Los orígenes de la confusión
Como no lo sabía, he leído de forma seguida tres libros sobre el fascismo realizados por grandes especialistas. Ahora sé que la confusión no es sólo mía.
En cuestiones de vocabulario, resulta conveniente comenzar con el Diccionario de la lengua española (sic) de la Real Academia Española. Así define “fascismo”:
“Del it. fascismo y este de fascio (littorio) ‘fasces (del lictor)’, símbolo del partido, e -ismo ‘-ismo’. [El lictor era un servidor que acompañaba a los magistrados romanos portando los fasces, símbolo de autoridad. En la Italia prefascista comenzó a llamarse “fascio”, que simbolizaba la unión, a ciertos grupos].
1. m. Movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista. [Es el fascismo que no plantea problemas porque así se llamaba el partido; sí plantea problemas la cuestión del totalitarismo, porque aunque Mussolini pretendió crear un Estado totalitario, el régimen que creó no llegó a serlo, dado que es una empresa muy difícil].
2. m. Doctrina del fascismo italiano y de los movimientos políticos similares surgidos en otros países. [Es el llamado “fascismo genérico”, que es el que plantea problemas, porque se discute mucho qué partidos y, lo que es más importante, regímenes políticos pueden ser clasificados como fascistas].
3. m. Actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo”.
La última es una acepción reciente que no figuraba en el último Diccionario publicado en forma de libro: la vigésima primera edición (1992), sí contemplaba una tercera acepción de “fascista”, que sigue siendo así: “excesivamente autoritario”. La Real Academia Española no se ocupa de establecer el uso correcto de las palabras, sino el empleo corriente que la gente hace de ellas (como explícitamente se reconoce en la acepción reciente).
Es evidente que no todos los autoritarios y antidemócratas son fascistas; también que existiendo esas palabras, que describen perfectamente esas actitudes, resulta innecesario añadir una que es tan polémica, cuando, además tenemos la de “liberticida”, aunque no la de “tiranófilo”, cuando tantas personas lo son. Por tanto, la aparición de esas imprecisas acepciones de “fascismo” y “fascista” en el Diccionario revela el triunfo de la izquierda en la guerra ideológica, sobre todo, cuando se repara que, en la actualidad, casi siempre sirve para descalificar al que no es fascista.
La política, que como señaló Ortega y Gasset no “aspira a entender las cosas”, es también una guerra de palabras. En política, como decía Konrad Adenauer (1876-1867), uno de los gobernantes más importantes del siglo XX, lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno. Y para ello es muy importante el método que podemos llamar “Humpty Dumpty”, por la famosa frase de este personaje de Alicia en el país de las maravillas: “las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen”, cuyo único argumento, ante la réplica de Alicia de que “la cuestión está en saber si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”, fue que “la cuestión está en saber quién manda aquí, eso es todo”.
En esa guerra de palabras es evidente el triunfo de las izquierdas, como lo prueba el hecho de que se hayan apropiado de la palabra “progresista”, cuando progresistas somos todos, pues hasta los conservadores desean el progreso (“reaccionario” es otro ejemplo, pues todos reaccionan).
El significado de “fascismo” como el mal absoluto en política no ha sido una cuestión de los hablantes de las distintas lenguas modernas, un malentendido. Es el resultado de la influencia comunista. Efectivamente, al poco de aparecer el partido fascista en 1921, los comunistas empezaron a llamar “fascistas” a todos los que no eran comunistas y, sobre todo, a los derechistas, cuando el fascismo aún se hallaba reducido a Italia. Esta práctica se convirtió en oficial y sistemática cuando el búlgaro Georgi Dimitrov, secretario de la Internacional Comunista, propuso durante la celebración del VII Congreso de esa Internacional (1935), que también fue el último, que se llamara “fascista” a todo aquel que no se integrara en los frentes populares, que se propusieron entonces (y que en España se formó en 1936, poco después de que se hiciera también en Francia).
Pero el término “fascista” no lo emplearon los comunistas sólo contra los derechistas, sino que, dependiendo de las circunstancias lo han usado también para llamar a los socialistas, a los anarquistas o a los propios comunistas que se desviaban de la ortodoxia del partido (en principio del partido comunista soviético, pero puede ser cualquier otro). Así han sido llamados “fascistas” los trotskistas, los maoístas, los estalinistas, etc. Esto es la apoteosis de la confusión: los comunistas se han llegado a llamar entre sí “fascistas” (también, dado el carácter de insulto, les han llamado así el resto de las fuerzas políticas, “fascistas”, lo que tiene una justificación en las dictaduras comunistas).
Esto es así, porque, estando seguros de que tienen la solución definitiva para crear el Paraíso en la tierra, consideran que aquellos que no están con ellos están contra ellos, puesto que retrasan el advenimiento del Paraíso y la felicidad del género humano.
También tiene que ver con las dos principales interpretaciones de la historiografía comunista sobre el fascismo. Una pretende que el fascismo es una creación de la clase dirigente capitalista para tener sometida a la población, cuando los fascistas y nazis, defensores de una tercera vía, se consideraban anticapitalistas (y los nazis, por lo menos, habrían terminado sustituyendo a los empresarios por miembros del partido). La otra considera que el fascismo puede tener un origen independiente, pero que es apoyado por la misma clase dirigente cuando siente que el orden que le beneficia, pese a que fascistas y nazis se consideraban revolucionarios. Así “fascismo” se identifica con el mantenimiento de la sociedad de clases, y “fascistas” son sus defensores o los que hacen posible con su política equivocada, como en el caso de los anarquistas, la vigencia de esa sociedad.
