Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum (“Quien desee la paz, que prepare la guerra”).
Flavio Vegecio Renato, Epitoma rei militaris.
Julio César, Marco Ulpio Trajano, Escipión Africano, Pompeyo, Cannas, campos Cataláunicos, Zama, Teutoburgo, Farsalia… grandiosos nombres de invictos generales, catastróficas derrotas y enormes triunfos que el imaginario popular asocia ineluctablemente a las poderosas legiones, formadas en disciplinadas cohortes de hombres revestidos de la famosa lorica segmentata, lanzadores del temible pilum y portadores del hispano gladius, siempre dispuestas a marchar a la batalla protegidos tras el inmenso scutum.
Sin embargo, esta imagen, asumida gracias al cine y “Astérix y Obélix”, dista mucho de ser la hegemónica durante buena parte de los 1.000 años de existencia de Roma, pues los componentes, la estructura, las jerarquías, el equipo e incluso el número de soldados utilizados cambiarían a lo largo del tiempo según los intereses y capacidades militares de la Urbe. En poco se parecen estos legionarios, habituales durante los últimos estertores de la República y el nacimiento del Imperio, con los presentes en el primer periodo monárquico (formados en falanges helénicas) o en los últimos días del Imperio (bastante “germanizadas”).
Así, en un comienzo, mientras Roma no era más que una pequeña ciudad-Estado, la ciudadanía, a semejanza de sus homónimas griegas, acarreaba cargas militares. Estando el concepto de ciudadano firmemente unido al de propietario se conformaría un ejército de corte aristocrático, fundamentalmente hoplita, basado en la idea de que una persona con mayor cantidad de patrimonio tendría mucho más por lo que luchar, y que perder con la derrota de la ciudad, que aquellos sumidos en la pobreza, por lo que los primeros defenderían a la Patria con más ahínco.
Estas elitistas consideraciones dejaban a la plebe, sin capacidad económica para costear el equipamiento de guerra, excluida por norma general tanto de estas sangrientas obligaciones como de los privilegiados derechos políticos que llevaban consigo; aunque las insólitas excepciones solían venir más aparejadas a los primeros que los segundos. Esta situación se mantendría incluso cuando las guerras samnitas y pírricas (Siglos IV y III a.C.) provocaron que Roma abandonase el modelo griego para adoptar uno propio y característico mucho más flexible, el manípulo, capacitado para solventar con éxito cualquier batalla sin importar el terreno en el que se luchaba.
Todavía no era una fuerza profesional ni permanente, formada por agricultores reclutados para campañas veraniegas que se dividían en las legiones según su experiencia y fortuna a la hora de adquirir el equipamiento (Vélites, Hastati, Príncipes, Triarii, Équites). Y aunque pronto aprendieron que el honor y el valor de la batalla compra honra pero no pan, el primitivo stipendium que recibían los “voluntarios”, más que una soldada propiamente dicha, se asimilaba mejor a una pequeña compensación por las pérdidas económicas que guerras más extensas pudieran acarrearles a los propietarios.
Este reclutamiento tradicional, conocido como dilectus, fue puesto en tela de juicio tras las brutales contiendas contra Cartago conocidas como las Guerras Púnicas, donde las prolongadas campañas en las que se necesitaba defender y conquistar territorios cada vez más lejanos y extensos evidenciaba las limitaciones del sistema. Una pequeña indemnización a cambio de la ruina económica que suponían tierras desatendidas durante largos años sonaba desalentador, se hiciera por la patria o sin ella.
Este inmenso despliegue de ciudadanos (Las 2 legiones consulares aumentaron primero a 4 y posteriormente a 7) produjo efectos catastróficos sobre la demografía y una economía eminentemente agraria. La reducción del número de elegibles por efecto del aumento de la muerte y la pobreza, llevaría a la República a buscar en momentos de necesidad en el fondo del bolsillo, reclutando en los estratos inferiores de su población: plebeyos, esclavos y criminales. Sin embargo, la ambición expansionista romana no se podía encorsetar bajo un reclutamiento tan restrictivo y las reformas marianas estandarizarían esa práctica.
