Es axiomático mencionar a Roma como la mayor fuente de inspiración jurídica e institucional de la historia, representa la cohesión normativa, territorial y el espíritu de la autoridad estatal.
Era Roma la «patria», el corazón del imperio y la imponente ciudad con la que soñaban todas las potencias económicas de la época, aquel lugar que, por mucho tiempo, fue inalcanzable hasta para Aníbal Barca. El poderío romano, sin embargo, radicaba en rígidas instituciones, leyes uniformes, ciudadanía y en una compleja red de funcionarios que se extendían por todos los territorios donde era necesaria la aplicación de la justicia y el orden imperial.
Pero lejos de las leyes y su ejecución misma, existían símbolos e instrumentos de los que se valía el funcionario en todos los aspectos de la vida común romana, desde lo político y social hasta lo militar. El centurión, en gala de su posición militar y como un brazo del imperio, podía mermar a todo aquel que no se ajustare a la doctrina militar que imperaba en las legiones. Él se valía de un instrumento, se valía de un «vitis» o, como ordinariamente se le conoce, bastón de vino (también vid) o bastón de centurión y cargaba contra el «trāditor», importándole poco el dolor que inflingiere y no solo destrozando su propio espíritu, sino mostrándole lo que implicaba la desobediencia. Aquel bastón no requería un largo proceso de elaboración, pero era tan necesario para el centurión como su su «cassis» y su «gladius». El «vitis», descendiente del «lituus» etrusco, era su símbolo de poder y sumisión.
Decía Plinio el Viejo, según cita Mannix, que:
«El bastón de vino del centurión es una excelente medicina para las perezosas tropas que no quieren avanzar».
Eran múltiples los castigos y las penas de carácter militar pero el «castigatio» era de los más frecuentes y leves (aunque no menos salvaje), puesto que existían prácticas como el «decimatio» que, para desgracia de quienes incurrían en actos de cobardía o amotinamiento, se le imponían a diez integrantes de la centuria por medio del arrebato de sus vidas, ya sea por lapidación o varazos.
El bastón «vitis», que como se cuenta podía romper huesos y sumir en un dolor interminable al legionario, infundía un efecto psicológico lo bastante grande como para crear un aura de juez y verdugo en torno al centurión. Esto puede suscitar, sin duda alguna, un debate interesante dentro de lo que respecta a la simbología de autoridad, coerción y poder porque la guillotina, aunque su dinámica era distinta y hacemos referencia ya a otra época, también suponía un símbolo del terror revolucionario francés y el efecto psicológico que generaba sobre los arribistas y los reaccionarios, tampoco puede dejarse atrás.
Pero dentro de la legión lo que simbolizaba, realmente, el martillo de Roma contra el yunque bárbaro y foráneo era el estandarte o «vexillum», específicamente aquellos que mostraban un águila (había lobos, caballos y otros con menor importancia que el que mostraba un águila). No solo significaba poder, dominación y fuerza militar sino era también sinónimo de moral para el ejército profesional romano. La pérdida de un «vexillum» podía significar la deshonra para una legión y su general, de la misma manera que podía significar una victoria inolvidable para los enemigos de Roma. Queda registrado, por ejemplo, que en el año 14 Julio César Germánico cruzó el Rin en una campaña punitiva contra los germánicos donde recupera dos de los estandartes perdidos gracias a la derrota romana en la «Clades Variana» o batalla del bosque de Teutoburgo en el año 9, allí fueron exterminadas las legiones de Varo por completo. Los estandartes militares eran, además, portados por el «vexillarius», un curtido veterano de guerra que devengaba mejores beneficios que los de un legionario convencional y cuya hoja de servicios era ampliamente superior en experiencia. Se tiene constancia de los «vexillatios», destacamentos del ejército romano compuestos por tropas de diversa procedencia y naturaleza cuyas funciones no quedan del todo claras porque fueron, pues, evolucionando con el paso de las administraciones imperiales.
