“(Bicoca era) un caserío muy espacioso, rodeado de grandes jardines, que tenían por términos muy profundos fosos. Los campos de su contorno están llenos de fuentes y de arroyos traídos, según el uso de Lombardía, para regar los prados”.
Francesco Guicciardini, Charles Oman, El Arte de la Guerra, 184.
Un 27 de abril de hace 500 años, allá por 1522, la batalla de Bicoca marcaba el punto de inflexión necesario para la primacía de las armas españolas en el Viejo Continente. La contienda, librada en el ámbito de la Guerra de los Cuatro Años (aunque durase 5, 1521-1526), fue una de las tantas libradas por aquel entonces. Sin embargo, gracias al papel que desempeñaron los arcabuces de pólvora en las tropas imperiales, su desenlace supuso un cambio profundo en las prácticas bélicas de la época.
Las Guerras de Italia entre las coronas españolas y francesas por la hegemonía europea se alargaban desde hacía un siglo. La frágil paz con la que había concluido la Guerra de la Liga de Cambrai (1508-1516) estaba a punto de resquebrajarse. Con los españoles en posesión del Reino de Nápoles, conquistado años atrás por el Gran Capitán, y los franceses asentados en el Ducado de Milán, tras la aplastante victoria de Francisco I en Marignano (1515), el frágil equilibrio amenazaba con estallar en cualquier momento.
La coronación de Carlos I como emperador del Sacro Imperio Germánico fue la excusa perfecta para el comienzo de las hostilidades. En pocos años, Francisco I, que también había ambicionado la dignidad imperial, se vio acorralado dentro de sus territorios por la alianza entre Carlos I y Enrique VIII de Inglaterra. Para más inri, el duque de Milán debía servidumbre directa al Imperio, y no estaba en los planes del rey francés verse sometido a su rival.
Inicio de las hostilidades
Aprovechando que Carlos V se encontraba enfrascado en la convulsa Dieta de Worms contra los protestantes de Lutero, y en Castilla la Revuelta de los Comuneros continuaba en auge, Francisco I pasó a la ofensiva. En 1521, los ejércitos franceses traspasaron las fronteras navarras y flamencas en una nueva guerra que decidiría la batalla entre el águila y la salamandra (los símbolos heráldicos de las dinastías) por el dominio de Italia.
Con los primeros hechos de armas favorables al emperador, que derrotó decisivamente a los invasores en los Países Bajos y la Península Ibérica, el teatro bélico se desplazó definitivamente a Italia. Con la inclusión del Papa León X en la alianza entre Carlos V y Enrique VIII, los franceses se encontraron a la defensiva sin más apoyo que la República de Venecia. Pronto perderían la plaza de Milán frente a las tropas imperiales al mando de Próspero Colonna y del marqués de Pescara. La guerra por la Lombardía acababa de comenzar.
En lo sucesivo, Colonna, consciente de su inferioridad numérica, jugaría contra Odet Cominges, vizconde de Lautrec, general francés, una guerra del gato y el ratón, maniobrando para asediar ciudades, pero rehusando presentar batallas decisivas. Esta táctica lograría obtener las plazas de Alessandria, Pavía y Como y reducir la moral gabacha, dando comienzo a un constante goteo de deserciones. No fue hasta principios de 1522, con la llegada de 10.000 infantes suizos, cuando los galos volvieron a sentirse con la fuerza suficiente para intentar recuperar el terreno perdido. Considerados hasta el momento como la mejor infantería mercenaria de Europa gracias a su desempeño durante la Guerra de los Cien Años, los helvéticos eran el último as en la manga de Francisco I.
Sin embargo, pronto quedó claro que estas tropas no mostrarían una buena inclinación a obedecer las órdenes, sobre todo tras el retraso en sus honorarios por parte de la Corona. Una soldada que el propio Lautrec tuvo que prometer y empeñar de su bolsillo.
