Decía Pío Baroja en 1919 que “respecto a lo que llaman tradición están nuestros nacionalistas dentro de una actividad mixtificadora. Se inventan tradiciones como antes se inventaban reyes de Navarra, de Castilla y Decretales de Pontífices”, para justificar privilegios (Momentum catastrophicum, p. 49). No era una novedad, como reconoce en el texto y recalcó en otra ocasión: “Los vascos son tan tradicionalistas, que a veces saben lo que hicieron sus padres, pero nunca lo que hicieron sus abuelos” (La leyenda de Jaun de Alzate, p. 168). Miguel de Unamuno pensaba lo mismo, pero señaló que era una práctica universal: “Cuando un pueblo carece de tradiciones y leyendas, no falta quien las invente, para luego atribuírselas al pueblo; y esto ha sucedido en el país vasco” (La raza vasca y el vascuence, p. 40). El fenómeno se agudiza con el nacionalismo, pues como ha señalado uno de los mayores especialistas en esa ideología, que también es un sentimiento, Eric J. Hobsbawm. “el nacionalismo en sí mismo es hostil a las verdaderas costumbres del pasado o se alza sobre sus ruinas” (Naciones y nacionalismo desde 1780, p. 179). Y sabía de lo que hablaba, pues, con Terence Ranger, lo demostró por extenso en La invención de la tradición (para el caso vasco, v. Jon Juaristi, El linaje de Aitor: La invención de la tradición vasca). Y es que, como concluyó Ernest Gellner, “el nacionalismo no es lo que parece, pero sobre todo no es lo que a él le parece ser. […] Hablando en términos generales, la ideología nacionalista está infestada de falsa conciencia. Sus mitos trastocan la realidad: dice defender la cultura popular, pero de hecho forja una cultura desarrollada; dice proteger a una antigua sociedad popular, pero de hecho ayuda a levantar una anónima sociedad de masas […]. Predica y defiende la diversidad cultural, pero de hecho impone la homogeneidad […]. La imagen que de sí mismo tiene y su verdadera naturaleza se relacionan de forma inversa y con una perfección irónica que pocas veces se ha visto, siquiera en otras ideologías triunfantes” (Naciones y Nacionalismo, pp. 81 y 161).
El nacionalismo vasco no es diferente, sino un caso ejemplar. Y tiene una muestra magnífica de falsificación en el Olenchero, una especie de versión aldeana de Papa Noel, fabricado, al parecer, en las ikastolas de Guipúzcoa durante la II República, que no se extendió mucho hasta los años ochenta del pasado siglo, constituyendo un ejemplo más de lo que decía Pío Baroja: los niños de hoy reciben regalos de un personaje que sus padres desconocieron.
En el mejor de los casos, se trata de una mistificación de un rito pagano, pero cristianizado, relacionado con el solsticio de invierno, que nada tenía que ver con un personaje generoso que hubiera hecho del reparto de regalos la razón de su existencia. Es más: muchas veces el Olentzero era una especie de coco o sacamantecas, usado para asustar a los niños. Asimismo, es un ejemplo de la sinécdoque, de convertir algo local o comarcal en un fenómeno nacional. que caracteriza también a los nacionalismos, pues “el área de difusión de la fiesta y creencias ligadas al personaje es muy pequeña: ocupa el E. de la provincia de Guipúzcoa y parte de la costa, hasta Zarauz. En Navarra parte de la cuenca del Bidasoa y sus afluentes, con mutaciones y excepciones, y los valles de Larraun y Araquil” (Julio Caro Baroja, “«Olentzaro». La fiesta del solsticio de invierno en Guipúzcoa oriental y en algunas localidades de la montaña de Navarra”, ahora en Sobre la religión antigua y el calendario del pueblo vasco, p. 103). La mayor parte de este territorio formó parte del obispado de Bayona hasta la segunda mitad del siglo XVI, lo que probablemente explica el nombre “Olentzero”, que también significa “el día de Nochebuena”, pues debe estar relacionado con las Oleries francesas, fiesta de la Expectación celebrada en la semana anterior a la Navidad con la recitación de las Antífonas mayores, que comenzaban todas con O (y que en España han dado lugar a la Virgen de la O).
