El Rif, cuestión de prestigio

Allá por 1905, Gabriel Maura -hijo del ilustre ex-presidente- lamentaba que Marruecos estaba lejos de ser la idílica colonia cómoda y barata que se había imaginado. Después de haberse cumplido el centenario del desastre de Annual, la cuestión del protectorado español vuelve a cobrar protagonismo en la memoria de nuestro país. ¿Cómo llegó a gestarse el nacimiento de la colonia? ¿Qué tenía de interés aquel desértico enclave plagado de insumisión?

Firma del Tratado franco español de 1912

Desde la segunda mitad del s.XIX, España y Francia mantuvieron un largo y tenso tira y afloja por la influencia de sus respectivas naciones en el norte de África. De esta manera, para 1884, un año antes de morir Alfonso XII, el gobierno de Cánovas del Castillo creó un protectorado en la costa atlántica sahariana frente a las islas Canarias. Será bajo el reinado de Alfonso XIII, aprovechando las tensiones entre las potencias europeas por el expansionismo imperialista, cuando se de un nuevo impulso a la empresa africana: Maura en 1904 consiguió mantener el statu quo del Estrecho y Canalejas en 1912 se vio beneficiado por el Tratado de Fez, por el cual España consolidaba su posición en el norte de Marruecos con nuevos territorios y la creación de un protectorado de iure. Además, el tratado otorgaba la concesión para la explotación de las minas del hierro del monte Uixan a la Compañía Española de Minas del Rif. La compañía también recibió el permiso para construir un ferrocarril que conectara dichas minas con Melilla.

Con las firmas de Canalejas y Alfonso XIII y el respaldo europeo, el Tratado de Fez (1912) dio a luz al protectorado español en Marruecos

Con todo, es menester recordar que el gobierno de Canalejas recogió las migas sobrantes del pastel marroquí francés, en la época se solía decir que nos tocó «el hueso de la Yebala y la espina del Rif». Las dos zonas del protectorado español tenían pocos caminos pavimentados, andaban carentes de una red fluvial suficiente para una agricultura de provecho, solían sufrir una sequía cada dos años y estaban separadas por la bahía de Alhucemas. Por no hablar del agreste y dificultoso paraje que ofrecía la orografía del lugar; la Yebala y el Rif permanecían prácticamente vírgenes de penetración española a la altura de 1919. A esto cabría sumar la abismal diferencia demográfica. De los, aproximadamente, 9 millones de habitantes que tendría Marruecos a comienzos de siglo, tan solo 600.000-700.000 marroquíes vivían bajo el dominio español. Una población que, acostumbrada a vivir bajo unas condiciones tan paupérrimas como las expuestas, se veía obligada a emigrar periódicamente a las regiones agrícolas controladas por los franceses para trabajar en la recolección, momento que aprovechaban para dotarse de armas.

En la época se solía decir que Canalejas recogió las migas sobrantes, «el hueso de la Yebala y la espina del Rif».

Esta referencia a la dotación de armas es muy propicia para destacar que, como ya hemos dejado caer, no hablamos de una población cualquiera. El Marruecos español se encontraba habitado por insumisos bereberes agrupados en tribus controladas por sus respecticas yemaas o asambleas de notables. Los clanes que integraban cada tribu tenían sumamente interiorizado un espíritu violento y agresivo, en el que la guerra estaba a la orden del día. El general Martínez Campos comparaba así a los reclutas españoles con los guerreros norteafricanos: «Hombres acostumbrados a carreteras, a caminos o, cuando menos, a senderos de montaña; hombres, además, recién llegados de un ambiente en que la guerra se miraba como algo intolerable; […] y al otro lado, gentes no sólo acostumbrados a pelear, sino para quienes la guerra estaba conectada con el pan de cada día». Ya, en la más efervescente adolescencia, los chicos se unían a sus mayores en las más variadas tareas bélicas. El lif, una especie de pacto de sangre, reforzaba dicho comportamiento grabando a fuego en estas tribus y clanes el significado de la venganza en caso de ofensa. El terreno, sus gentes y sus costumbres hacían de la contienda que se presentaba en Marruecos un modelo de guerra antiética para los europeos de la época, y los rifeños lo sabían.

«Eran gentes acostumbrados a pelear, para quienes la guerra estaba conectada con el pan de cada día».

