La maldición del rey Midas

La codicia del rey Midas es ampliamente conocida por sus tintes de tragedia griega. Su deseo de ser el monarca más rico de su tiempo al convertir en oro todo lo que tocaba le trajo, no obstante, dramáticas consecuencias. Aquí te contamos su historia.

El rey Midas. Fuente: mediometro

Midas, el «rey de reyes»

Según cuenta la leyenda, Midas, rey de Frigia (Asia Menor), era un hombre demasiado codicioso y poco inteligente. Un día, el sátiro Sileno (compañero del dios del vino Dioniso), llegó a las puertas de su palacio real. Se encontraba sediento y hambriento tras vagar erróneamente por la montaña durante varios días. Como buen anfitrión que era, Midas decidió acogerlo en su morada y proveerle de todo cuanto necesitaba. Sileno se quedó una semana en palacio y antes de partir, el rey decidió organizarle un gran banquete en su honor. Ante la esplendorosa acogida que le había brindado a su sátiro, el dios Dioniso consideró oportuno otorgar al rey de Frigia un deseo como muestra de su agradecimiento.

De repente los ojos de Midas brillaron de pura codicia. ¿Qué deseo debía pedirle a Dioniso? ¿Tal vez un carro decorado con gemas preciosas? ¿Acaso quinientas cabezas de ganado de la Arcadia? ¿O mejor cien caballos de las llanuras de Lidia? Todo era poco para el ambicioso rey, quien deseaba ser más rico y poderoso de lo que ya era. Su cabeza era una máquina pensante ante tantos y tantos deseos que se le iban ocurriendo. Pero debía decidirse pronto, si no quería ofender al dios del vino y quedarse sin su ansiado premio. Temeroso de lo que pudiese acontecer, Dioniso le advirtió de pensarse muy bien su deseo, pues se podían elegir muchas cosas y a veces no demasiado provechosas.

Pero parece ser que el insensato de Midas no captó esta idea demasiado bien, pues antes siquiera de que el dios pudiese terminar su alegato, el rey ya había tomado su decisión. Quería convertir en oro todo lo que tocara. Así sería más rico de lo que nunca hubiese podido imaginar, todos los demás gobernantes se plegarían ante su poder y sería reconocido como el rey de reyes. Midas no cabía en sí de júbilo: para su deleite todo lo que tocaban sus manos se convertía en el metal precioso. Sillas, mesas, vasos… hasta la misma ropa que llevaba puesta era de oro puro. Quién no desearía algo semejante, podría pensar hasta el último de los mortales. Pero como veremos a continuación, el regocijo de Midas no duró demasiado. Al tocar una rosa para oler su preciado aroma, esta quedó al instante desprovista de sus cualidades, pues ahora estaba hecha de oro. Aunque todavía aguardaban muchas sorpresas.

Después de tanto correr por su palacio aquí y allá como si fuera un niño cometiendo alguna travesura, Midas se encontraba exhausto. Además sus ropajes pensaban mucho más que antes, por lo que hubo de quitárselos. Por fin había llegado la hora de la comida. Fue aquí cuando comenzó la verdadera desdicha para Midas. Un criado le trajo un racimo de uvas servido en un plato, que al menor roce del rey, se convirtió en oro. Nada parecía importunarle hasta que se llevó el racimo de uvas a la boca. Como era fácil de suponer (menos para Midas), este también se transformó en el metal precioso. Pero, ¿acaso no era esto lo que él había deseado? Un poco sorprendido, el rey ordenó entonces que le sirvieran carne pero al tocarla tuvo el mismo efecto. Enfadado por este ‘pequeño’ contratiempo dio un empujón a su criado, que quedó convertido en una estatua de oro para su desgracia. Se había acabado la broma.

El rey Midas toca a su hija, la cual queda convertida en una estatua de oro. Ilustración de Walter Crane, 1893

El asustado rey corrió raudo a la cocina intentando llevarse algo de comer a la boca, pero cualquier alimento que osaba tocar se volvía de oro. Incluso el vino que trató de beber se volvía de metal líquido al contacto de sus labios. La alegría inicial se estaba convirtiendo en una absoluta desgracia. Impotente ante la situación, se dejó caer en el suelo llorando desconsoladamente. Al fin había comprendido el significado de las sabias palabras de Dioniso, que él no quiso escuchar. Pasaron los días y el hambre, la sed y la desesperación empezaron a hacerle mella. No podía comer ni beber nada, no lograba conciliar el sueño, y lo peor de todo, ni siquiera podía abrazar a sus seres queridos pues estos se convertían en estatuas inertes. Aun sus lágrimas caían pesadas sobre el suelo de oro. Sólo podía hacer una cosa: acudir a un oráculo y que le aconsejara como librarse del don (o más bien debiéramos decir maldición) que le había sido concedido.