Pese a la pequeñez del territorio del Olentzero, la tradición, que tiene muchos elementos en común con otras de España y Europa, presenta variantes bastante diversas, como se observa en las diferencias de los nombres (“Olentzero”, “Olentzaro”, “Orentzero”, “Onentzaro”, “Orentzago”, “Orontzaro”, “Oranzaro”, “Onontzaro”, “Oranzaro”). Generalmente era considerado un ser terrible, que daba miedo, pero también como un individuo grotesco con carácter burlesco o con un carácter dulce (por influencia del cristianismo); de hecho, a principios del siglo pasado, según los lugares, era representado por un niño, un mozo (generalmente, feo), un monigote o un tronco. Pese a sus numerosas variantes, Julio Caro Baroja se atrevió a definirlo así: “Gigante que se cree que baja a los hogares en la Nochebuena, a las doce en punto, para calentarse con el tronco que arde en el hogar aquel día. Dicen que tiene los ojos sanguinolentos, rojos, y tantos como días tiene el año, más uno. Es carbonero de profesión, lleva la cara tiznada y una hoz en la mano. A veces se le representa por un maniquí de paja, que luego es quemado, y se le atribuye un carácter medio terrorífico, medio grotesco” (op. cit., pp. 117-118). También estaba bastante extendida la idea de que Olentzero es un personaje corto de entendimiento, gordo, glotón y borrachín, como recogen canciones actuales (una botella de vino medio vacía figura en los muñecos que le representan, que se han difundido mucho):
Olentzero cabezón
tan sabio
ayer por la tarde se bebió
un montón de litros de vino.
¡Ay, menudo tripón!
la, lara, lara
¡Ay, menudo tripón!
lara, larala, laralala.
Por eso, para convertirlo en un competidor de los Reyes Magos o Papá Noel, el personaje, que se presentaba con la cara sucia, tiznada por hollín, ha tenido que ser progresivamente tuneado, aunque todavía se queda lejos del glamour de aquellos personajes, incluso en Bilbao donde se le ha dotado de un elegante chaleco y una barba que recuerda a la del rey Melchor.
El Olenchero no es una tradición inventada más. Es también una tradición inventada que se reinventa a conveniencia para dar satisfacción a nuevos propósitos. Así, en las celebraciones con más presupuesto se han añadido, a modo de pajes, los galchagorris, unos pequeños duendes a los que se ha sacado de su ostracismo para dar más empaque a la procesión del Olenchero. Y, sobre todo, se le ha dado una compañera, Mari Domingi, aparecida por primera vez en San Sebastián en 1994 (otra aportación más, al parecer, de las ikastolas). Hasta entonces ese ser sólo había aparecido en una antigua canción corta, recopilada a principios del siglo XX por Resurrección María de Azcue. Y lo único que se sabía de ella, aparte del nombre, es que se la invitaba a ir a Belén para adorar al niño Jesús con la condición de que se despojara de una falda vieja (ni siquiera se conoce si aceptó la propuesta).
La aparición de este personaje no provocó ninguna sorpresa, mucho menos entre los niños (me imagino el desconcierto que produciría la presencia repentina de unas señoras al lado de los Reyes Magos). Así de rápido se fraguan las tradiciones en el País Vasco nacionalista. En este caso de ingeniería social, se trataba también de hacer del Olenchero un personaje políticamente correcto, dando “un mayor equilibrio en cuestión de género en la representación tradicional de la Navidad vasca” (Wikipedia, el subrayado es mío). Hay quienes lo ven de distinta manera, estas tradiciones no serían obra de ingenieros sociales, sino del pueblo: “Aunque nos parezca mentira, el pueblo, que normalmente es sabio, ha ido cambiando y adaptando desde hace mucho tiempo Olentzero a las necesidades de esa sociedad” (Edu Iriondo González, “Olentzero en Mungía”, p. 166). Y eso que el autor, que ha sido protagonista en la creación de la casa del Olenchero en Munguía, es consciente de la instrumentalización del carbonero, con la que está de acuerdo para que se convierta en una “referencia nacional” (ibid). Salta a la vista que las tradiciones de los Reyes Magos, Papá Noel, San Nicolás o Santa Claus no tienen un origen político.
Si el objetivo de la forzada introducción de Mari Domingi era la de visibilizar a la mujer, el resultado es muy decepcionante. Mari Domingi no hace nada. Se comporta como una mujer-objeto. Simplemente está, forma parte del paisaje, como dijo Xabier Arzalluz de Fernando Buesa después de su asesinato. Pero está vestida con un traje regional, vagamente inspirado en los comienzos de la Edad Moderna, con un tocado corniforme, incapaz de sexualizar su figura, que suele ser la de una belleza no normativa (en 1587, Gabriel de Minut, en su obra De la Beauté, un libro de carácter moral, escribía a propósito de las mujeres de Bayona que éstas portaban un miembro viril sobre su cabeza). Con eso sí se consigue el objetivo nacionalista, que, realmente, es el fundamental. Aunque ese tocado no tenga nada de vasco, como cree el común, pues fue una moda del final de la Edad Media, que sorprendió al séquito de Carlos V cuando desembarcó en Asturias en 1517: “parecía que llevasen sobre sus cabezas fárragos o canutos, o, hablando más entendida y honestamente, esas cosas con que los hombres hacen los niños” (Laurent Vital, Relación del primer viaje de Carlos V a España, p. 143).
