Luis II de Baviera, el rey Cisne

En el turbulento siglo XIX europeo, vivió uno de los personajes más atractivos, enigmáticos y controvertidos de las últimas centurias. Nos referimos a Luis II de Witteslbach, rey de Baviera. Popularmente conocido como el Rey Cisne o el Rey de los Cuentos de Hadas (en alemán der Märchenkönig), fue un gran mecenas de las artes, romántico idealista y melancólico empedernido. En una época de fuertes cambios políticos, en plena unificación alemana, sus extravagancias y comportamientos idílicos le convirtieron en un rey ausente para su pueblo. Su figura, incluido su sospechosa muerte, se encuentra a día de hoy rodeada de misterio y fascinación. Veamos un poco más en profundidad a este curioso y desdichado monarca.

Retrato de Luis II de Baviera. Obra de Ferdinand von Piloty (1865).

Nacimiento y primeros años

Ludwig Otto Frederik Wilhelm von Wittelsbach nació el 25 de agosto de 1845 en el palacio de Nymphenburg, en Múnich, la residencia de verano de la familia real bávara. Era el hijo mayor del matrimonio formado por el entonces príncipe heredero al trono, Maximiliano (1811-1864), y la princesa María de Prusia (1825-1889) perteneciente a una rama menor de la casa de los Hohenzollern, dinastía entonces reinante en la norteña Prusia.

Sus primeros años de vida transcurrieron apartado de la corte muniquesa de su abuelo, el rey Luis I (1786-1868), en el recóndito palacio de Hohenschwangau. Era un antiguo castillo medieval, recientemente restaurado y embellecido por su padre Maximiliano, un apasionado de las artes y del renacimiento cultural de Baviera. Fue allí donde el pequeño príncipe comenzó a dejarse llevar por el aislamiento y la ensoñación fantasiosa, influenciado desde el principio por cuentos y leyendas medievales, representados en numerosas pinturas, murales y tapices del palacio, y por las historias del célebre cuentista danés Hans Christian Andersen, invitado por la familia.

Palacio de Hohenschwangau en Baviera (Alemania).

En marzo de 1848, en el contexto del proceso revolucionario desarrollado en Europa (la Primavera de los Pueblos), Luis I se vio obligado a abdicar, siendo Maximiliano II coronado como rey de Baviera. El pequeño Ludwig se convirtió así en el nuevo príncipe heredero. Poco después, en el mes de abril de ese mismo año, nacería su único hermano, el príncipe Otón, su principal confidente a lo largo de su vida. Como todo príncipe europeo del momento, Luis fue severamente controlado por sus preceptores y sujeto a un estricto régimen de estudio y ejercicios marciales. Tal vez muchos aspectos de su futuro excéntrico comportamiento vinieran dados por la presión de haber crecido en un ambiente tan rígido. La relación con sus padres fue relativamente buena, aunque se iría deteriorando con los años.

Fotografía de los príncipes Ludwig y Otto durante su infancia.

Subida al trono de Baviera. Richard Wagner

El 10 de marzo de 1864, tras el agravamiento de la enfermedad que padecía, Maximiliano II falleció. Ese mismo día, con apenas diecinueve años, un apenado príncipe Luis fue proclamado como rey de Baviera con el nombre de Luis II. Bastante alto (casi 2 metros), atractivo, de buena presencia y trato afable, parecía un perfecto príncipe de cuento de hadas. Su discurso de coronación causó una gran emoción entre los asistentes.

Con tan buenos auspicios, Luis II comenzó su reinado, deseoso de convertir a la agrícola Baviera en un potente estado de Alemania. Auspiciadas por él, se tomaron varias medidas económicas y sociales. Aun con un desarrollo económico destacado, al albur de la revolución industrial, la tarea principal que se fijó el joven monarca como imprescindible fue el desarrollo artístico y cultural que habían iniciado su abuelo y su padre.

Richard Wagner. Litografía de Franz Hanfstaengl (1871).

Fue entonces cuando surgió la figura de Richard Wagner, el célebre compositor alemán. Fuertemente admirado por Luis, tanto sus composiciones (El holandés errante, Tannhaüser, Lohengrin, etc.) como su persona, el rey bávaro acogió bajo su patronazgo al compositor, solucionando sus graves problemas financieros y convirtiéndole en su amigo, maestro y confidente. Financió durante años muchas de sus obras, destacando la ópera inspirada en la leyenda artúrica de Tristán e Isolda. Estrenada en el Teatro Nacional de Múnich en junio de 1865, fue un gran éxito de crítica.

Sin embargo, a pesar de esta provechosa relación artística, los comportamientos libidinosos del compositor, sus frivolidades y ostentaciones, su pasado revolucionario, así como su excesiva complicidad con el rey, provocaron varios escándalos y le granjearon numerosos enemigos en la corte. En diciembre de 1865, los ministros, contando con el respaldo de María, la reina madre, forzaron al rey a que el compositor abandonara Múnich.​ Muy afectado y desilusionado por ello, Luis también se planteó la posibilidad de abdicar para seguir a su ídolo al exilio, pero esto no llego a producirse.

