Memorias de Felipe II (recordando a su padre)

Mi madre, Isabel, la Princesa de Portugal, la primera de las cuatro Isabeles que han jalonado mi vida, mi amor y mi tragedia, me hablaba siempre de él, sobre todo en sus ausencias, que eran habituales. Le llamaba siempre, delante de mí, el Emperador; los cortesanos, el César. Seguro que él lo fomentaba; quería, desde que me vio crecer y razonar, que yo fuera, en su día, el Rey. He tenido tiempo para estudiar su vida mejor que él mismo; en sus Memorias, que tengo junto a mí desde su muerte en Yuste, deja de advertir, alguna vez, aspectos esenciales. No enjuiciaré su vida en estas confidencias; el César ha gozado de excelentes cronistas, y yo tengo que contentarme con historiadores que van retrasados, como ese Zurita de Aragón, que dejó sus Anales en los días de mi bisabuelo el Católico. Desde mi infancia soñé con emular a mi padre; pero bien pronto comprendí que tendría que hacerlo por caminos enteramente distintos.

Y ojalá tuviera yo la confianza en mi hijo que mi padre tenía, al morir, en mí; porque llegó a conocerme tanto como yo a él.

Yo hube de ir a Europa desde el corazón de España; él era un europeo que vino a España en 1517, diez años antes de yo nacer, sin más idea que hacer de Castilla -no comprendía al principio lo que era España aunque fue el primer rey que se llamó de España- una plataforma para sus ambiciones imperiales en Europa. Me enseñó, con sus conversaciones, con sus instrucciones y sobre todo con su ejemplo, algo que había alumbrado en nuestra familia su abuela Isabel de Castilla: una idea del mundo. Quiso realizarla por la conjunción de sus cuatro herencias, el patrimonio más alto que jamás recibiera hombre alguno antes que él: la de su abuelo Maximiliano de Austria, con los derechos y la vocación al Imperio; la de su abuela María, el reino de Carlos el Temerario de Borgoña a los Países Bajos; la Corona de Aragón del rey Fernando, con Sicilia, Cerdeña, Nápoles y la vocación italiana; y la Corona de Castilla, que Isabel había prolongado por el océano hasta las Indias. Yo recibí tres de esas cuatro herencias, aunque reservó a su hermano Fernando el Imperio, quizá porque le creía aún más español que yo. Mi padre corrió por toda Europa tras su idea; le he contado, sobre sus notas, quinientos días en campaña, doscientas noches en la mar, y tres mil doscientas camas diferentes para un reposo tan intenso como breve. Para mantener mis tres herencias, que yo he defendido, consolidado y acrecentado, hube de seguir, al principio, los mismos caminos; y otros más difíciles, porque mi padre no estuvo jamás en Inglaterra. Pero fue precisamente en Inglaterra donde comprendí que mis reinos, y mi idea, no se podían defender ni menos gobernar en perpetuo vaivén. Y en el corazón de Francia, junto a San Quintín, supe desde dónde tendría que ejercer esa defensa y ese gobierno.

Yo he nacido y vivido español y jamás he querido ser otra cosa, por más que fui Rey de Nápoles y Rey de Inglaterra antes que Rey de España. Mi padre, cuya primera corona fue la de España, tardó cinco años en hacerla suya; en hacerse español. Cuando desembarcó junto a Villaviciosa de Asturias en 1517 apenas chapurreaba nuestra lengua. Sus primeras actuaciones, o mejor inhibiciones, resultaron catastróficas. Dejó hacer a sus consejeros flamencos, que se dedicaron a esquilmar a los españoles. Se vendían los cargos; desaparecieron las monedas de oro, sobre todo los ducados de a dos, que anduvieron en coplas. Al año de su llegada, en las Cortes de Valladolid, aquellos altivos procuradores le rogaron, respetuosamente, que se comportara como un Rey de España y sobre todo como un español. Conservaban sin embargo la fidelidad a la Corona de los Reyes Católicos; recordaban el ensueño europeo de otro Rey de Castilla, el Sabio, que había sido el primero en hablar oficialmente de España cuando éramos cinco reinos; y le ofrecieron las garantías que le permitieron disponer de los créditos que le habían ofrecido sus banqueros de Augsburgo. Así pudo sobornar a dos electores recalcitrantes que le permitieron, en junio de 1519, acceder a la corona del Imperio.