Esta popularización del ejército, que se asentó definitivamente gracias a las susodichas reformas impuestas durante los consulados de Cayo Mario, permitiría la estandarización del ejército gracias a la profesionalización de los soldados, atraídos por la promesa del oro, el estatus y la jubilación tras 25 años de servicio obligatorio (tiempo que se iría reduciendo), reclamos igualmente inigualables en todas las épocas.
Estos experimentados legionarios romanos (que verían incluso aumentado su base tras la concesión de la ciudadanía al resto de pueblos itálicos) se organizaban en primer lugar en grupos de 8 hombres (contubernio), que compartían tiendas de campaña. 10 contubernios y 20 esclavos conformaban una centuria, con su propio portaestandarte (Signífero), el encargado de la vigilancia (tesserario), el lugarteniente (optio) y un centurión que mandaba sobre todos ellos. 6 centurias (480 legionarios) forman una cohorte y 10 cohortes hacen una legión, formada por más de 5.000 hombres ya que, para los que no les salgan las cuentas, tras las reformas del emperador Octavio Augusto la I cohorte, dirigida por el Primus Pilus, sería más numerosa y aglutinaría a los soldados más veteranos. A todo este despliegue habría que sumarse el ingente contingente civil que acompaña a toda maquinaria de guerra que se encuentre desplegada, siempre en números indeterminados.
Por su parte, en lo alto de la cadena de mando se encontraba el Praefectus Castrorum, encargado de la logística y el funcionamiento de la legión, 5 tribunos angusticlavios (veteranos), un tribuno laticlavio (patricio designado por el Senado) y el Legado, comandante total de la Legión y uno de los miembros del Senado. Su símbolo máximo, también instaurado por Mario, sería la famosa “Águila Romana” portada por el aquilifer, cuyo valor era sumamente grande y su pérdida en combate, lacerante.
Por otro lado, aunque los ciudadanos legionarios formarían los huesos del brazo armado de Roma, también es importante destacar la importancia de numerosos contingentes de no-ciudadanos auxiliares presentes en el ejército en forma de destacamentos especialistas, poniendo sus talentos y habilidades al servicio de Roma a cambio de un precio y la promesa de la tan ansiada ciudadanía. Su máximo exponente serían las alas mercenarias de caballería, debido a la baja calidad de los équites romanos.
Esta división en el ejército dejaría de tener sentido con la paulatina extensión de la ciudadanía a diversas regiones fuera de la península itálica y, sobre todo, con la concesión de la misma a todos los habitantes libres del Imperio por el emperador Caracalla en el 212 d.C., que permitía a cualquier varón alistarse en el ejército al mismo tiempo que los pueblos itálicos, azotados por las crisis económicas de un Imperio en declive sumido en problemas inflacionarios, incesantes devaluaciones de la moneda y colapsos del comercio, dejaban cada vez más de lado la milicia, desmoralizados porque lo único que aumentaba en Roma eran las crecientes facciones militares, las luchas civiles y la dificultad de contener la ferocidad de los pueblos fronterizos.
Esta falta de recursos y hombres debilitaría el entrenamiento básico, reduciría el número de legiones, descuidaría la movilidad del ejército (las conocidas “mulas de Mario”) y sistematizaría la utilización de pueblos germanos como mercenarios. La decadencia romana estaría intrínsecamente relacionada a la de sus míticos ejércitos y cuando el último emperador romano de Occidente fue depuesto en el 476 d.C., las legiones ya no eran siquiera una perversa sombra de su antigua gloria.
Bibliografía
El ejército romano, Adrian Goldsworthy, Akal, Madrid, 2005.
La Biblioteca Perdida, Podcast Nº 93
Academia Play https://academiaplay.net/legiones-romanas/
IMPERIVM https://www.imperivm.org/las-reformas-militares-de-mario/