todos sus miembros se convirtiesen en lengua, no podría de ninguna manera la naturaleza humana referir la ruina de España ni tantos y tan grandes males como ésta soportó. Pero para contar al lector todo en breves páginas, dejando de lado los innumerables desastres que desde Adán hasta hoy causó, cruel, por innumerables regiones y ciudades, este mundo inmundo, todo cuanto según la historia soportó la conquistada Troya, lo que aguantó Jerusalén, según vaticinio de los profetas, lo que padeció Babilonia, según el testimonio de las Escrituras, y, en fin, todo cuanto Roma enriquecida por la dignidad de los apóstoles alcanzó por sus mártires, todo esto y más lo sintió España tanto en su honra, como también de su deshonra, pues antes era atrayente, y ahora está hecha una desdicha” (cc. 54-55).

Otra prueba significativa de ese sentimiento de comunidad la encontramos a fines del siglo VIII en el relato de Teodulfo de Orleáns sobre la misión que desempeñó en Septimania para resolver ciertos problemas de su población: Cuenta el obispo visigodo que le salieron a recibir, llenos de esperanza, “los restos de la población goda y la multitud hispánica” (Versus Teudulfi Episcopi contra iudices, v. 139),y que le acogieron con alegría por ver en él a un consanguíneo.

Este testimonio muestra los problemas que tenemos para utilizar un vocabulario preciso que dé cuenta de las realidades que nos interesan ahora. No existiendo la palabra “compatriota”, “consanguíneo” era un vocablo que podía sustituirla y expresar la solidaridad entre los miembros del antiguo reino visigodo, que había sido concebido como una nación gentilicia, en la que godos e hispanos estaban emparentados como descendientes de dos hijos de Jafet. En todo caso, la palabra “consanguíneo” expresa el mayor vínculo que puede existir entre los miembros de una comunidad (y más en una época en la que los vínculos de sangre eran los más importantes).

Spania: la segunda España

Por todo ello, y por muchas razones más que se quedan en el tintero por falta de espacio, no es de extrañar que, en el estudio más extenso que se ha dedicado a la cuestión (generalmente olvidado por la historiografía española), Suzanne Teillet concluyera que la España visigoda “fue el primer Estado de la Europa moderna en haber adquirido, desde el siglo VII, el estatuto de nación”.

‘Conversión de Recaredo’ de Muñoz Degrain (1888)

La existencia de España en la época visigoda sólo se puede negar con arbitrariedad, con un prejuicio de lo que es España (que muchas veces se confunde con lo que debe ser), que convierte a la Spania del reino visigodo en una España insuficiente para ser reconocida como tal. Pero la existencia precede a la esencia; y en Historia más importante que el ser es el estar. Eso nos libera de la ardua tarea de solucionar los problemas irresolubles de qué es España y de cuánta España debe haber para fijar su nacimiento, cuestiones en las que nunca llegaríamos a un acuerdo. Nos basta con comprobar que España está desde la conquista romana (y no puede llamársela con otro nombre). Que la Spania visigoda sea muy diferente de la actual es lo normal después de milenio y medio. También nosotros lo somos de los bebés y niños que fuimos, y eso no puede negar nuestra existencia entonces ni lo que hemos heredado de aquellas etapas. De seguir existiendo España dentro de dos siglos, seguramente será muy diferente de la actual, pero eso no podrá negar la existencia de la España actual.

La historia de España, una comunidad histórica, es la historia de las Españas que se han sucedido, mucho más diferentes entre sí que las que se puedan distinguir en su territorio, que son a las que se aplica el plural (y más parecidas a sociedades occidentales de su época). Cada una de esas Españas ha producido e influido en las siguientes, sin solución de continuidad. La Spania visigoda es la segunda en el tiempo. La hispanización que se produjo entonces fue muy importante (se completó el acervo genético con la incorporación de los visigodos, apareció un Estado propio, progresó la homogeneización de la población mediante la completa cristianización, se formó una imagen muy positiva del territorio y de sus habitantes que influirá mucho en la España de la Reconquista). Por eso, pese a su rotundo fracaso, la Spania visigoda es un capítulo muy importante de la historia de España y de su proceso de hispanización.

Cabe completar lo dicho precisando, con Pierre Bonnassie, el papel de los visigodos en todo ello:

“¿Cuál fue el papel de los visigodos en todo eso? Fue a la vez insignificante y capital. Insignificante si debemos medirlo a partir de las aportaciones germánicas propiamente dichas a la civilización ibérica: algunas palabras (escasísimas) pasaron del godo al español, un mayor número de nombres propios de persona […], algunas prácticas jurídicas (especialmente en el campo del derecho matrimonial y familiar), algunas formas de arte (aunque muy localizadas en el tiempo y en el espacio). Capital, por el contrario, si consideramos la función de catalizador que tuvieron los godos; fueron los instrumentos de la primitiva unificación de España. Sin duda, resultaría anacrónico avanzar que la nación española nació en los siglos VI y VII; pero el concepto de España, en esencia, se forjó realmente en esa época (“La época de los visigodos”, Las Españas medievales, Crítica, Barcelona, 2001, p. 48).

Como los visigodos, los musulmanes que llegaron a la península ibérica sabían que venían a España. No era una realidad sólo física. De hecho trataron de acabar con ella, cambiándole desde el primer momento el nombre. Pero según algunos historiadores españoles de izquierda nos equivocamos todos: musulmanes, romanos, godos, francos y los historiadores extranjeros.

Bibliografía

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BESGA MARROQUÍN, Armando: La Reconquista: La restauración de España. Letras Inquietas, Cenicero, 2022 y 2023, 2 vols.

BESGA MARROQUÍN, Armando: “Los orígenes de un peligroso error: La nación gentilicia”. Razón Española, 233, septiembre-octubre de 2022.

BESGA MARROQUÍN, Armando: Spania, la España visigoda. Letras Inquietas, Cenicero, 2022, 144 pp.

GARCÍA MORENO, Luis A.: “Patria española y etnia goda (siglos VI-VIII)”. De Hispania a España. El nombre y el concepto a través de los siglos. Temas de Hoy, Madrid, 2005, pp. 41-53.

MARAVALL, José Antonio: El concepto de España en la Edad Media. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 3ª ed., 1981, 523 pp.

TEILLET, Suzanne: Des goths à la nation gothique: les origines de la idée de nation en Occident du Ve au VIIe siècle. Les Belles Lettres, París, 1984, 700 pp.

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