Y eso que con Mari Domingi lo tenían fácil al ser un folio en blanco. Y, sin embargo, se sigue sin saber nada. Esposa del Olenchero escribió alguien en el Deia, el periódico del PNV. Otros la presentan como compañera del carbonero. Cohabita con él, en la casa del Olenchero, que han construido en Mungía. Pero no sabemos si es su hermana, una criada, una amiga o una golfa.
En el caso del Olenchero, ha habido que superar muchas dificultades para convertirlo en un competidor de los Reyes Magos. Así se le ha aseado más o menos y poco a poco, según los lugares. Pero el éxito se ha debido, sobre todo, a la predisposición del público. Así, por ejemplo, un problema es que hubiera que quemarlo después de la procesión, lo que con el Olentzero era un ajusticiamiento. Los niños no se preguntan por qué hay que terminar quemando al Olenchero, si es un ser tan bueno. No son como Laocoonte, al que no conocen ni conocerán en su inmensa mayoría, que temía a los Dánaos aunque vinieran con ofrendas. Aceptarían regalos incluso de tito Adolfo, si los nazis impusieran la tradición correspondiente (que me aterra pensar que sería mucho más vistosa, habida cuenta de los uniformes de cuero que gastaba el séquito del Führer). En todo caso, ya se sabe que hay tres tipos de desagradecidos: los que no agradecen el favor; los que pretenden cobrarlo; y los que se vengan (los creyentes del Olenchero deben ser de este último tipo). Habida cuenta de la facilidad que ha habido para superar las dificultades, no es descartable que en fecha próxima se añada alguien no binario, por aquello de la visibilización y por acercar más la tradición a la trinidad de sus majestades de Oriente. Al parecer, ahora el empeño se centra en sustituir al ratoncito Pérez, no por ser un animal dañino, sino por el apellido (que en el País Vasco data de la Edad Media); la alternativa es Mari Teleitako, una simpática mariquita que ya tiene sitio en el parque temático del Olenchero que se ha construido en Munguía.
Ciertamente, la informalidad del Olenchero presenta ventajas; permite festejarlo con bajos presupuestos. Así en Las Arenas, que es el caso que conozco, el carbonero llega a la plaza del Puente Colgante. No lo hace en barco, pues no tendría sentido que lo hiciera procediendo de la montañas de la Euskadi más profunda. Ataviado desde casa, con una boina en la que aparece el mapa del País Vasco de los siete territorios pintado con la Ikurriña, viene por la calle, como un trabajador más que va a chapar. Lo mismo hace Mari Domingi, que cuando llega a la plaza se sitúa de pie tras el Olenchero sentado, que atiende a los pocos niños que han ido al evento anunciado por el ayuntamiento. Luego, acabado el curro, con la quema de un monigote sin ningún encanto, se marchará con sus amigos a un poteo popular, sin importarle el estupor que puede despertar entre los niños que han visto como era consumido por las llamas (que en una ocasión se encendieron con el mechero que yo llevaba, lo que aclaro para mostrar la informalidad con que se procede). Para entonces, Mari Domingi se habrá marchado ya, discretamente.
Lo que queda entonces es el olor de la mierda y de los orines de los bueyes, estacionados en una esquina de la plaza donde se ha quemado el grotesco muñeco, durante casi toda la jornada, de la que únicamente han salido para tirar del carro que lleva al Olenchero y su acompañante en la procesión, que por eso, nunca podrá ser una cabalgata. Se dirá que también los camellos dejan lo suyo. Pero no es lo mismo, ni siquiera en tamaño. Las deposiciones de los camellos se tienen por bendición entre beduinos, que las recogen con delicadeza, dado que sirven de combustible. Es más: en casos de necesidad, esa mala consejera, aprovechan los dátiles que asoman entre las deyecciones.
El Olenchero, pues, no es una recuperación de una tradición que habría sido sustituida por la de los Reyes Magos de origen español. Es una invención nacionalista, con propósitos políticos. Dados esos orígenes, no resulta extraño que la figura haya sido instrumentalizada en favor de los presos por terrorismo, en carteles o paseándolo entre rejas.
