La naturalización de la desgracia

Vivimos en la era de la información, y esta afirmación no resulta nada novedosa (consecuentemente). Todos nos enteramos de todo al instante a través de los distintos medios de comunicación. Sobre todo dada la actual preponderancia de los medios digitales.

La inmediatez de las noticias que en algún momento fue la novedad de la radio y la televisión, hoy se encuentra incluso más acelerada. Hasta el punto de que a veces se transmiten hechos noticiosos que al poco tiempo acaban desmintiéndose o corrigiéndose, consecuencia de darle más importancia a la primicia que a la pericia y al chequeo de fuentes y de información.

Ahora bien, esta densa nube de información en la que estamos inmersos constantemente debe ser generada en primera instancia por los medios, a través de un proceso multifactorial. En él convergen emisores, receptores -y, en los últimos años, prosumidores, políticas comunicacionales y de mercado (porque el producto comunicacional no deja de ser un producto comercial cuyo fin es ser consumido -aunque esto suele tener menos relevancia en los medios de la esfera pública-), y la conformación de la agenda periodística, solo por nombrar algunos factores.

Más allá de todo esto, esta nube constituye un reflejo de la realidad, o al menos de una parte de ella. Una realidad a veces exagerada, otras veces mostrada por partes, pero una realidad al fin.

Y es que hay hechos que ocurren en el mundo y no podemos negarlos. No podemos negar que hay gente muriendo constantemente a causa de la guerra y el hambre, que son resultado de decisiones políticas que no deberían ponderarse por las vidas humanas, aunque obviamente en la práctica no acaba siendo así. No podemos negar que hay funcionarios públicos elegidos (casi siempre) por el voto popular que se hunden en la codicia y la corrupción, y se constituyen así en delincuentes tal y como los que los ciudadanos de clase media buscan suprimir exigiendo control y represión policial al estado, con la diferencia de que, en este caso, estos señores de traje y corbata roban de los bolsillos de todos y cada uno de los ciudadanos.

Cotidianamente, mientras preparamos nuestro almuerzo o aseamos nuestro hogar, escuchamos de fondo este tipo de informaciones. Y en ocasiones nos producirá asombro o rabia y dejaremos por un segundo lo que estemos haciendo para comprobar que lo que estamos oyendo es real, acercándonos al televisor para percibir detalles o exigir explicaciones. Pero las explicaciones nunca llegan.

Estas cosas siguen ocurriendo y el oírlas cada vez nos produce menos sorpresa o indignación. Con el tiempo todo se vuelve común y pareciera que es lo mismo enterarse de que un equipo de fútbol ganó, o que un país de oriente fue bombardeado. O que es lo mismo oír que un cantante internacional se presentará a estadio lleno, o que el caso del sacerdote con conductas sexuales abusivas fue sobreseído. Pero no es todo lo mismo. Puede que sea presentado todo en el mismo paquete, uno tras otro y todo mezclado, pero no es lo mismo.

No es correcto acostumbrarse a estos hechos, ya que no porque sean o parezcan comunes, significa que tengamos que naturalizarlosComún no es lo mismo que normal.

Acostumbrarnos a estos acontecimientos en el mundo sería como tirar lo último de empatía que nos queda a la basura y hundirnos como sociedad en la desidia y la decadencia.

Esta constante catarata de informaciones no debe convencernos de que si ocurre comúnmente, entonces está bien. Si estos acontecimientos chocan contra nuestra naturaleza, si nos indignan o repugnan, es lo natural. Lo antinatural sería olvidarnos de nuestros valores y nuestra identidad solo porque “nos parezca que el mundo nunca va a cambiar”.

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