Luis II y Richard Wagner al piano.

Años de reclusión y locura arquitectónica

Lo que sí se potenció, aún más si cabe, fue la excentricidad de Luis. Reacio cada vez más a los actos públicos en la corte y a las conmemoraciones solemnes, decidió abandonar Múnich, recluyéndose en los Alpes, en los parajes bucólicos donde pasó su infancia, centrado en sus proyectos creativos y en sus mundos interiores de fantasía. A pesar de la gran disconformidad de los ministros del gobierno, causando muchos desencuentros, la popularidad de Luis entre su pueblo se mantuvo siempre alta, dado su carácter cordial y afable, visto como un rey cercano y abierto, aunque ciertamente extravagante.

Fue durante aquellos años de hastío, confinamiento e introspección, mientras los dos estados germanos más potentes, el reino de Prusia y el Imperio austríaco, guerreaban entre sí por la hegemonía en la unificación de Alemania, cuando la imaginación fantasiosa y los delirios arquitectónicos del rey Luis II volaron a raudales. De este modo, mandó la construcción de tres suntuosos edificios, destinados a ser unos castillos de cuento, las moradas ideales para vivir sus fantasías.

Impresionado Luis por la magnificencia que había visto en el palacio de Versalles tras un viaje a Francia, se comenzó la edificación de dos lujosos palacios: Linderhof, un pequeño palacete de estilo rococó (la única construcción que vería terminado en vida) y Herrenchiemsee, de estilo barroco, construido en una isla lacustre, siguiendo el modelo suntuoso del palacio versallesco, aunque sin alcanzar las grandes proporciones de este. Destinados ambos a ser sus refugios privados en los que poder evadirse del mundo, con sus amplios jardines y suntuosas fuentes, el monarca bávaro se imaginaba a si mismo como un monarca absoluto, un nuevo Luis XIV.

Palacio de Linderhof en Oberammergau (Baviera).
Palacio de Herrenchiemsee en Herreninsel (Baviera).

Pero el que, sin ninguna duda puede, personificar como ningún otro la voluntad fantasiosa de Luis II de Baviera, ese es el castillo de Neuschwanstein («Nuevo cisne de piedra» en alemán). Siguiendo el estilo historicista de la época, esta idealización del mundo medieval es una composición de torres y muros, situada en la cumbre de una loma entre una espesa vegetación de pinos y abetos, rodeada de precipicios con imponentes vistas hacia las montañas y lagos vecinos, justo encima del palacio de Hohenschwangau. La voluntad expresa de Luis era convertirlo en un «escenario teatral habitable».

Castillo de Neuschwanstein en Baviera (Alemania).

Con un diseño de pura extravagancia, más estético que funcional, el propio rey Luis dirigió las obras, así como la decoración de sus interiores con lujosos ornamentos y continuas referencias a leyendas y personajes medievales, siendo una mezcolanza eléctrica de estilos artísticos (románico, gótico, bizantino). Con su característica silueta, su visión se podría asemejar a la de un cisne, siendo en conjunto un homenaje a la leyenda de Lohengrin, el Caballero del Cisne. Aunque no llegó a verlo terminado en vida, el castillo de Neuschwanstein fue su gran orgullo, siendo en la actualidad uno de los destinos turísticos más visitados de toda Alemania, sirviendo de inspiración para los célebres castillos de las películas animadas de Disney.

Lohengrin, el Caballero del Cisne. Detalle de Llegada de Lohengrin a Amberes. Obra de August von Heckel (1886).

Todos estos trabajos arquitectónicos, de simple excentricidad megalómana, dilapidaron los ingresos privados de la casa real. Dado que el estado bávaro no participó con ingresos propios en lo que no dejaban de ser meros caprichos de un monarca estrafalario, el rey se vio obligado a pedir cuantiosos prestamos financieros, endeudándose de forma considerable. De hecho, el palacio de Herrenchiemsee quedó sin completarse, dada la escasez de fondos. Aún así, la belleza y la magnificencia legadas a la posterioridad con estos suntuosos y extravagantes edificios hacen que la labor arquitectónica impulsada por Luis II de Baviera sean sin duda dignas de elogio.

Últimos años y misteriosa muerte

Los últimos años de la vida del rey Luis II de Baviera se desarrollaron en una soledad melancólica cada vez más pronunciada. El tiempo pasaba irremediablemente y las posibilidades de contraer matrimonio y tener una descendencia que asegurase la continuidad de su dinastía eran cada vez más remotas. A parte de su amistad con Wagner, que periódicamente regresaba a Baviera a estrenar nuevas obras operísticas, sólo hubo una persona en el mundo que pudo considerarse realmente cercana al rey bávaro, compartiendo sus valores e ideales fantásticos: su prima Isabel de Wittelsbach, la célebre Sissi, emperatriz de Austria.

