En el Génesis bíblico se puede leer cómo Dios creo al hombre a imagen y semejanza suya. Dice así el relato: “Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le creó, los creó varón y hembra” (Gén. 1, 27). Además de ello prosigue el relato, y una vez que creó Dios a los animales hubo de darles nombre. Lo cuenta de esta manera la Biblia: “Formado, pues, que hubo de la tierra el Señor Dios todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, los trajo al hombre, para que viese cómo los había de llamar; y, en efecto, todos los nombres puestos por el hombre a los animales vivientes, ésos son sus nombres propios” (Gén. 2, 19), y prosigue de esta guisa el texto: “Llamó, pues Adán por sus propios nombres (subrayo este sintagma porque me parece nuclear para lo que va a venir después) a todos los animales, a todas las aves del cielo y a todas las bestias de la tierra…” (Gén. 2, 20).
Es propio del paraíso la carencia del devenir, esto es, en el paraíso no hay tiempo. El acaecer temporal se inaugura con la expulsión de Adán y Eva del recinto paradisiaco. Mientras moran en felicidad suprema el cambio no es posible, no se da de hecho: no es imaginable mutación alguna. Es por ello, entre otras cosas, que los nombres de las cosas reciben su definitiva formulación sempiterna de una vez y para siempre.
Andando el tiempo, y sucediéndose los episodios humanos, llegamos al año de 1492. Es, entonces, cuando el sevillano Antonio de Nebrija escribe la primera Gramática moderna en la historia del ser humano. Y allí, al comienzo del Prólogo, se puede leer lo siguiente: “siempre la lengua fue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que junta mente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos.”
El cambio de concepción es brutal. Aquí se está diciendo que la lengua no solo es un producto de los tiempos, y que juntamente con ellos se desarrolla, evoluciona y crece, sino que también es un elemento de la ars política. Me explico: si para Adán el nombre refleja la esencia de las cosas, su irradiar íntimo y exclusivo, su razón de ser nuclear e integral… para Nebrija la lengua es algo bien diferente: es un proceso que tiene varias fases en función del desarrollo de sociedad en la que surja. Tiene un relieve determinado en base al grado evolutivo de la sociedad en la que ésta surja.
Si en el paraíso no había cambios, en el mundo real el tiempo, que muta todas las cosas, hace de los nombres—y de los contenidos semánticos que éstos portan—algo relativo a la fase civilizatoria del momento histórico en el que esté esa sociedad concreta. De la esencia inmutable y eterna de los nombres que reflejan el ser de las cosas de manera definitiva a una concepción lingüística relativa al grado civilizatorio de la sociedad basada en la constante mutación de las cosas provocada por el tiempo.
Es tan necesaria la memoración de las cosas, pues éstas perduran gracias a la palabra escrita, que dice Nebrija un poco más adelante que o bien se hace escritura de las grandes hazañas de un país o por el contrario la sociedad quedará a merced de intereses extranjeros. Lo dice así: “I será necesaria una de dos cosas: o que la memoria de vuestras hazañas perezca con la lengua; o que ande peregrinando por las naciones extrangeras, pues que no tiene propia casa en que pueda morar”. Adelantándose a los románticos del XIX, Nebrija imbrica de tal modo lengua, política y sociedad que hace una amalgama indisoluble y homogénea que perdurará hasta nuestros días.
En el presente vemos en España cómo el problema de las lenguas oficiales que no son el español, y que conviven de modo incómodo para el conjunto de los españoles, se quieren abrir paso a pesar de los timoratos impulsos de los más pusilánimes por creer que nuestra nación se desvertebra a causa de la multiplicidad de las lenguas. Acaso tenga su causa originaria en este texto de Nebrija.