Gral. Arsenio Martínez Campos

Mal armados y escasos de munición, así se batían los rifeños contra los españoles. Es cierto que parte de las armas y pertrechos procedían del contrabando y del comercio con el protectorado francés, pero es igual de cierto que parte de los oficiales del Ejército español también sacaban tajada de este negocio por las mismas vías. Eso sí, parece ser que los nativos no solían salir bien parados de estos intercambios: fusiles defectuosos, algunos descatalogados y escasa munición que tenían que volver a rellenar para poderla reutilizar. Un cóctel aparentemente inofensivo, aderezado con un excelente conocimiento del terreno y agitado con un ánimo tan infatigable como cambiante. Que los rifeños conocían como la palma de su mano aquel tormentoso paraje, no es nada nuevo. Como tampoco era nueva la presencia de los morabitos (santones musulmanes que predicaban la guerra santa contra el infiel), responsables, en parte, de los frenéticos vaivenes de la población nativa, que en cuestión de horas podían pasar de la sumisión más complaciente a la rebelión más enardecida.

La venta de armas en mal estado y munición defectuosa, agitada por las prédicas de los morabitos, hacía de la situación en el Rif un cóctel extremadamente peligroso e inestable para los españoles

El «paqueo» era el cóctel resultante de los ingredientes mentados. ¿Cómo se servía? Pues en forma de ataques sorpresa y hostigamiento feroz. La extraordinaria movilidad de los rifeños y su perfecto conocimiento de la orografía, les permitía apostarse en las zonas más escarpadas e inaccesibles, desde donde podían practicar el tiro al recluta con toda la tranquilidad del mundo. El hecho de que los españoles estuvieran condenados a mantener una actitud defensiva en los blocaos facilitaba aquel ejercicio de tiro, sobre todo cuando los peninsulares abandonaban sus fortines en patrulla en busca de la imprescindible aguada. Muchos oficiales españoles, como Martínez Campos, abogaron por copiar las tácticas de los guerrilleros de la Guerra de la Independencia para contrarrestar los efectos del paqueo, sin embargo, los más, prefirieron adaptarse a las tácticas de la Gran Guerra y abrazarse a las tácticas defensivas. Con el tiempo las fuerzas españolas supieron adaptarse a este desconcertante modo de hacer la guerra, y aún así, sólo lo hicieron las unidades de élite, los reclutas continuaron siendo dianas para los moros.

El buen conocimiento del terreno servía a los rifeños para lucierse con el «paqueo», o lo que es lo mismo, apostarse en zonas escarpadas e inaccesibles y practicar el tiro al recluta con toda la tranquilidad del mundo.

Poco a poco, la empresa en Marruecos se fue convirtiendo en un dolor de cabeza para España, ya lo decía Gabriel Maura al afirmar que Marruecos no podía ser «la colonia cómoda y barata» que muchos deseaban. A los terribles costes humanos se sumaba un desastroso balance económico. El coste total desembolsado en Marruecos se ha cifrado en 6.600 millones de pesetas de entonces. A pesar de las notables reformas fiscales de la Restauración, que consiguieron equilibrar la balanza a finales del s.XIX, el déficit comenzó a dispararse en 1907. Canalejas llegó a confesar a un genera que «nosotros no podemos sostener la situación económica crítica impuesta a la Nación por los gastos militares en África». Al contrario de lo que históricamente se ha venido pregonando, no parece que las clases capitalistas fueran las principales responsables del mantenimiento de la colonia, ya no solo por la escasa capacidad de extracción de recursos de Marruecos, sino también por la montaña rusa que suponía en la Bolsa los rocambolescos acontecimientos del protectorado.

«No podemos sostener la situación económica crítica impuesta a la Nación por los gastos militares en África».

José Canalejas, Presidente del Consejo de Ministros.
Viñeta de la época en la que se recomienda emplear un jamón contra los rifeños

La insistencia en mantener los dominios norteafricanos venía principalmente de la clase política. A pesar de ser conscientes del escaso provecho del protectorado, los muchos problemas que granjeaba y la enorme impopularidad de la empresa, los políticos españoles se veían obligados a defender con uñas y dientes el Marruecos español por una cuestión de prestigio internacional. Un periodista francés de la época escribió que «las posesiones africanas son la única carta de presentación que le queda a España en el concierto europeo». Sin proyecto del Gobierno ni del Parlamento y sin una dirección firme y estable, la aventura en África quedó a la deriva, destinada a contener la resistencia de los indígenas, malgastar más dinero público, derramar sangre de reclutas y esperar el devenir de nuevos acontecimientos. Nada como estas palabras del general Miguel Primo de Rivera al Conde de Romanones para resumir, con cierto patetismo, el sentir general de España con respecto al mantenimiento de la colonia: «España, en este caso, se asemeja a un viudo a quien la esposa hubiera dado muchos disgustos y, a poco de perderla y costear, arruinándose, los gastos del entierro, decidiera casarse de nuevo con otra menos rica y de peor carácter».

Bibliografía:

Javier Tusell, Manual de historia de España, s.XX. Historia 16 (1990).

Juan Picasso González, El Expediente Picasso. Las sombras de Annual. Almena (2018).

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