Producto nacionalista, el Olenchero es la imagen viva del nacionalismo vasco: ingeniería social elaborada por las dos facies principales, la aldeana y la cutre. También refleja claramente su artificiosidad. En los países normales, los benefactores que traen los regalos navideños son extranjeros que vienen de oriente o del norte, e, incluso de España, como sucede en Holanda con San Nicolás, cuyos pajes se llaman “pedritos” (a los holandeses ese país se les antojaba maravilloso, con sus naranjas). No necesitan instrumentalizar las Navidades para afirmar su identidad. En los países de diseño, todo debe ser de allí.
En el éxito del Olenchero, como el de Papá Noel en otras partes de España, también cabe apuntar la fecha de su celebración, el 24 de diciembre, que permite disfrutar de los juguetes a lo largo de las Navidades. Ahora bien, son los Reyes Magos los que permiten que las vacaciones navideñas, a diferencia de la mayoría de los países que celebran esas festividades, duren tanto. Y sus regalos, por lo tardío de la fecha, también pueden durar más. Así que, al final, los niños han salido ganando al doblarse los días en que reciben obsequios navideños (los que no celebran el Olenchero, que no ha conseguido la exclusividad de los Reyes Magos, los reciben de Papá Noel e, incluso, el Niño Jesús). Dependiendo de las familias, serán más importantes los de un día u otro.
El éxito del Olenchero ha propiciado imitaciones. En Galicia se está promocionando al Apalpador, un campesino cuyo nombre proviene de su inclinación para tocar los vientres de los niños (también se le conoce como “Apalpabarrigas”). Una canción, lógicamente moderna, lo cuenta así:
“Vete corriendo mi niñito,
vete ahora a la camita.
Que va a venir el Apalpador
a palparte a cousiña” (barriguita).
Con ese propósito, se pide a los padres que, a riesgo de pulmonías, dejen abiertas las ventanas de los cuartos de los niños la noche del 24 de diciembre para que el Apalpador sacie a oscuras su afición a palpar vientres, pese al riesgo de que, esas condiciones, se produzcan torpes tocamientos, por muy buena que sea la intención del extraño.
En Asturias, con un nacionalismo creciente, se promociona al Anguleru, un pescador más aseado que el Apalpador, que todavía recuerda el aspecto asilvestrado de los primeros olencheros. En este caso, el wokismo ha introducido una dimensión ecologista, pues “promueve el cuidado de la naturaleza, ya que se desplaza en una chalana por los ríos de la región para llegar a todas las casas y, si los ríos están sucios, no puede transportarse para cumplir con su cometido” (MiGijón, 18/12/2024). En la misma línea, también se le ha añadido, compañía femenina, que, al parecer, el Apalpador no necesita: Lolina, una rulera.
En Cataluña están promocionando el Tió de Nadal (“tronco de Navidad”), un defecador de pequeños regalos (grandes no caben en lo que se supone que es un tronco) a golpe y tentieso, mientras se le canta una canción como ésta: “Caga, tió/ almendras y turrón/ no cagues arenques/que son demasiado salados/caga turrones/ que están más ricos/ caga tió/ almendras y turrón/ si no quieres cagar/te daré un bastonazo/ ¡Caga, tió!”. Una práctica acorde con el gusto catalán por la escatología, que tiene otra expresión navideña en la popular figura del caganer. La afición ha llegado a tal extremo que los hay de tamaño enorme, utilizados como reclamo en centros comerciales, con un proporcionado culo al aire sobre una deposición grandiosa.
Puestos a inventar con completa libertad hechos diferenciales, cabría pensar, para justificarlos, en idear unos que superaran lo que se tiene. Pero, hasta ahora, la realidad es que ni siquiera se han acercado al glamour que presentan los Reyes Magos o Papá Noel.
Bibliografía citada
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GELLNER, Ernest: Naciones y nacionalismo.- Alianza, Madrid, 1988, 189 pp.
IRIONDO GONZÁLEZ, Edu: “Olentzero en Mungía”.- Olentzeroren tradizioa Lesaka eta Euskal Herriko Eguberrietan, Sociedad de Estudios Vascos, San Sebastián, 2006, pp. 163-167.
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JUARISTI, Jon: El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca.- Taurus, Madrid, 1987, 335 pp.
UNAMUNO, Miguel de: “Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca”.- Ahora en La raza vasca y el vascuence. En torno a la lengua española, Espasa-Calpe, Madrid, 1974, pp. 11-52.
VITAL, Laurent: Relación del primer viaje de Carlos V a España
Antes de que te vayas…