El fascismo no es lo peor, ni siquiera en el ámbito de la derecha. Ahí está el nazismo, que fue muchísimo más cruel y estableció un terrible Estado totalitario. Aunque el nazismo fuera sólo una forma de fascismo, cuestión que trataremos más adelante, resultaría más adecuado que el mayor insulto en política fuera “nazi”. También sería más significativo, pues “fascista” hace relación al Partido Nacional Fascista de Italia y en última instancia a los fasces, que poco tienen que ver con las ideas fascistas. En cambio, “nazi” o “nazismo” hacen relación al nacionalismo, que es el principal ingrediente del fascismo (y, lógicamente, del nazismo). Además, el nacionalismo ha sido el fundamento principal de las dictaduras derechistas, que no hay que convertir en fascistas; y ha sido utilizado más o menos, bastante más que menos, en las comunistas, dando la razón al doctor Jonhson que ya había afirmado en el siglo XVIII “el nacionalismo es el último refugio de los miserables”, aunque más veces ha resultado el primero (ciertamente, escribió “patriotismo”, pero también es verdad que en esa época no existía la palabra “nacionalismo”, lo que basta para refutar a los nacionalistas que sostienen que el nacionalismo es algo natural y, por tanto, muy antiguo). El nombre de “fascismo” oculta esa relación, a lo que también ha contribuido la banalización del fascismo propiciada por los comunistas, para condenar a todos los demás, incluidos los socialistas, según las épocas. Y, por tanto, a todas las dictaduras no comunistas, lo que en la mayoría de los casos es más que discutible, cuando precisamente su común denominador, en época contemporánea, ha sido su carácter nacionalista, que queda así disimulado. Al menos, si se utilizara como insulto “nazi” y no “fascista” se estaría alertando sobre los peligros del nacionalismo, que ha sido la ideología-sentimiento que más sangre ha derramado en la Edad Contemporánea (por no hablar de los sufrimientos que ha provocado, también entre nacionalistas). Pero los fascistas aparecieron antes. Eso es todo.
Si se reduce la cuestión a la violencia, tampoco hay razón para justificar que “fascista” se haya convertido en el principal insulto. La violencia ha sido un elemento más o menos importante en cualquier régimen no democrático. Y la violencia de fascistas y nazis fue la respuesta a la violencia desatada por los comunistas tras el triunfo de la Revolución Rusa de 1917. La diferencia principal es que fascistas eran más disciplinados y la ejercían con uniforme (el militarismo es un elemento común de fascistas y nazis, que les diferencia de los comunistas). Ciertamente, la violencia fue fundamental en el ascenso de los fascistas italianos y los nazis, pero, a diferencia de todos los comunistas que han triunfado, llegaron al poder pacíficamente (lo que debería servir para abandonar el concepto grosero de democracia como mayoricracia, que es el más extendido en la población, que permite adoptar cualquier decisión cuando se tienen los votos suficientes).
El “fascismo genérico”
El problema que presenta el llamado “fascismo genérico” es cómo distinguirlo de otros movimientos de la derecha nacionalista autoritaria. Dado que el nazismo se considera como el mejor ejemplo de fascismo, las diferencias que presenta con el fascismo italiano muestran las dificultades que presenta el llamado “fascismo genérico”.
Hay una diferencia sustancial entre fascistas y nazis: el totalitarismo, que no es una diferencia cualquiera. Ciertamente, aquí también una confusión, porque “totalitario” se ha convertido en otro insulto para descalificar al adversario. Pero las dictaduras son muy antiguas. En realidad, como postulaba Karl Popper sólo hay dos sistemas: democracias y tiranías. Entre estas últimas hay muchos tipos, incluidos los despotismos paternalistas y las dictablandas, que las ha habido. Y también los regímenes totalitarios, que son una innovación del siglo XX, pues antes no se daban las condiciones para que un tirano pudiera ejercer semejante control sobre la sociedad. Autores como Arendt, Sartori y Revel han señalado que el fascismo no fue totalitario; pretendió serlo, pero no pudo y se conformó pronto (en contra: E. Gentile, Quién es fascista, Alianza, Madrid, pp. 153-158, pero al precio de tener que acuñar un definición propia de “totalitarismo” y considerarlo, ante todo, como un proceso).
La realidad es que en Italia el Duce estaba bajo la autoridad del rey, que le destituyó en 1943. La Iglesia, con la que Mussolini llegó a un acuerdo que puso fin al divorcio que se había producido con la unificación italiana, siguió siendo una fuente de legitimidad independiente, incompatible con un régimen totalitario. La justicia no cambió sustancialmente y la policía siguió siendo dirigida por funcionarios. Y muchas instituciones conservaron autonomía.
El asunto se complica si se introduce en la comparación el comunismo con el que el nazismo tiene tantas semejanzas. Si se compara la situación del partido en el Estado, se produce una gradación significativa: En la URSS, el partido dirigía al Estado; en la Italia fascista, el partido quedó subordinado al Estado; en la Alemania nazi, los poderes quedaron divididos entre el Estado y el partido, hasta el punto de que llegó a tener sus propias unidades militares (Waffen-SS).
En la cuestión de la violencia, el nazismo en cambio se alinea con el comunismo, con el que compartía los campos de concentración, que no tenía la Italia fascista. “Dentro de lo que han sido las dictaduras del siglo XX, el régimen de Mussolini no fue sanguinario ni particularmente represivo” (Stanley G. Payne, El fascismo, Alianza, Madrid, 3ª ed., 2014p. 102; en la p. anterior el autor ha recordado que “en la Italia de Mussolini los presos políticos se contaban por centenares –nunca llegaron a ser más de unos miles–, y no por decenas ni centenares de miles, como en la Alemania nazi, o por millones, como en la Rusia de Stalin”).
De las diferencias entre el fascismo y el nazismo fueron conscientes los propios fascistas y nazis. En general, los nazis acusaban a los fascistas de ser demasiado conservadores, y los fascistas criticaban a los nazis por su racismo, anticristianismo, imperialismo y militarismo, coincidiendo, por cierto, con las críticas que hacían los liberales.