Pero las Cortes reunidas en Santiago algo menos de un año después repitieron, con cierto sarcasmo, el memorial de agravios ofrecido en Toledo. Algo se ablandaron los procuradores al comprobar los progresos de mi padre en el castellano, sobre todo cuando se refirió a sus banqueros Fugger como los Fúcar, que decían los españoles. Y más aún cuando prometió solemnemente que España, así, España, sería el corazón de su Imperio. Creyeron entonces que era cortesía flamenca; pero mi padre ya había adivinado a España, y había empeñado así su palabra de Rey. Como pese a todo le regateaban el subsidio, trasladó las Cortes a La Coruña, que con el mar delante permitía una vista más larga. Logrado su propósito zarpó hacia el Imperio y dejó por regente a un flamenco comprensivo y honesto: el cardenal Adriano de Utrecht.

Cuando mi padre llegó a territorio imperial se encontró con la mayor convulsión en la historia de la Cristiandad: la rebeldía de Lutero. Los españoles, muy sensibles ante las noticias de la herejía, empezaban a comprender desde lejos a su joven Rey, porque la Iglesia, que aquí es quien hace y difunde opinión, iba contando cómo el nuevo Emperador se enfrentaba a la herejía, que a su llegada no lo era aún; el Papa condenaba sus proposiciones pero silenciaba su nombre. Lutero replicó con una carta blasfema al Papa en que calificaba a la Iglesia como cueva de asesinos, madriguera de malvados, peor que todas las guaridas de criminales; y lamento que el primero de mis papeles que utilizo en estos recuerdos sea el que corrobora exactamente tan impúdica aberración. Se supo con emoción en España que cuando mi padre conoció la Bula condenatoria mandó quemar inmediatamente los escritos de Lutero en toda Alemania; pese a lo cual permitió que se le convocara, para sincerarse, a la Dieta de Worms que se inauguraba en febrero del año siguiente, en vista de que las doctrinas del rebelde se propagaban como el rayo por todo el Imperio.

Desgraciadamente mi padre, que arrojaba sin vacilar su corona y su espada en defensa de la Iglesia como primer acto de su misión imperial, no recibió de la católica España en aquellos momentos gravísimos el apoyo que merecía y esperaba, sino el anuncio de una nueva rebelión de imprevisibles consecuencias. A poco de zarpar de La Coruña, los comuneros se alzaron contra él en Castilla y luego los agermanados en Valencia y en Mallorca. Cierto que los abusos de la primera Corte flamenca suscitaron la indignación general; pero la serenidad castellana tenía ya pruebas de cambio con las manifestaciones del Rey en Galicia, y con las primeras medidas del cardenal Adriano. Por eso sospecho, después de mi terrible experiencia con una Mendoza, que todo aquello hubo de atizarlo otra dama de la misma familia, que aprovechó el disgusto de las ciudades por ver al Rey tan encelado con Europa, y disimuló con el toque de rebato por las libertades la ambición desbordante que infundió a su marido Juan de Padilla, el regidor de Toledo. Al principio parecía que toda Castilla se alzaba contra su Rey; pero pronto los rebeldes se quedaron solos. Ni Andalucía, ni Galicia, ni las fuentes de Castilla -la Rioja, Burgos, la Montaña- siguieron a las ciudades sublevadas. Casi toda la nobleza levantó banderas y mesnadas por el Rey; ya no le llamaban Emperador. Y mi padre, bien informado por Adriano, le nombró dos corregentes de Castilla que suscitaron la vergüenza de los traidores y reavivaron la lealtad del pueblo.

Yo creo que, en el peor momento de la revuelta, mi abuela Juana, en su locura, salvó a España. Los comuneros, dueños de la Castilla central desde Madrid y Toledo, entraron en Tordesillas y proclamaron reina efectiva a quien lo había sido legítima, mi abuela Juana. Pero ella fue fiel a su hijo más que a sí misma; y les rompió los decretos en la cara.