A pesar de la situación, el general francés intentó cercar Milán, pero las lluvias y la nieve castigaron duramente a un ejército franco-veneciano falto de suministros y plata, incapacitándolo para emprender largos asedios. Constatando la dificultad de mover los cañones en esas condiciones, y que los mercenarios suizos no estaban dispuestos a cavar, se vio obligado a renunciar a la empresa. Fracasaría también en Pavía, tras un nuevo desplante de los suizos, más preocupados en el saqueo que en la conquista militar. Ante esa situación, viendo la imposibilidad de tomar plazas fortificadas, Lautrec decidió retirarse a Monza. En su caminó asaltó la campiña, buscando que el hambre hiciese más estragos sobre los imperiales que sus tropas.
Por su parte, Colonna no tenía intención de mantenerse estático en una fortaleza guarnicionada. Tras semanas de hostigar a los franceses, y de recibir refuerzos a cargo de los Sforza, Antonio Leyva y el papado, rechazó una vez más el combate atrincherándose al norte de los muros de Milán, en una aldehuela llamada Bicoca: “que son cuatro casas en unas llanas campañas que están cuatro millas de Milán” (García Cereceda).
Esto fue demasiado para unos coléricos suizos que, sin cobrar y diezmados por enfermedades, exigieron a Lautrec que entablase combate. De nada sirvieron las razones de Lautrec, quien “esperaba vencer a sus enemigos sin combatir al obligarlos a abandonar su fuerte por hambre” (Martin du Bellay). Los mercenarios, abanderados por el mítico capitán helvético Winkelried se enrocaron bajo una demanda unánime: “¡Dinero, licencia o batalla!”. Finalmente, eligiendo la disyuntiva que parecía menos mala, “el señor de Lautrec, viéndose mandado por aquellos que debían obedecerle, ordenó que la jornada siguiente, día de Quasimodo, el ejército estuviese puesto para marchar” (Bellay).
La batalla
Frente a la atenta mirada española, en la tarde del 27 de abril de 1522 los 30.000 franceses se posicionaron para embestir frontalmente a los casi 20.000 imperiales. Esta superioridad numérica envalentonaba al ejército atacante, sobre todo a los suizos. Con la confianza que los había convertido en imbatibles, los mercenarios alardearon de lo simple que les resultaría desalojar a los españoles. Caras les saldrían las bravatas.
Colonna se había asegurado una posición formidable: en un nivel elevado, flanqueados por un terreno pantanoso al oeste y el gran dique de la carretera de Milán al este, tan solo una pequeña franja de 500 metros permanecía viable para el asalto, dificultada por un camino hundido utilizado como foso. Esto permitiría a los imperiales concentrar a sus tropas, levantar un pequeño parapeto y preparar el terreno, eliminando la ventaja numérica francesa. Cuatro filas de 2.000 arcabuceros españoles, acompañados de 8.000 piqueros españoles y lansquenetes alemanes, formaron a la espera. La artillería, sobre plataformas de tierra, gozaba de una visión espléndida sobre el campo de batalla.
El combate, después de que las Bandas Negras italianas limpiasen el campo de estacas españolas, comenzaría con un intercambio de fuego artillero que favoreció a los imperiales. Dispersado el humo, dos columnas suizas de 12.000 hombres se lanzaron a la carga al compás de los cuernos de Uri. Sin esperar al resto del ejército, divididos por cantones, los mercenarios competían entre sí por ser los primeros en llegar a la vanguardia imperial. El desastre estaba servido. Sin la cobertura de sus piezas de artillería y en campo abierto, los cañones españoles se cobrarían en sangre cada uno de sus pasos.
1.000 ya habían caído cuando se estrellaron con la carretera hundida. Ya al alcance de los arcabuceros, estos recibirían con constantes descargas cerradas a los hombres que intentaban atravesar la fangosa zanja. En palabras de Pedro Vallés:
«Mando a los de la primera orden [la primera fila], que en aviendo descargado los arcabuzes, luego se hincassen de rodillas, y de nuevo armassen, porque la segunda orden tuviessen lugar de tirar sin peligro de los que estavan delante; y mando que los mesmo hiziessen los segundos, terceros y quartos. En acabando de tirar los ultimos, luego y diligentemente se alçassen los primeros y segundos para desparar. Ansi, sin jamas cessar, continuamente esta maravillosa orden, a manera de una contina tempestad de tiros. Porque antes que viniessen a las manos, fuesse desbaratada la infanteria del enemigo».