A todo ello hay que añadir que la influencia nazi, en el paso del tiempo, sobre el fascismo fue mucho mayor, que la que tuvieron al principio los fascistas sobre el nazismo (por ejemplo: el fascismo italiano no fue racista ni antisemita hasta el último tercio de la década de los años treinta, esto es, durante la mayor parte de su historia).
Se suele presentar el espectro político como una recta en la que los extremos resultan las posturas más alejadas y el criterio fundamental es el de izquierda-derecha. En esa forma de representación el fascismo aparece al lado del nazismo. Pero la imagen más adecuada es la de un círculo o –si se quiere– una herradura casi cerrada, en la que la división fundamental es entre democracia y tiranía. El comunismo y el nazismo como demostró Hannah Arendt fueron los primeros sistemas totalitarios (Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid, 2006, p. 535), lo que basta para emparentarlos y separarlos de todos los demás.
Son muchos los parecidos entre el comunismo y el nazismo (algunos también con el fascismo y otros regímenes dictatoriales): a) ambos regímenes cambiaron las banderas de sus países; b) el totalitarismo; c) lo que llamamos “nazismo” se llamaba “nacional-socialismo” y, por cierto, incluía también la palabra “obrero” en el nombre del partido (“Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán”, Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei o NSDAP); d) el uso de la violencia para alcanzar el poder, que fue mayor aún entre los comunistas; e) “el resentimiento activo contra el statu quo que las masas se niegan a aceptar como el único mundo posible”, que alimenta tanto a fascistas y nazis como a comunistas (H. Arendt, Los orígenes…, p. 535); f) el carácter anticapitalista y antiburgués; g) las “diez medidas que cualquier futuro régimen comunista debía asumir [según El Manifiesto Comunista de Marx y Engels] coinciden con ocho de las propuestas de Hitler de su programa nacionalsocialista de 1923, como la nacionalización de la banca y del suelo, la organización de ejércitos, de trabajadores, etc.” (Jean-François Revel en G. Gortázar, ¿Ideologías sin futuro? ¿futuro sin ideologías?, Editorial Complutense, Madrid, 1993, p. 57); h) el reclutamiento de obreros y excomunistas por los nazis (recuérdese que Hitler no descartaba la unión de los falangistas con los rojos para derrocar a Franco, porque, como dijo, anteriormente él había reclutado a muchos comunistas); i) el famoso darwinismo social de Hitler se corresponde con el hecho de que Engels llamó a Marx el “Darwin de la historia” (H. Arendt, Los orígenes…, p. 621); j) una interpretación de la Historia que permitió a Karl Popper encabezar La miseria del historicismo (Alianza, Madrid, 2014) con la siguiente dedicatoria: “En memoria de los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones y razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes Inexorables del Destino Histórico” (para el autor, el historicismo y la utopía social van unidos): l) la apuesta por los cañones en detrimento de la mantequilla; m) el pensamiento único; n) la confusión entre partido y Estado, que en el comunismo fue completa (Hitler no se consideraba jefe de un Estado, sino “jefe del pueblo alemán”; Stalin confesó que “nos declaramos a favor de la muerte del Estado” mediante la dictadura del proletariado); ñ) Hitler mantuvo suspendida la Constitución de Weimar, Stalin aprobó una constitución que no se aplicaba, una “constitución semántica” en la clasificación que hizo Karl Loewestein, que únicamente legalizaba el poder del Partido Comunista (H. Arendt, Los orígenes…, pp. 537-538, donde recuerda que la constitución soviética fue aprobada en 1936 en vísperas de la gran purga y que ”con la excepción de Vichinsky, todos aquellos que habían elaborado la nunca repudiada Constitución fueron ejecutados como traidores”); o) los campos de concentración, cuando las demás dictaduras, incluida la de Mussolini, se habían conformado con prisiones; p) fue Stalin quien “llamaba a Beria «nuestro Himmler» y fue en esos términos en los que le presentó al presidente Franklin Roosevelt, que se quedó desconcertado ante tanto cinismo” (J.F. Revel, La gran mascarada: Ensayo sobre la supervivencia de la utopía comunista, Taurus, Madrid, 2000, p. 125); q) la admiración mutua entre Hitler y Stalin, que llegaron a aliarse en vísperas en la Segunda Guerra Mundial, cuando antes ninguno había llegado a un acuerdo con una democracia; r) la política de conquistas; s) la promoción de una ciencia propia, aria, en un caso, marxista, en el otro; t) la promoción de un arte propio y la condena del de la época por “degenerado” o “burgués”; u) el antiintelectualismo de las pedagogías soviética y nazi (Jesús Sánchez Tortosa, El culto pedagógica, Akal, Madrid, 2ª ed., 2018, pp. 127-178); v) “el nazismo y el comunismo tienen como objetivo común la metamorfosis, la redención «total», de la sociedad, es decir, de la humanidad” (J.F. Revel, La gran…, p. 108); w) “el derecho de aniquilar a todos los grupos raciales o sociales que se considera que obstaculizan, aunque sea involuntaria e inconscientemente –«objetivamente» en la jerga marxista–, la sagrada empresa salvadora” (J.F. Revel, La gran…, p. 108); x) los millones de ejecutados; y) el culto a la personalidad, que en la URSS significó incluso que se cambiaran los nombres de las ciudades; z) la lucha como “motor de la historia”, en un caso de clases, en el otro, de razas. Y se han acabado las letras del abecedario.
Frente a estos y otros argumentos se suelen contraponer pareceres. A tenor de lo que he comprobado en medios de comunicación y en internet, el efectuado por Thomas Mann, en una emisión radiofónica, goza de gran predicamento. Dice así: “Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor, es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad un fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo”. Pero estas afirmaciones no son ni siquiera un argumento de autoridad, sino la opinión de un escritor, que tenía “una ciega admiración por Stalin como hacedor del nuevo orden que permitiría aunar socialismo y democracia después de la guerra” (Josep Pradas, “Retrato de un viejo artista como agitador”. Astrolabio: Revista internacional de filosofía, 2, 1986, p. 86), y que estaba haciendo propaganda, pues el pasaje reproducido forma parte de los discursos que hizo en la radio contra la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial (Oíd, alemanes: Discursos radiofónicos contra Hitler, Península, Barcelona, 2004). Y la definición de “fascista” que da le descalifica porque es un ejemplo más del método Humpty Dumpty (por no hablar de los juicios de intenciones). Pero lo más importante es que la comparación del nazismo con el comunismo no se hace para alabar el nazismo, como sugiere Mann, sino para condenar el comunismo.
