Esta parábola intenta dar muestra de la relación del ser humano con el conocimiento y su aprendizaje.
Pongámonos en situación: imaginémonos que somos pescadores. Todos y cada uno de nosotros somos pescadores que faenan en pos de una buena captura. Nos levantamos bien temprano y nos dirigimos de casa al puerto, donde está nuestra embarcación. Como todo en la vida, habrá algunos que por su feliz condición hereditaria posean un enorme buque, otros un barco de mediana eslora y otros pequeñas barcazas, de reducida capacidad. (Esta situación—si bien contingente y accidental—devendrá otra si median buenas maneras y el aprendiz de pescador realiza bien su oficio).
Pues bien, afirmo que el aprendizaje de conocimientos es como la red que utilizamos en la pesca. A medida que incrementamos nuestra experiencia, y nuestra erudición se hace cada vez más firme y sólida, la red con que pescamos deviene más grande. Obviamente una buena red no garantiza una buena pesca y, así, alguien que tenga una red de dimensiones más reducidas pero dirija el timón de sus decisiones hacia un buen banco de peces tendrá mayor probabilidad de mejor captura que aquel que posee una poderosa red.
La realidad se caracteriza por la multiplicidad y la polivalencia de las cosas y sus contenidos. De la misma manera a como hay múltiples artes de pescar, según variables y circunstancias (así puedes utilizar tus conocimientos aprendidos al modo de trasmallo o como arrastre, esquilmando todo el fondo o realizando de manera respetuosa tu labor), así también habrá diferentes formas de aprender y enseñar (no es lo mismo la pesca de bajura que la de altura: las piezas tendrán tamaños distintos según cada caso), y nuestras coordenadas existenciales condicionarán el modo de aprender y la manera como adquirimos la experiencia.
Suele decirse que no hay buen marino si antes no ha bregado con muchas tempestades y tormentas. De la misma manera no hay ni habrá buen pescador que no haya trajinado con la escasez, el temporal, la legalidad vigente y un sinnúmero de obstáculos a los que se verá abogado a lo largo de su periplo vital.
Continuemos. Nuestro pescador ha adquirido la captura. ¿No importa o sí la cantidad de peces obtenida?, y se dirige nuevamente al puerto. Arriba a él y comienza un nuevo período del proceso, no menos importante. Su venta en la lonja: el pescador ha de vender su producto en la lonja para adquirir beneficios y, así, lograr un salario productivo por sus productos.
Aquí la coordinación, la arquitectura del sistema y la justicia, junto con el orden, la estabilidad y la demanda del producto, serán fundamentales para canalizar y llevar a “buen puerto”—valga la similitud—el resultado de la primera parte de la faena.
Una lonja cuyos precios sean abusivos, o haya caciques que impongan su ley arbitraria, o bien se dirima todo de modo democrático y ecuánime, será determinante para que nuestro producto vea buena salida y obtengamos el precio justo. Quiero decir con esto que de poco vale una pesca con gente que es adicta a la carne o impone onerosas cargas al producto.
Puesto que el individuo aislado es poco menos que una partícula inhábil e infructuosa en el arte de vivir, así también el pescador que no posea una infraestructura desarrollada y donde la coordinación sea un hecho cierto y palpable, aliándose con los demás pescadores y comerciantes, verá mermada notablemente su producción y su beneficio.
No basta, pues, adquirir conocimiento; es preciso tener condiciones propicias y óptimas para su aplicación y el ámbito adecuado para su desarrollo.