Sin embargo, existe un símbolo que, curiosamente, alcanzó mayor fama en las entreguerras que en su propia época y es el «fascio littorio» o haz de lictores. Símbolo del fascismo italiano y por el que adquiere su nombre, con origen en «fasces»; representa la voluntad imperial, el «imperium» de la ley y la fuerza, unión e indivisibilidad del Estado personificado en la república y el imperio. Estéticamente es la composición de treinta varas, una especie de hilado de color rojizo que sostiene una especie de hacha denominada «bipennis». En algún momento al servicio de los tiranos etruscos, también era el puño de Roma a manos de los lictores o «fasces lictoriae», una fuerza destinada a salvaguardar el orden público y a hacer valer el poder romano a partir de las directrices del magistrado curul. El factor material que determinaba los límites del poder de los magistrados a la hora de imponer justicia era el pomerium, es decir, la sacra frontera de la ciudad de Roma. Fuera de ella, el magistrado podía dictar sentencia de muerte mientras que dentro de «postmoerium» se podía castigar, más no ejecutar.
Dentro de las fronteras de Roma, el «fascio littorio» carecía del «bipennis» y, por lo general, se acudía a otras penas como los azotes. Cabe a destacar que esa línea sagrada determinaba lo que era Roma en sí misma pero eso no se traducía a que los territorios posteriores a la línea no fueran romanos. Esta delimitación marcial diferenciaba, más allá de su increíble arquitectura y de la proliferación de la cultura latina, la majestuosidad de Roma con la del resto de las ciudades y territorios de la poderosa república convertida en imperio. No hace falta mencionar cómo influye el poder central romano sobre las concepciones como la del Estado fascista (de inspiración hegeliana) y en el «totalitarismo» propuesto por Mussolini en la Doctrina del fascismo de 1934.
Por último y no menos importante, la «crux» o cruz. Irónicamente es el avatar adoptado por los cristianos aunque en el pasado no representara martirio, sino muerte y tortura. La crucifixión fue parte de los métodos coercitivos romanos hasta el advenimiento del cristianismo como religión oficial, puesto que era imposible su convivencia con la nueva estructura religiosa, cultural y jurídica del Imperio Romano. Un efecto psicológico de la crucifixión era la pérdida del honor, tanto para la persona como para sus familiares. Era común crucificar a los esclavos insurrectos, como efectivamente sucedió con los insurrectos de Espartaco tras verse frustrada su intentona ante el poderío de las legiones. Puede decirse que es el símbolo (o instrumento) que menos se asocia a la cultura romana por el significado que adquirió como consecuencia de las sectas cristianas y de su establecimiento en la cúpula de poder romana, pero bastaría pensar en todo aquel que fue víctima de una muerte tan deshonrosa por desafiar, tan siquiera, todo lo que significaba Roma. He aquí una muestra punitiva de todo su «imperium», un símbolo que pasó de significar humillación a significar martirio y luego, cómo no, adoptado en los posteriores estandartes romanos en la forma del crismón o monograma de Cristo, implementado por Constantino I.
Roma prevalece como fuente de inspiración cultural y estética, es innegable toda su herencia y lo que ha legado a los pueblos que tuteló como potencia imperial. Tales símbolos, como una extensión del poder institucional y estatal, han moldeado determinadas concepciones de Estado y han servido para ese proceso de formación, tan necesario, del derecho en la actualidad. Naturalmente se suele ver el lado más brutal, lo riguroso que puede ser el ejercicio de este poder pero incluso en la sociedad romana existían límites para el ejercicio de tal poder, todavía no hay mucho consenso respecto al papel de Roma pero se puede decir que era tan severa como justa.
Bibliografía:
- Alföldy, Gezá. Historia social de Roma., Madrid, Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., 1996.
- Kovaliov, Serguei Ivanóvich. Historia de Roma., Madrid, Ed. Akal, 2007.
- Mannix, Daniel Pratt IV. The history of torture., New York, Ed. eNet Press, 1964.