´ Además, recurriendo a los propios comunistas se pueden confirmar las semejanzas referidas. Como es sabido, desde el principio se acusó de fascismo a los demás partidos, incluido el socialista. Esto último se conoce como “socialfascismo” y se produjo en una fecha tan temprana, como es la década de que va de 1924 a 1934. Después, la política de Stalin de formar frentes populares antifascistas, obligó incluso a desfascistar a partidos burgueses. Sin embargo, después de 1945, según las circunstancias, los socialistas han sido considerados fascistas las veces que haya sido menester (v. E. Gentile, Quién…). Si los socialistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial pueden ser fascistas sin ser totalitarios, se comprenderá que la acusación sea más verosímil si se refiere a los comunistas, como han hecho algunos anticomunistas.
Hay diferencias, claro. Una importante es que el nazismo fue más honesto. Así lo ha explicado J.F. Revel: “Hay que distinguir dos clases de regímenes totalitarios. Aquellos cuya ideología es lo que yo denominaría directa y salta a la vista –Mussolini y Hitler dijeron siempre que eran hostiles a la democracia, a la libertad de expresión y de cultura, al pluralismo político y sindical–. Hitler, además, expuso ampliamente, antes de llegar al poder, su ideología racista y, especialmente, antisemita. Por ello, los partidarios y adversarios de esos tipos de totalitarismo se sitúan desde el primer momento a un lado y a otro de una línea divisoria netamente trazada. No ha habido «decepcionados» por el hitlerismo porque Hitler hizo lo que había prometido. Su caída se debió a causas externas. El comunismo es diferente de esos totalitarismos directos, pues utiliza la disimulación ideológica, que definiré recurriendo al vocabulario hegeliano, como mediatizada por la utopía. Ese desvío a través de la utopía permite a una ideología y al sistema de poder que de ella se deriva anunciar sin cesar éxitos cuando ejecutan exactamente lo contrario de su programa. El comunismo promete la abundancia y engendra la miseria, promete la libertad e impone la servidumbre, promete la igualdad y desemboca en la menos igualitaria de las sociedades, con la nomenklatura, clase privilegiada hasta un nivel desconocido incluso en las sociedades feudales. Promete el respeto a la vida humana y procede a ejecuciones en masa; el acceso de todos a la cultura y engendra un embrutecimiento generalizado; el «hombre nuevo» y fosiliza al hombre. Pero durante mucho tiempo, muchos creyentes aceptaron esa contradicción porque la utopía se sitúa siempre en el futuro. La trampa intelectual de una ideología mediatizada por la utopía es, pues, mucho más difícil de desmontar que la de la ideología directa porque, en el pensamiento utópico, los hechos que se producen realmente no prueban jamás, a los ojos de los creyentes, que la ideología sea falsa […]. Al nazismo se le ve venir desde lejos. El comunismo esconde su naturaleza tras su utopía. Permite saciar el apetito de dominación o de servidumbre so capa de generosidad y amor a la libertad; la desigualdad so capa de igualitarismo, las mentiras, socapa de sinceridad. El totalitarismo más eficaz, y por ello el único presentable, el más duradero, no fue el que realizó el Mal en nombre del Mal, sino el que realizó el Mal en nombre del Bien. Es lo que le hace menos excusable, pues su duplicidad le permitió abusar de millones de buenas personas que creyeron en sus promesas” (La gran…, pp. 96-98).
A ello se pueden añadir otras dos diferencias importantes que abundan en el mismo sentido. Una es que en el régimen nazi el fracaso económico puede ser deliberadamente perseguido… en los territorios conquistados. “Al confiscar la producción de los países vencidos para alimentar a su propio ejército, los nazis provocaron el hambre de las poblaciones conquistadas. Jamás provocaron el hambre de su propia población, mataron a sus propios campesinos o devastaron su propia agricultura en tiempo de paz imponiéndoles decisiones estrambóticas” (J.F. Revel, La gran…, p. 133). Ciertamente, seguramente acertó Revel cuando sentenció que “el gran productor de hambre del siglo XX es el socialismo” (El conocimiento inútil, http://tarija-digital.com/wp-content/uploads/2014/10/el-conocimiento-inutil.pdf, p. 93). Pero ha sido el resultado de la incompetencia y de una ideología muy errada (v., por ejemplo, Frank, Dikötter, La gran hambruna en la china de Mao: Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962, Acantilado, Barcelona, 2017, 607 pp.; cuenta como, con cuarenta y cinco millones de muertos, por primera y única vez en el siglo XX la esperanza de vida retrocedió en el mundo), aunque pudo haber algo más en alguna ocasión (Anne Applebaum, Hambruna roja: La guerra de Stalin contra Ucrania. Debate, Barcelona, 2019, 592 pp.). La otra diferencia es que los nazis no suelen matar nazis, como tampoco lo hicieron los fascistas (la gran excepción es la noche de los cuchillos largos); en cambio, los comunistas sí matan comunistas. No sé si se ha hecho el estudio correspondiente. Pero podría suceder que los que hayan matado más comunistas hayan sido los comunistas.