En Castilla no se puede guardar un secreto y antes de una semana lo supo todo el mundo. Allí terminó realmente la rebelión.

La nobleza estaba con nosotros, y la Iglesia se encargo de recordar al pueblo su deber, cuando llegaron a España, desde finales de febrero de 1521, noticias sobre la firmísima actitud del Emperador frente a Lutero en la Dieta de Worms, en la que el hereje, fiado en la palabra de mi padre, se presentó por fin a mediados de abril. Cuando la mirada fría del

Emperador rubricaba la intimación de la Dieta a que reconociera sus errores, Lutero tembló por primera vez desde la proclamación de su rebeldía. Mi padre y él supieron que en ese momento comenzaba una guerra a muerte por el dominio espiritual y político de Europa. Lutero, que se negó a retractarse, huyó como una rata gracias al salvoconducto imperial. Pero justo una semana después de la confrontación entre Lutero y mi padre las tropas leales deshicieron en Villalar el sueño de los comuneros, cuyos hombres, abrumados por su traición, se habían negado a luchar contra la sombra lejana de su Rey.

Al año siguiente regresó mi padre a Castilla y en el documento en que concedía el perdón a los comuneros quiso insertar personalmente una expresión que fue desde entonces cifra de su conducta como lo ha sido de la mía: poder real absoluto. Cientos de veces me insistió mi padre, aun cuando por mi niñez apenas lograba entenderle, en que poder absoluto no significa poder arbitrario; que ese poder habría de ser compartido con los consejos que él estableció y reorganizó; pero que a la postre la decisión habría de ser sólo nuestra, en la soledad de nuestro poder total. Esto me lo enseñaría con su ejemplo tanto como con las palabras, que fueron constantes.

Desde el mes de julio de 1522 al de octubre de 1529 el Emperador no salió de España. Nunca en toda su vida permaneció tanto tiempo en uno solo de sus reinos. Sofocó los rescoldos de la rebelión en Castilla, que se le entregó sin reservas; algo más le costó liquidar las Germanías de Valencia y de Mallorca, que se habían alzado más contra los nobles que contra él. Pero esos años de España cambiaron y orientaron para siempre su vida. Se hizo español; y logró que España, cerrada hasta entonces sobre sí misma -salvo su desangre por el océano , se sintiera europea. Quería una España entera, con Portugal en su seno, como los grandes poetas portugueses que se sentían España. Todas las princesas de Europa se rendían ante su trono, y él escogió a la más bella de todas, que era española y portuguesa a la vez, mi madre, Isabel. Se rodeó de consejeros españoles elegidos por su competencia más que por su sangre: Cobos, Guevara, Valdés, y compensó de este modo el abatimiento de las ciudades y los hidalgos por su complicidad en la rebelión comunera. Quiso tener y criar aquí a sus hijos; más por convicción propia que por ruego -que fue insistente de las Cortes. En las de Valladolid, que presidió pocos meses después de su retorno, reconoció, desde su triunfo en la guerra civil, sus pasados errores y prometió enmendarlos; los procuradores se le rindieron ante semejante magnanimidad. Reformó y estableció allí, definitivamente, el sistema de gobierno por consejos, que despachaban los asuntos antes de someterlos a su firma. Un año después ya se expresaba perfectamente en castellano. Pero al sentirse cada vez más Rey de España, no por eso pretendió simplemente retornar al pasado. Empezó a pensar en España como base espiritual y material de su designio europeo; de su estrategia universal. Y durante esos largos años de España adivinó lo que iban a significar para él las nuevas Españas del océano, las Indias; como horizonte universal y como fuente inagotable de recursos. Allí se disponían sus hombres de Castilla a ganarle más reinos de los que la Cristiandad, más que el Imperio, iban a perder en la Europa rebelde. Pero para lograr su misión necesitaba conectar a España con Europa de forma definitiva; por eso abrió a Europa todas las ventanas de España, y supo combinar el humanismo europeo de su más admirado amigo, Alfonso de Valdés, con la fiel austeridad española, un tanto cerrada, de su secretario Francisco de los Cobos.