La emperatriz Isabel de Wittelsbach, Sissi. Obra de Franz Xaver Winterhalter (1864).

Especialmente bella, culta y refinada, la romántica esposa del emperador Francisco José de Austria fue una de las figuras más simbólicas de aquel final de siglo. Amante de la naturaleza y la poesía y admiradora del mundo clásico, profundamente sensible y con un alma también muy atribulada por su tormentosa vida sentimental, la emperatriz Sissi era el perfecto complemento para Luis. Ambos primos se veían con frecuencia, apoyándose mutuamente en sus pesares, sintiéndose ambos una fascinación y un aprecio personal mutuos, aunque su relación nunca fue más allá, siendo siempre recatada.

A pesar de su cercanía, ni Wagner ni Sissi pudieron evitar que Luis llegase a unos extremos inasumibles. Hartos de la vida excéntrica y melancólica de su rey, los ministros del gobierno de Baviera decidieron incapacitarle para reinar. Las circunstancias de política exterior también se sumaron a esta decisión. Tras vencer de forma decisiva en las guerras contra Dinamarca (1864), Austria (1866) y Francia (1870), el reino de Prusia, de la mano de su canciller Otto von Bismarck, había emergido como el unificador del mundo germano, consumándose con la instauración del Imperio Alemán (II Reich) en enero de 1871.

Alemania en vísperas de la unificación (siglo XIX).

Totalmente incapaz de poder plantear algún contrapeso eficaz al expansionismo prusiano, Baviera se había mantenido como un espectador pasivo del proceso unificador, en la tónica de su rey embelesado. Aún siendo candidato a asumir el trono imperial, Luis II rechazó el ofrecimiento, siendo elegido en su lugar el rey Guillermo I de Prusia como káiser. Baviera continuó existiendo como un reino con identidad propia, manteniendo sus instituciones estatales y su ejército, pero totalmente subordinado al nuevo Reich. En suma, se convirtió en un estado federal más de la nueva Alemania y Luis II pasó a ser un monarca vasallo del káiser.

Retrato póstumo de Luis II de Baviera. Obra de Gabriel Schachinger (1887).

Esta situación del panorama internacional no hizo más que acrecentar el rechazo frontal del poder político de Baviera a su rey. Su decadencia psíquica y anímica iba unida a su evidente decadencia física. Había dejado de ser el joven y apuesto rey de ensueño de sus primeros tiempos, engordando considerablemente y adoptando un aspecto tétrico. Relacionado con compañías de cada vez peor calidad social, sufría ataques de furia cada vez más continuados, llegando al maltrato físico con sus sirvientes y criados. Tras un irregular dictamen médico, se le declaró oficialmente incapacitado el 10 de junio de 1886. Su tío, el príncipe Leopoldo, fue nombrado regente del reino en sustitución.

Sin intentar plantear resistencias al hecho consumado, o huir al extranjero, desde su atalaya de fantasía de Neuschwanstein fue escoltado hacia el castillo de Berg, en la ribera del lago Starnberg, donde fue recluido bajo vigilancia médica el 12 de junio. Al día siguiente de su reclusión, fue a pasear por los alrededores del lago, acompañado de su médico, el doctor Gudden. Esa noche, fueron encontrados los cadáveres de ambos flotando en la orilla. La autopsia reveló ahogamiento por parte del médico, y congestión cerebral para el rey, provocada por una fuerte agitación previa. Es posible que Luis sufriese un ataque de locura, ahogase al médico y después tuviera un colapso cerebral que le llevó a la muerte. Tenía cuarenta años de edad.

Cruz donde fue encontrado el cuerpo del rey Luis II de Baviera, en la orilla del lago Starnberg (Baviera).

Sea como sea, así llegó a su fin la vida de este pintoresco monarca alemán, llevándose con él los sueños de grandeza de una Baviera independiente. Fue sucedido en el trono por su hermano, el príncipe Otón, asumiendo el nombre de Otón I. También considerado como demente desde su juventud, viviría toda su vida recluido, manteniéndose el príncipe-regente Leopoldo como el gobernante de la moribunda monarquía bávara, el cual desaparecería, junto al II Reich, al término de la Primera Guerra Mundial (1918).

Bibliografía

-De Pourtalès, G. (1988). Luis II de Baviera o Hamlet, rey. Barcelona. Editorial Juventud.

-De Villena, L.A. (1998). Oro y locura sobre Baviera. Barcelona. Planeta.

-Grenville, J.A.S. (1984).  La Europa remodelada: 1848-1878. Madrid. Siglo XXI de España Editores. 

-Queralt del Hierro, M.P. (2003). Luis II de Baviera: «El Rey Loco» en Historia y vida, nº426, págs. 84-93.

Scroll al inicio