Eso sí, los ideales nazis, como los fascistas, que sólo en el mejor de los casos pueden satisfacer a una minoría nacional, son abyectos, mientras que los comunistas significan la perfección en la tierra. Siguen beneficiándose de eso (su trabajo de propaganda les ha costado): de las buenas intenciones. Pero, como señala J.F. Revel, “deberían leer mejor a Marx, que decía que no se juzga a una sociedad por la ideología que le sirve de pretexto, como tampoco se juzga a una persona por la opinión que tiene de sí misma” (La gran…, p. 111). Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con el fascismo, que goza de una merecida mala fama universal, el timo del comunista sigue funcionando.
Todo esto prueba que el espectro político no debe ser considerado una línea que va de la derecha a la izquierda. En esa representación comunismo y nazismo representan unos extremos, que no sólo son opuestos sino que resultan muy parecidos y que coinciden en su odio al liberalismo (estimar que el liberalismo es de derechas y que, por tanto, el nazismo es más parecido al liberalismo que al comunismo es una aberración). El espectro político se representa mejor con un círculo, quizá no completamente cerrado. Eso permite situar mejor al nazismo, entre el comunismo y el fascismo. En ese círculo lo importante no es la derecha y la izquierda, convenciones nacidas durante la Revolución Francesa, cada vez más anacrónicas, sino la frontera que separa las democracias y las tiranías, a los demócratas de los liberticidas y tiranófilos.
Ya he confesado que no sé qué es el fascismo. Tampoco sé si lo sabe alguien. En el último libro que he leído al respecto, Robert Griffin dedica la primera parte de la obra, que resulta un tercio del total, a criticar las definiciones e interpretaciones que se han hecho (Fascismo, Alianza, Madrid, 2019, 230 pp.) Recuerda, por ejemplo, que Zinoniev y Trotsky estuvieron de acuerdo en que “el fascismo y las socialdemocracia son dos caras del mismo instrumento: la dictadura capitalista” (ambos fueron matados por Stalin, que, sin embargo, opinaba los mismo, dado que consideraba a ambos sistemas “gemelos”). También señala (así comienza su análisis) que “el intento de encontrar una definición del fascismo ha sido comparado con la búsqueda mística del santo Grial” (Martin Blinkhorn, en el año 2000), “y lo que es más desconcertante con “«la búsqueda de un gato negro en una habitación a oscuras y posiblemente vacía»” (Fascismo, p. 25). Así que no es de extrañar que haya habido especialistas, como Stuart Woolf o Gilbert Allardyce, que hayan propuesto que “el término fascismo debería prohibirse, al menos temporalmente, de nuestro vocabulario político” (p. 53).
Hasta aquí bien; el problema se presenta cuando R. Griffin da su definición del fascismo, al que considera “una forma revolucionaria de nacionalismo”: “El fascismo es un género de ideología política cuya esencia mítica, en sus diversas variantes es una forma palingenésica de ultranacionalismo populista” (p. 70). El problema empieza cuando tiene que explicar el concepto clave de la definición, “palingenesia”: “palingenesia del griego palin (de nuevo) y génesis (nacimiento), para referirse a la idea de los fascistas, ya fuera inminente o más tardío” (p. 63). Y el problema continúa cuando la definición se limita a un solo factor. Y más cuando éste se refiere a un fenómeno más amplio, como es el nacionalismo. Todo el mundo sabe que el nacionalismo es el elemento principal del fascismo. El problema se encuentra en distinguir el nacionalismo fascista del que no lo es. En este sentido, Fernando Savater ha señalado recientemente que fascismo es poner la identidad por encima de todo:
“Más allá de un insulto contra quien asusta o compromete nuestro cotarro, es «fascista» el que pone su identidad étnica por encima de la ley y coacciona de cualquier modo a sus chivos expiatorios, los que no la comparten” (“Alarmas”, El País, 15/12/2018; el título hacía relación a la “alarma antifascista” que había proclamado Podemos). Meses después, en el mismo medio, precisaba la definición, añadiendo una segunda acepción, que es la más extendida: “No me refiero a «fascista» como descalificación banal. Ya sabemos que hoy cualquier mequetrefe con ínfulas utiliza el término en un tuit para referirse a quienes por su mejor juicio le enrabietan” (El País, 18/05/2019). Ese uso –añadiría yo para completar la definición– también se da entre los que son tenidos como intelectuales.
Aunque la definición pueda gustar mucho, hay que ser prudentes, como S. Payne: “Los movimientos fascistas representaron la expresión más extremada del nacionalismo europeo moderno, pero no eran sinónimos de todos los grupos nacionalistas autoritarios” (El fascismo, p. 26; el autor emplea el verbo en pasado porque, con buen criterio, considera que ya no se dan las circunstancias que explican la aparición de ese movimiento durante el periodo de entreguerras, lo que no excluye, evidentemente, que sigan existiendo nacionalistas autoritarios y algunos fascistas).
Griffin precisa más cuando señala que sólo ha habido tres regímenes fascistas: La Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y la Croacia de Ante Pavelic; y sólo los dos primeros en tiempos de paz. Pero incluso en un grupo tan reducido las diferencias son sustanciales. Ciertamente, fascistas italianos y nazis pretendieron una “palingenesia” o renacimiento, pero, como ya hemos visto, las diferencias entre ellos fueron sustanciales (lo que da cuenta de las insuficiencias de la definición de Griffin). Y los ustacha croatas fueron unos nazis, que incluso asombraron por su crueldad a los mismos nazis (la Croacia Ustacha fue un Estado títere creado y sostenido por Hitler).
Eso sí: los partidos políticos que se pueden considerar fascistas han sido más numerosos. Quizá el caso más claro es la Guardia de Hierro rumana, pero ésta fue desmantelada y perseguida por Hitler, quien prefirió apoyar al dictador Antonescu. Su suerte fue diversa, como ha señalado Griffin:
“Donde había regímenes autoritarios, los demás movimientos fueron aplastados (por ejemplo, en el Portugal de Salazar [que ya tenía una dictadura en 1936], o prohibidos (en el Brasil de Vargas), o absorbidos (en la España de Franco). Donde había democracias liberales, los fascismos fueron marginados en todas partes a excepción de en Italia y Alemania” (Fascismo, p. 120).
