Ahora que estamos tan expuestos a la saturación comunicativa, la sospecha de que es posible el aislamiento parece un sinsentido de quienes aún pretenden situarse en una esencia al margen de sus interacciones con los otros.
Llegar a nuestro nivel contemporáneo de sociedad ha tomado una serie de accidentes en el camino, ha pasado sucesivamente por ediciones religiosas y laicas, como humanidad nos hemos supuesto generados por alguien semejante a nosotros, por divinidad o por el choque y concurso de las fuerzas de la naturaleza; repasemos un par de nociones sobre nuestro origen.
Por la vía religiosa, se ha identificado en la separación de género el primer instante de humanidad, a nosotros es familiar llegar a la resolución de dos nombres, memorables por la sencillez de sus hechuras, son Adán y Eva, la versión autorizada de una especie que existe a partir del acierto de su creador en colocar la fertilidad como premio de su cooperación y su deseo, de regalarles en el mismo tenor un contacto más vívido con el mundo, que refleja en la comprensión de su entorno y en la excelencia de sus actividades.
En otros sitios este esfuerzo religioso de entendimiento también comparte el propósito de dar explicación al origen concediendo a nuestra especie un alumbramiento especial, distante de los otros animales y del resto de los seres en general.
Otra respuesta proviene del pensamiento científico, ese ejercicio que hermana a partir de la sugerencia y la refutación. Los protagonistas del darwinismo coleccionan observaciones antes de que sus ideas se vuelvan públicas; hallan en sus viajes la oportunidad de ir más allá de la descripción y encontrar similitudes entre animales grandes y chicos, como si la conclusión del entorno estuviera contenida en un parecido de familia, a veces remoto y a veces próximo.
En esas comparaciones de unos organismos con otros, el asno es embellecido al hacerse primo de la cebra, el perro se enseñorea, pues es hijo del lobo feroz, y el hombre, como si la ironía siempre empatará con la vanidad, es puesto de igual a igual con el primate. El primer Edén había sido habitado por monos que por su habilidad para protegerse a partir de herramientas, por no conformarse con la estrechez defensiva que son los órganos del cuerpo, ahora llamamos Homo habilis. En parte la nueva suficiencia conferida por ese aumento de cerebro de 400-500 a 630 cm3 —la mitad de nuestro seso actual—, en parte su seguridad en las armas de hueso y piedra, los volvió maratonistas del África que sin echar raíces profundas ocupaban paisajes vírgenes del planeta.
En tanta medida nuestro ancestro se valió de la caminata, que al paso una mutación le determinó a erguirse, 25,000 generaciones que van del periodo de 2.5 a 1.8 millones de años, pasaron la estafeta a dos erráticos de transición, que asimilaron dos geografías y climas distintos: Homo ergaster y Homo erectus, competidores de los que todavía no hay consenso entre las características que los diferencian, sujetos al primer ensayo de separación de Oriente y Occidente: la línea de Movius.
El trazo de Movius prevaleció hasta la siguiente generación de mutaciones, de las que se tienen más testimonios fósiles; así, mientras por el carril occidental corrían los corpulentos Neandertales, por el oriental lo hacía el Hombre pekinés, con un debatible inicio en circulación de hace 800,000 y 600,000 años respectivamente.
Una vez más, y pasados varios milenios, tocó al África hacer de madre fértil y conciliadora, dio a luz hace 180.000 años al vástago de primate que somos nosotros, orientales y occidentales; bautizado varios siglos después elegantemente Homo sapiens, en honor al segundo órgano más importante del cuerpo. Ese bebé que redimensionó las dos actividades más puramente infantiles: aprender a caminar y a hablar, mostrando cautela y dominio a sus antecesores, suplantándolos, es la especie a que atribuimos todas las revoluciones de artificios.
Es el caso que el humano ha hecho como nadie honor al órgano más importante del cuerpo, ha concebido así miles de generaciones hasta nosotros: 7,000,000 ejemplares contemporáneos y contando.
Este modo de respuesta sobre el origen del hombre se popularizó porque al afianzar la evolución como criterio para hacer inteligible la realidad, explicaba también la intrigante cuestión de por qué cogemos para todo el pensamiento y no pensamos para nada cuando cogemos.