El prudente oráculo conminó al monarca a bañarse en las aguas del río Pactolo para deshacerse de su perverso poder. El rey Midas cumplió obedientemente lo que le había mandado el oráculo, dejando el oro de su cuerpo en las aguas del citado río, que desde aquel entonces se dice que brilla por las pepitas del metal precioso. A su regreso a palacio, el soberano de Frigia decidió comportarse de forma más prudente por su propio bien. Todo volvió a su estado natural, para gran alivio suyo. Por otro lado, esta trágica experiencia le sirvió para detestar el oro con toda su alma. Pero a pesar de todo lo vivido anteriormente, todavía quedaría un episodio más donde Midas demostró su total falta de sentido común a la vez que sufrió sus trágicos efectos.

Midas y su transformación

Una vez curado de su maldición, Midas quiso ejercer de juez en una pugna entre dos dioses: Apolo y Pan. El dios Apolo había sido declarado como el más grande de todos los músicos pero Pan no quiso aceptar este injusto veredicto a su parecer, por lo que decidió desafiarlo en un duelo. Midas se ofreció imprudentemente para decidir quien sería el justo vencedor. Primero tocó el dios Apolo, cuya suprema melodía hizo enmudecer hasta el cántico de los pájaros. El siguiente turno correspondió a Pan, quien arrancó de su flauta un tono misterioso, discordante, melancólico que no hizo sino ahuyentar a las ardillas que corrieron a sus madrigueras. Fue entonces cuando Midas se dio cuenta (tarde como siempre) de que el dios perdedor la tomaría con el juez, en vez de con el ganador. A pesar de la extraordinaria maestría demostrada por Apolo, paradójicamente Midas concedió la corona de laurel a su oponente.

El rey Midas durante la competición entre los dioses Apolo y Pan. Fuente: Lavanguardia

Apolo se enfureció sobremanera a causa de la peculiar decisión de Midas, por lo que decidió concederle como ‘premio’ dos generosas orejas de burro. Cuál fue la sorpresa para el incauto rey, cuando notó como sus orejas crecían exponencialmente de tamaño y se cubrían de pelos. Para un gobernante como Midas no resultaba muy alentador ir por ahí mostrando su nueva y espeluznante adquisición. Intentó ocultar sus orejas con el sombrero más grande que encontró en su guardarropa pero en las ceremonias oficiales debía portar su corona por lo que no tenía escapatoria. Fue entonces cuando decidió dejarse crecer el pelo hasta que este fuera lo suficientemente espeso. No obstante, hubo un momento en el que no le quedó más remedio que recurrir a su peluquero si no quería parecer un hombre de la Prehistoria. A pesar de lo grotesco y divertido del espectáculo, dicho peluquero no hizo ningún comentario al respecto.

Sin embargo, el oscuro secreto de las orejas de burro de Midas se acabó haciendo insoportable para este pobre y humilde trabajador. Para librarse de esta carga tan pesada, fue al mismo río donde Midas se había deshecho de su maldición, cavó un pequeño hoyo y le susurró a la tierra que Midas tenía orejas de asno. Parecía que todo estaba bajo control, por lo que el peluquero marchó tranquilo a sus quehaceres. Pero entonces creció un cañaveral en ese lugar que al ser movido por la brisa, reveló el secreto de Midas a los cuatro vientos. Pronto todos los seres animados e inanimados de la zona conocieron la terrible verdad de Midas. Parece que el rey de reyes que siempre había pretendido ser Midas, tenía ciertos atributos físicos de los que avergonzarse. Hubiese sido mucho mejor para él no haberse inmiscuido en los asuntos de los dioses. Pero ya era demasiado tarde.

Reflexión final

El mito del rey Midas nos permite reflexionar acerca de la condición humana. El afán puro de poseer sin medir las consecuencias de nuestros actos, puede acarrearnos serios problemas como le ocurrió al desafortunado rey Midas poco después de verse cumplido su deseo. Posiblemente no exista en el imaginario popular mejor ejemplo de la codicia por la codicia, el deseo por el deseo, como en el caso de este rey. Esta legendaria historia nos enseña a cómo podemos convertirnos en esclavos de nuestros propios deseos. Aunque el posterior y sincero arrepentimiento de Midas nos aduce a pensar, sin embargo, que es posible enmendar nuestros errores si estamos plenamente convencidos de ello.

No obstante, otra inoportuna decisión del monarca le volvió a jugar una mala pasada, como fue la de intervenir en los asuntos que corresponden exclusivamente a los dioses. Su atrevimiento por querer ser el juez entre Apolo y Pan le conllevó un triste destino, fuera cual fuese su decisión final, ya que cualquiera de los dos contrincantes no hubiese aceptado su veredicto. El enfado del dios Apolo le ocasionó una total vergüenza para su persona. A pesar de los numerosos intentos por ocultar sus nuevos atributos, no le sirvió de gran cosa al orgulloso monarca. Por esta razón, siempre debemos reflexionar antes de tomar decisiones precipitadas que podrían conducirnos a un desenlace imprevisto.

La maldición del rey Midas. Fuente: Historiasdenuestrahistoria

Bibliografía:

Gual, G. C. (2020). Introducción a la mitología griega. Alianza editorial

Hard, R. (2004). El gran libro de la mitología griega. La Esfera de los Libros, S.L.

Schwab, G. Leyendas griegas. Editorial Taschen

Foto de portada de mediometro

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