Tendríamos, pues, una segunda conclusión que añadir a la primera (la de que el “fascismo” es un arma utilizada por la izquierda para desprestigiar a sus adversarios). Y es que el fascismo, fuera de Italia, ha sido más una influencia que una realidad en partidos y regímenes de nacionalistas autoritarios.
El fascismo italiano
Incluso reducida la cuestión del fascismo al partido fascista italiano, el asunto de la definición que permita distinguir a un fascistas resulta complicada.
Es común datar el nacimiento del fascismo, la última gran ideología en aparecer y, por tanto, la más moderna, en 1919 con la fundación por Mussolini de los Fasci italiani di combattimento, que todavía no eran un partido, pero que fueron el embrión del Partido Nacional Fascista y, desde luego, el origen de su nombre.
Ciertamente hay quienes consideran que el fascismo es eterno, porque sería una tendencia humana. Así ya habría habido fascistas en la Antigüedad, como, por ejemplo, en Esparta. Es el “fascismo antropológico”. Tendría mil formas distintas que no engañan a los muy astutos, capaces de desenmascarar a los fascistas en todo tiempo y lugar (sobre todo, en nuestra época). Es lo que tiene el método Humpty Dumpty. Con voluntad no hay imposible que pueda ser vencido, lo cual, por cierto, es muy fascista.
El fascismo de 1919 no sólo no era muy diferente del posterior, sino que era bastante antifascista. En esa época, Mussolini, recién salido del socialismo, defendía el individualismo y veía en el Estado, un “Moloch de rasgos terroríficos”, al enemigo: “Estamos tan enamorados de nuestra libertad que por ella estamos dispuestos a cualquier sacrificio y no hacemos distinciones, en este caso, entre nosotros y los demás. Nosotros decimos que si mañana nuestros más feroces adversarios fuesen víctimas, en tiempos normales, de un régimen de excepción, nos sublevaríamos porque estamos a favor de todas las libertades, contra todas las tiranías, incluida la que se llama a sí misma socialista”, proclamó en noviembre de 1919. Entonces el fascismo se presentaba como “un movimiento democrático [aunque antiparlamentario], reformista, libertario y provisional” (E. Gentile, Quién es fascista, p. 125). Aquellos fascistas querían el sufragio universal masculino y femenino, rebajar la edad del voto a los 18 años, y a 25 para ser elegido diputado, reducir la burocracia y descentralizar la administración. No se oponían al socialismo sino a su degeneración: el bolchevismo. “El fascismo diecinuevista no quería ser ni convertirse en un partido político, antes bien, se declaraba «antipartido», movimiento de minoría aristocrática que despreciaba a los partidos organizados de las masas gregarias, a los que contraponía una participación libertaria en la vida política” (E. Gentile, Quién es fascista, p. 123). Mussolini parecía entonces un libertario:
“Abajo el Estado bajo todas sus manifestaciones y encarnaciones. El Estado de ayer, de hoy, de mañana. El Estado burgués y el socialista. A nosotros que somos morituri del individualismo no nos queda más que, por la oscuridad presente y por el tenebroso mañana, la religión absurda ya, pero siempre consoladora, ¡de la Anarquía!”.
“Dejad libre el camino a las fuerzas elementales de los individuos pues otra realidad, fuera del individuo, ¡no existe!”.
“Yo sueño con un pueblo paganizante que ame la vida, la lucha, el progreso, sin creer ciegamente en las verdades reveladas, que desprecie –mejor dicho– las recetas milagrosas […]. Por eso yo ensalzo al individuo. Todo lo demás no son más que proyecciones de su voluntad y de su inteligencia”.
“Volvamos al individuo. Apoyaremos todo lo que ensalce, amplifique al individuo, le dé mayor libertad, mayor bienestar, mayor latitud de vida; combatiremos todo lo que deprime, mortifica al individuo”.
Pero los fascistas entonces eran muy pocos. A finales de 1919, eran 870 integrados en 37 Fascios.
Todo cambió con la fundación del Partido Nacional Fascista en 1921, un partido-milicia. Se comprueba claramente en el lema principal de Mussolini: «Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado». La supeditación del individuo al colectivo, al bien común, al Estado queda clara en la famosa consigna “Credere, obbedire, combáttere” (“creer, obedecer, combatir”). El cambio, por cierto, no parece que fue idea de Mussolini, sino de algunos de sus compañeros y particularmente de Michele Bianchi, que fue el primero que presidió el nuevo partido (Mussolini sólo era miembro de la comisión ejecutiva).
Desde entonces y hasta la desaparición del partido en 1945, el fascismo conoció muchos cambios (a lo que hay que sumar las corrientes que tuvo). Y eso que la historia se reduce a 24 años (la de los nazis en el poder, a la mitad; es posible que el comunismo también presentara muchos problemas de definición si su historia hubiera sido tan corta). Primero fue el abandono de principios por la práctica, para conservar y consolidar el poder. En ese camino se abandonó el totalitarismo tan difícil de conseguir. Luego fue la influencia nazi. Y, finalmente, tras la destitución de Mussolini en 1943 y su liberación por Hitler, la República Social Italiana que pretendió volver al carácter revolucionario de los primeros tiempos, pero que ni siquiera fue tomada en serio por los alemanes. Incluso tres días antes de su asesinato, Mussolini declaraba la ruptura de la alianza con Alemania, al enterarse de las negociaciones del ejército alemán en Italia para capitular ante los aliados: “Siempre nos han tratado como a criados y ahora nos traicionan”. “Desde este momento reclamo mi libertad de acción respecto a Alemania”.
En buena medida, los problemas de definición del fascismo derivan de su debilidad ideológica. No estamos ante una doctrina tan desarrollada como la liberal o la comunista. No es sólo que el fascismo durara poco. Es, sobre todo, que nunca fue un pensamiento racional. Difícilmente podría ser de otra manera cuando la base es la nación nacionalista que realmente no existe, que es como los Reyes Magos, que son los padres. Además, la praxis resultó tan importante como los principios.
