La Revolución Feudal y la Paz de Dios

A finales del siglo IX la unidad política del imperio carolingio brillaba por su ausencia. Tras la muerte de Luis el Piadoso, heredero de Carlomagno, el reino franco hubo de hacer frente tanto a las guerras intestinas de sus gobernantes como a los saqueos normandos, sarracenos y magiares. Los señores feudales aprovecharon la coyuntura para afirmar su poder – a menudo violentamente – sobre los condados y poblaciones que gobernaban, conscientes de que la maltrecha monarquía carolingia poco podría hacer por evitarlo.

Edad Media

La autoridad, la capacidad efectiva de mandar, no estaba ya en manos del gobierno central. Los caballeros feudales eran ahora los únicos con la capacidad militar suficiente para proteger a la población de las múltiples amenazas. No obstante, nadie podía hacerles frente y, en consecuencia, se tomaron la justicia por su mano: los abusos físicos y económicos, así como el saqueo de parroquias y graneros, pasaron a estar al orden del día. Campesinos y clérigos no tenían más remedio que aceptar tamaños abusos, pues su verdugo era al mismo tiempo su protector en caso de ser atacados por una facción rival. Efectivamente, los señores mantuvieron una continua competencia entre sí, tratando se asegurar los patrimonios más ricos y extensos de la vecindad, lo que se tradujo en más muerte e impuestos para las poblaciones afectadas. Por todo el continente comenzaron a surgir castillos y fortificaciones frente a villas, aldeas e iglesias, una muestra gráficamente literal del control y presión que los señores castellanos ejercieron sobre la población de sus territorios en las postrimerías del año mil.

Lógicamente, esta situación tuvo sus contrapesos: allá donde la autoridad pública pudo mantenerse más exitosamente, los príncipes y monarcas trataron de reunir nuevamente el poder que sus caballeros habían tomado para sí. Sin embargo, las regiones más alejadas de los focos de poder central no estaban capacitadas para enfrentarse política o militarmente a los condes y castellanos feudales. Los obispos aquitanos y borgoñones buscaron entonces una solución espiritual al problema: sería la fuerza de Dios y no la de las armas la que pondría fin a la violencia señorial.

En efecto, los caballeros violentos fueron invitados a concilios eclesiásticos en los que, frente a la población local y sobre las reliquias de santos, debían jurar la paz y comprometerse a respetar los edificios religiosos y la vida de clérigos, campesinos y ganado bajo pena de excomunión. De esta forma, combinando la efervescencia religiosa y la presión popular, los obispos conseguían arrancar a los señores un compromiso de cese de las hostilidades cuya ruptura supondría la expulsión de la comunidad cristiana por haber alterado la paz de Dios.

Cada uno de estos concilios trataba de achacar problemas de su entorno y situación particulares pero, como hemos dicho, en buena parte de ellos se exigía a los violentos el respeto a las parroquias, campesinos y ganado. Más allá de interpretaciones altruistas, la Iglesia – a través del movimiento de paz – consiguió asegurar su patrimonio y garantizar la producción agrícola en sus territorios. Al igual que los señores feudales, los dirigentes eclesiásticos aprovecharon la coyuntura de violencia para erigirse como poder judicial en las diversas poblaciones. Lejos de devolver esta prerrogativa al monarca, los obispos se erigieron en mediadores de la violencia señorial. Además, al forzar a los caballeros a jurar la paz los obispos estaban reconociendo a los feudales como gobernantes legítimos, algo que hasta el momento se mantenía en el aire: los señores se habían apropiado de diversos territorios teóricamente pertenecientes al rey porque eran los únicos capaces de protegerlos; ahora, los obispos los reconocían como gobernantes oficialmente encargados del mantenimiento de la paz: la privatización del poder público era ya una realidad innegable.

No obstante, como era de esperar, algunos feudales se tomaron más enserio que otros las disposiciones de paz. En un mundo tan competitivo, muchos señores mantuvieron la explotación fiscal sobre el campesinado y continuaron guerreando unos con otros por la preeminencia sobre distintos castillos, aldeas, puentes o cultivos. Las penas espirituales no siempre surtieron el efecto deseado, por lo que algunos obispos optaron por adoptar la vía armada y directamente formar bandas de milicianos locales para la protección de la iglesia parroquial. No obstante, enfrentarse militarmente a los maestros de la guerra no parecía la mejor opción. Nuevamente fue en la periferia del antiguo imperio carolingio donde surgieron las respuestas más innovadoras.