En aquellos años tropezó también con su más persistente obstáculo para sus designios: el reino de Francia, que desde entonces se convirtió en la principal preocupación de mi padre, como después en la mía. Francia, anclada en otros tiempos, había llegado tarde al nuestro, pero su inmensa riqueza, su vitalidad sorprendente y el vigor insospechado de su Corona se interponía, durante todo el siglo, entre nosotros en España y en Europa. Quisiera dejar bien sentado desde el comienzo de mis confesiones que si el gran objetivo intermedio de mi padre fue el aislamiento de Francia, en cambio para mí la gran preocupación, la mayor obsesión de toda mi vida fue la salvación de Francia, que estuvo a punto de perderse con el rey hereje de una dinastía enemiga nata de España: la Casa de Borbón. Dediqué mis últimas fuerzas a la salvación de Francia, forcé la conversión de los Borbones y mantuve a Francia en el seno de la Iglesia. No me lo reconocerán jamás; pero en ello cifro mi mayor gloria.

Francia había aprovechado alevosamente la revuelta comunera y la ausencia del Emperador para intentar la recuperación de Navarra, anexionada a España por mi bisabuelo Fernando el Católico. Vascos y navarros, que siempre me fueron fieles, lograron resistir, como me contó detenidamente Francisco de Borja, el duque de Gandía, que se lo había oído varias veces a nuestro capitán que defendió, hasta su gravísima herida, el castillo de Pamplona, Íñigo de Loyola. Fracasado en Navarra, Francisco I de Francia quiso disputar a mi padre el dominio de Italia, que era la peana del Imperio. Estaba yo a punto de venir al mundo cuando el ejército imperial maniobró contra el de Francia, dirigido por el propio rey Francisco, en los campos de Lombardía. Esta fue la primera lección de arte militar que oí a mi padre en mi primera infancia; cuando confiaba en hacer de mí, por encima de todo, un soldado, como era él. Los franceses se creían más modernos que nadie con su combinación brillantísima de una caballería pesada, mucho más lujosa que eficaz, y la mejor artillería del mundo. Los maestres de campo que mandaban las tropas españolas en Italia convencieron a los imperiales y resucitaron la idea, dormida durante varios años, que había dado sus victorias a Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán; aligeraron la caballería y encomendaron el esfuerzo principal a una infantería móvil, apoyada en una concentración jamás vista de arcabuceros. Las armas de fuego y la movilidad de nuestras tropas desconcertaron a los franceses, que ni siquiera llegaron a disparar sus preciosos cañones. Ése fue el secreto de nuestra victoria de Pavía en 1525, que nos entregó prisionero al rey de Francia, a quien mi padre encerró en una torre de Madrid. Centro de comunicaciones para la rebelión comunera, centro internacional después de la victoria en Italia, este Madrid pequeño y sanísimo se iba imponiendo como un símbolo para la Castilla Nueva que quería mi padre edificar fuera de las murallas tradicionales que nos habían traicionado en la revuelta de las Comunidades. Por aquellos años mi padre pensaba en alzar esa nueva Castilla desde dos puntales seguros: Sevilla, abierta al océano; y Madrid, donde confluían todos los caminos de España. Yo completé el diseño con Lisboa, y sigo creyendo que nadie será capaz de resistir en todo el mundo al poder de este triángulo hispánico.

En fin, que con la Cristiandad firmemente defendida en el Imperio, y la promesa del rey de Francia, firmada en Madrid al comenzar el año 1526, de renunciar para siempre a Italia, el Emperador se consagró a su principal deber en la tierra: crear y consolidar, desde España, su propia dinastía.

Por ruego suyo, todos los conventos de España pidieron al Cielo un heredero digno de tantos reinos. La plegaria de todo un pueblo fue escuchada, y Dios me llamó al mundo.

Extraído del libro Yo, Felipe II de Ricardo de la Cierva.

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