Finalmente, una consideración más sobre el nacionalismo de fascistas y nazis. Realmente, despreciaban a sus pueblos tal como eran:
“Al contrario que los dirigentes populistas de hoy día que se proclaman exponentes, más que representantes, del pueblo soberano, glorificado como poseedor de todas las virtudes, Mussolini y los jerarcas fascistas despreciaban a los italianos tal como eran. Inmediatamente después de su acceso al poder, Mussolini declaró querer realizar la regeneración de la raza italiana, «que nosotros queremos coger, troquelar, forjar para todas las batallas necesarias en cuanto a la disciplina, el trabajo, la fe», como dijo en un discurso el 19 de junio de 1923. Y al año siguiente el Duce definió al fascismo como «el mayor experimento de nuestra historia en hacer a los italianos» (E. Gentile, op. cit., pp. 158-159).
“La regeneración de los italianos fue para Mussolini una obsesión constante, como no dudó en manifestar incluso públicamente. «Quiero corregir –dijo el 28 de marzo de 1926– algunos de los defectos tradicionales de los italianos. Y los corregiré. Quiero corregirles su demasiado fácil optimismo, su negligencia, que sigue, a veces, a una demasiado rápida y excesiva diligencia, este dejarse engañar tras la primera prueba, este creer que todo ha sido cumplido cuando ni siquiera ha empezado. Si logro, y si logra el fascismo, troquelar como yo quiero el carácter de los italianos, estad tranquilos y convencidos y seguros de que cuando tengamos la rueda del destino al alcance de nuestras manos, nosotros estaremos preparados para agarrarla y plegarla a nuestra voluntad»” (E. Gentile, op. cit., p. 160). Nótese que la tradición no formaba parte del fascismo. El fascismo se consideraba una ideología moderna, la última en aparecer y que superaba a las anteriores. No era simplemente propaganda (v. Robert Griffin, Modernismo y fascismo: La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler, Akal, 2010, 578 pp.).
A Hitler le sobraban la mayoría de los alemanes. Lo confesó, en 1932, antes de alcanzar el poder:
“El pueblo alemán consiste en un tercio de héroes, un tercio de cobardes, mientras que el resto son traidores” (Hitler’s Speeches, ed. Baynes, p. 76, cit. por Hannah Arendt, Los orígenes…, p. 497, n. 52).
Poco después de conquistado el poder, en 1934, Goebbels no tenía inconveniente en manifestar el desprecio por la mayoría del pueblo alemán:
“¿Quiénes son ésos para criticar? ¿Miembros del partido? No. ¿El resto del pueblo alemán? Tendría que considerarse suficientemente afortunado con seguir vivo. Sería demasiado permitir las críticas de aquellos que viven a merced de nosotros” (cit. por H. Arendt, Los orígenes…, p. 497, n. 52).
Y ya durante la guerra, Hitler consideró que ayudaba a la selección natural del pueblo alemán:
“No soy nada más que un imán que se mueve constantemente a través de la nación alemana, extrayendo el acero de este pueblo. Y he declarado a menudo que llegará el día en que todos los hombres valiosos de Alemania estén en mi campo. Y aquellos que no estén a mi lado no serán valiosos en manera alguna” (cit. por H. Arendt, Los orígenes…, p. 497, n. 52, donde comenta que “para el entorno inmediato de Hitler resultaba muy claro lo que sucedería a aquellos que «no son valiosos en manera alguna»”).
Al final, Hitler no sólo no sintió compasión, como no la había sentido nunca durante la guerra, por la suerte de los alemanes, sino que la consideró merecida porque tenían la culpa de la derrota (para intentar comprender semejante conclusión hay que tener en cuenta que Hitler creía que la fuerza de la voluntad era suficiente).
Si Hitler podía prescindir de tantos alemanes, era porque, además de querer sólo buenos alemanes (como suele suceder con los nacionalistas), creía que podía sustituirlos con germanos de otros países. El mismo Hitler reconoció que pensaba en términos arios: “El Führer no piensa como alemán, sino en términos germánicos” (cit. por H. Arendt, Los orígenes…, p. 497, n. 52, donde comenta “que en aquellos días ya se burlaba incluso del «clamor» germánico y pensaba en «términos arios»”). Efectivamente, el objetivo de Hitler era “una sociedad de señores” (“antes de la conquista del poder, Hitler dio una primera indicación de esta política no nacional (Reden): «Desde luego, acogeremos en la nueva clase de señores a representantes de otras naciones, es decir, a aquellos que lo merecen en razón de su participación en nuestra lucha»”, H. Arendt, Los orígenes…, p. 497 n. 53, quien recuerda en la misma nota que Himmler en 1943, ante Jefes de las SS, prometió que “pronto formaré unas SS germánicas en diferentes países”). “Una sociedad racial «aria» que, al final, habría condenado a todos los pueblos, incluyendo a los alemanes”, una raza de señores (H. Arendt, Los orígenes…, p. 497. La autora escribe lo siguiente en la misma página: “Después de que los nazis subieron al poder, este concepto [la Volksgemeinschaft, una nueva comunidad “basada en la igualdad absoluta de todos los alemanes, una igualdad no de hecho, sino de naturaleza, y en su absoluta diferencia de todos los demás pueblos”] perdió gradualmente su importancia y dio paso a un desprecio general por el pueblo alemán que los nazis habían albergado siempre, pero que hasta entonces no habían podido demostrar muy bien públicamente, por una parte, y a una gran ansiedad, por otra, por ampliar sus propias filas con arios de otras naciones, idea que sólo había desempeñado un pequeño papel en la fase previa al poder de la propaganda nazi”. Antes en la p. 436, ya había escrito: “Sólo si hubiese ganado la guerra habría conocido Alemania una dominación totalitaria completamente evolucionada, y los sacrificios habrían alcanzado, no sólo a las «razas inferiores», sino a los mismos alemanes, tal como cabe deducir y estimar del legado de los planes de Hitler”. Lo que apostilló así en la correspondiente nota: “El hecho de que la máquina nazi de destrucción no se habría detenido ni siquiera ante el pueblo alemán resulta probado por un proyecto de ley sanitaria, redactado por el mismo Hitler. Proponía «aislar» del resto de la población a todas las familias que contaran con algún caso de afecciones cardíacas o pulmonares, siendo, naturalmente, su liquidación física el siguiente paso. Este, como otros diferentes e interesantes proyectos para la victoriosa Alemania de la posguerra, se hallan contenidos en una carta circular a los jefes de distrito (Kreisleiter) de Hesse-Nassau en la forma de un informe sobre un debate desarrollado en el Cuartel General del Führer acerca de las medidas que tendrían que ser adoptadas «antes… y después de una victoriosa terminación de la guerra»”).