Apenas algunos grupos lograrían alcanzar la vanguardia española, chocando con los lansquenetes y piqueros imperiales. Tras 30 minutos de sangrientas e infructuosas acometidas, lo que quedaba de las columnas suizas abandonaron el campo de batalla. Tras ellos, más de 3.000 compatriotas jamás volverían a levantarse, incluyendo a Winkelried y otros 22 grandes capitanes.
Aunque la caballería pesada francesa estaba consiguiendo avances en el flanco sur, el desmoronamiento del frente y el contraataque español hacía imposible continuar. Así lo entendió Lautrec, que ordenó la retirada de Bicoca hacia el territorio veneciano del este. Una vez a cubierto, el derrotado general abandonó los restos de su ejército para regresar a Francia con las nuevas noticias.
Desenlace y consecuencias
Sin un mando claro, los desarbolados franceses eran ya incapaces de imponer su autoridad sobre el territorio. Libres de impedimentos, y habiendo sufrido pérdidas insignificantes en Bicoca, Cremona y Génova cayeron rápidamente en manos imperiales, expulsando a Venecia de la guerra. Por su parte, los mercenarios suizos jamás volverían a ser los mismos. Aunque siguieron interviniendo en los conflictos, nunca más se volverían a ver sus famosos ataques frontales al estilo de Novara (1513) o Marignano (1515). Según Francesco Guicciardini:
“Regresaron a sus montañas reducido su número, pero mucho más reducida su audacia; pues es sabido que las pérdidas sufridas en Bicoca les afectaron tanto que, durante los siguientes años, no mostraron de nuevo su vigor acostumbrado”.
Sin embargo, poca lección supuso Bicoca para Francisco I. La fe inquebrantable que mantenía en sus piqueros mercenarios y caballería pesada, le empujarían a entrar el mismo en el frente con desastrosos resultados. Así nos cuenta el cronista Juan de Oznava:
«Preguntándole después Monsiur de Lutreque [a Bonnivet] como le había ido con los españoles, respondió que cinco mil españoles eran cinco mil hombres de armas, y cinco mil caballos ligeros, y cinco mil arcabuceros, y cinco mil diablos que los importa. El rey se burlaba de entrambos, y decía que él pasaría a Italia, y les mostraría la manera de pelear».
Pero a pesar de sus palabras, la aplastante victoria de Pavía (1525) por las tropas de Carlos I marcaron el inicio de una nueva era. El consecuente Tratado de Madrid certificaría la presencia de la Corona austro-española sobre Italia durante los siguientes 300 años, hasta las guerras de unificación italianas.
Y es que ni el rey de Francia podía interponerse ante el cambio en el arte de la guerra que Bicoca había expuesto. El auge de la artillería y las armas de fuego certificaban el fin de los cuadros de picas y la caballería acorazada. En su lugar, las formaciones flexibles de arcabuceros y piqueros, apoyados por artillería, ocupaban su lugar. Gracias a la pólvora, los tercios comenzaban a reinar sobre los campos de batalla europeos y mundiales.
Bibliografía
García Cereceda, M. (1873): Tratado de las compañas y otros acontecimientos de los ejércitos del Emperador Carlos V en Italia, Francia, Austria, Berbería y Grecia. Desde 1521 hasta 1545.
Guicciardini, F.; Felipe IV (trad.) (1890): Historia de Italia; donde se describen todas las cosas sucedidas desde el año 1494 hasta el de 1532.
Pacheco y de Leiva, E. (ed.) (1919): La política española en Italia; correspondencia de Don Fernando Marín, abad de Nájera, con Carlos I.
Oman, C. (1937): A History of the Art of War in the Sixteenth Century.
Artículo: Àlex Claramunt Soto, director de Desperta Ferro Historia Moderna.