CARLOMAGNO
Alcuino de York y otros clérigos presentan manuscritos a Carlomagno en el Palacio de Aquisgrán, ante su corte. Pintura de historia de Jean-Victor Schnetz, 1830.

La región pirenaica se había durante décadas visto expuesta al saqueo y rapiña de musulmanes y cristianos por igual. La aristocracia occitana y catalana, acostumbrada a las incursiones andalusíes, llevaba una vida agresiva y belicosa que sobre el terreno se traducía en violencias y abusos extremos. Los malos usos a los que sometieron a clérigos y campesinos entre los años 1030 y 1060, a pesar de los intentos de paz, forzaron al obispado local a tomar nuevas medidas al respecto.

La particular tradición documental de la región, rastreable hasta los tiempos de la monarquía goda, favoreció que las condenas emanadas de los concilios quedaran registradas por escrito y adquiriesen valor de ley. Las disposiciones de Pau i Treva – la Paz y Tregua de Dios – podían ahora esgrimirse judicialmente contra los infractores, que no sólo habrían de hacerse responsables de una condena espiritual (a todas luces poco efectiva), sino que responderían económicamente en el mundo de los vivos, algo que parece haber preocupado mucho más a los castellanos. Además, las disposiciones de tregua tenían de novedoso que no sólo condenaban la violencia ejercida contra personas inocentes y espacios eclesiásticos, sino que prohibían su ejercicio taxativamente contra cualquier cristiano durante periodos concretos de la semana y el año litúrgicos (Pascua, Pentecostés, los domingos, etc.).

El movimiento de tregua rápidamente se expandió por el continente, y su efectividad a la hora de mediar entre los señores feudales y juzgar legalmente sus acciones llamó la atención de las maltrechas monarquías europeas. Muchos príncipes pasaron ahora a convertirse en benefactores de los obispos locales, apoyando su labor conciliar y sus disposiciones judiciales. Obviamente, con ello los monarcas trataban de recuperar por la vía legislativa el poder que los condes y castellanos les habían arrebatado: al situarse del lado de la Iglesia, la monarquía europea pudo legitimar sus acciones y desprestigiar las de sus opositores. Sin embargo, este proceso tuvo consecuencias inesperadas para los obispos: una vez los reyes hubieron recuperado sus prerrogativas políticas se vieron nuevamente capacitados para ejercer ellos mismos justicia, por lo que los servicios de paz y tregua no fueron ya requeridos y pasaron a un segundo plano: comenzaba la Paz del Rey (Barthélemy, 2005; Flori, 2003).

Por su parte, las disposiciones conciliares jugaron un papel importante en el llamamiento a la Primera Cruzada. La condena de la violencia entre cristianos inevitablemente llevó a la guerra contra los infieles: la conquista de Jerusalén actuó en parte como una vía de escape a la violencia intestina de Occidente. La sacralización de la guerra contra los enemigos de Cristo parece derivarse de la prohibición a los cristianos de matarse entre sí. En este sentido, la guerra santa fue formulada por el papa Urbano II en términos de protección de la Iglesia y restablecimiento de la justicia: el Papado había adoptado los principios de paz y tregua.

En definitiva, el aumento de la violencia señorial en los diversos condados y territorios carolingios habría llevado a las parroquias locales a hacer frente a los abusos feudales a través de la única vía posible: la jurisdicción. Así, el primer milenio europeo protagonizó un cambio decisivo en lo que a la resolución de conflictos internos se refiere; al conectar la estabilidad pública con las instancias jurídicas, los movimientos de Paz y Tregua de Dios habrían asentado los cimientos del desarrollo del derecho y la dinámica de pacto social, un proceso que, en última instancia, habría favorecido el surgimiento de consejos municipales y parlamentos, lo que a su vez habría propiciado el pactismo y federalismo político, un camino singular y específicamente europeo que habría de desarrollarse a lo largo de la Edad Moderna y hasta nuestros días.

Bibliografía

Barthélemy, D. (2005). El año mil y la Paz de Dios. La Iglesia y la sociedad feudal. Valencia: Publicacions de l’Universitat de València.

Bisson, T. (2011). La crisis del siglo XII. El poder, la nobleza y los orígenes de la gobernación europea. Barcelona: Grupo Planeta.

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Flori, J. (2003). La guerra santa. La formación de la idea de Cruzada en el Occidente cristiano. Madrid: Trotta.

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