La creación de un hombre nuevo es un objetivo tanto del fascismo (y el nazismo), como del comunismo. Pero el desprecio de los miembros reales de la nación es propio del nacionalismo, que no quiere muchos compatriotas, sino buenos compatriotas. Se puede comprobar en el caso de Sabino de Arana y Goiri, quien maldijo a casi todos los vascos del presente y del pasado porque no eran como él.
Conclusión
“Fascismo” y “fascista” no sólo son palabras polémicas, sino que se han hecho tan polisémicas que resultan inservibles fuera de los estudios históricos de la Italia de Mussolini (y de sus influencias exteriores, para ser más precisos).
De hecho, el gran aforista Ennio Flaviano (1910-1972) pudo afirmar con razón que “en Italia [patria del fascismo] los fascistas se dividen en dos categorías: los fascistas y antifascistas” (cit. por O. Fallaci, La rabia y el orgullo, La esfera de los libros, Madrid, 2ª ed., 2002, p. 150). Se quedó corto, porque el fenómeno abarca a todo el mundo occidental. A lo cual podría añadirse que, en la actualidad, por cada fascista hay miles de fascistas antifascistas, si por “fascista” se entiende liberticida (por no hablar de la violencia, en la que se incluye el matonismo, que se ha multiplicado gracias a las posibilidades que ofrece internet).
Pero el problema no es que sea inservible, sino que sirve para generar interesadamente confusión. En España, al parecer, nunca ha habido tantos fascistas como ahora. Otra vez, vamos con retraso porque es un fenómeno que remonta a la época de Zapatero. Y es que, como señaló J.F. Revel, desde la derrota del fascismo en 1945, la izquierda occidental ha mantenido una permanente alerta antifascista con gran éxito de público. Es lo que llamó “banalizacióndel fascismo”. El fenómeno no ha amainado, todo lo contrario. Así, recientemente, Douglas Murray ha señalado que la izquierda que se ha convertido en identitaria está haciendo a las masas infelices, angustiándolas, “como si viviéramos en una sociedad que poco a poco avanza hacia el nazismo” (La masa enfurecida: Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura, Península, Barcelona, 2020, p. 175). Murray recuerda “el «síndrome de san Jorge jubilado»”, llamado así por Kenneth Minogue, por el que se persiguen “dragones cada vez más pequeños” hasta que se termina dando “mandobles al aire” porque se está “convencido” de que se “está conteniendo a un monstruo”, y que caracteriza a la “gente ansiosa por echarse a las barricadas cuando la revolución ya ha terminado” (pp. 19-20). Desgraciadamente, el fascismo no es lo único que nos amenaza, pues se predica también –contra toda evidencia– el crecimiento exponencial del racismo, del machismo, de la homofobia, de la violencia política… hasta el clima nos intimida con un apocalipsis, que sustituyó al nuclear cuando éste pareció desaparecer. Sembrando terror, se quiere difundir la creencia de o nosotros o el caos.
Todo tiene su explicación en la Guerra Cultural, en la que el lenguaje políticamente correcto sólo es un capítulo más de la lucha por la hegemonía cultural, objetivo propuesto por Gramsci para el marxismo tras el fracaso de los intentos revolucionarios que se produjeron en Occidente después del final de la Primera Guerra Mundial. El negocio que había en la alarma antifascista era ocultar, por una parte, la amenaza comunista (ahora es la historia de sus tiranías) y, por otra, contaminar de fascismo a la derecha y acomplejarla. Que “fascista” se haya convertido el principal insulto en política prueba el éxito cultural de la izquierda. Un éxito muy importante dada la fuerza que tienen las etiquetas en la sociedad de masas. Adiestradas por la ideología, muchas personas se comportan como el perro de Paulov: descalifican sin más al que es calificado así. Muchas razones hay para que pudiera haber sucedido lo mismo con “comunista”, lo que sería igualmente condenable. Pero no. Y no será porque no se haya intentado. Es el resultado de la hegemonía de la izquierda entre la intelectualidad, los departamentos universitarios de letras y los medios de comunicación, favorecida por el hecho de que resulta más fácil y tiene mayor aceptación criticar las múltiples imperfecciones que se tienen en el sistema en el que se vive que el paraíso alternativo que se puede presentar tan atractivo como se quiera.
La conclusión sobre el fascismo actual, que también es un consejo, es que cuando existen palabras suficientemente claras para calificar comportamientos políticos condenables (como “autoritario”, “totalitario”, “liberticida”, “antidemocrático”, “tiranófilo”) hay que desconfiar de los que gustan llamar “fascista” al adversario. O no sabe lo que dice o pretende engañar, demonizando al que no tiene sus ideas, ahorrándose el trámite de la argumentación a la vez que hace una exhibición de superioridad moral de la que tan necesitado está. Seguramente, en la mayoría de los casos se dan las dos circunstancias, además de la de no querer saber.
Antes de que te vayas…