Los sacrificios humanos, normalmente vinculados a la actividad religiosa, han constituido una aterradora realidad en diferentes culturas.
Cuando Hernán Cortés y sus hombres se encontraron con los mexicas se quedaron asombrados. Particularmente fascinante era la maravilla urbana de la capital de su imperio: Tenochtitlán. Sus construcciones, sus caminos, su organización social, el detalle de sus conocimientos, el trabajo de los metales y piedras, etc.
Del mismo modo, su vida religiosa había alcanzado un grado de complejidad considerable. Su cultura religiosa, tanto en sus prácticas y liturgias como en sus elaboraciones teológicas y su organización sacerdotal, era una dimensión importante y desarrollada de su vida social. Entre las prácticas de la vida religiosa se encontraban los célebres sacrificios humanos, constatados no sólo por los cronistas de la época, sino por la historiografía y arqueología contemporáneas.
“Estos pueblos habían construido civilizaciones muy estimables en muchos aspectos, pero todos ellos practicaban, en efecto, sacrificios humanos. Y más aún: también era común la antropofagia. ¿Es incorrecto decirlo? Bueno: pero la verdad nunca tendría por qué ser incorrecta”
(José Javier Esparza)
Si bien es cierto que los sacrificios humanos rituales desempeñaban importantes roles en la vida espiritual de los mexicas entre los siglos XIV y XVI, también hay que decir que eran practicados por diversos pueblos precolombinos. No era una costumbre exclusiva de los aztecas.
En un artículo de junio de 2018 de la revista Science se publicó una noticia con información sobre cientos de cráneos cuyo análisis muestra la existencia de sacrificios humanos masivos en la capital azteca. El título de la publicación es a la vez revelador y estremecedor: “Alimentando a los dioses”. Este pasaje da cuenta de la tónica de tales hábitos: “el sacerdote abrió rápidamente el torso del cautivo y le quitó el corazón aún latiendo. Ese sacrificio, uno entre miles realizado en la ciudad sagrada de Tenochtitlan, alimentaría a los dioses y aseguraría la continuidad de la existencia del mundo.”
El macabro ritual no concluía con la muerte de la víctima. Todo parece indicar que los sacerdotes trasladaban los cuerpos a otro espacio ritual y llevaban a cabo los tratamientos correspondientes. Ponían en práctica sus conocimientos anatómicos con sus finas herramientas técnicas. Cortaban el cuerpo con sus cuchillas incidiendo entre dos vértebras para la decapitación. También extraían cuidadosamente los músculos faciales y la piel que los envuelve. Cuando sólo quedaba la calavera, hacían agujeros en sus lados por los que se introducía un poste de madera en el que se colocaban los cráneos debidamente preparados. El transcurso del tiempo deterioraba el estado de los cráneos conservados, de modo iban siendo reemplazados. Algunas calaveras eran usadas para hacer interesantes máscaras.
El sitio en el que los dioses eran honrados con la exposición de estos cráneos empalados era un altar denominado tzompantli. Los documentos coloniales dan cuenta de la existencia de ocho tzompantli en el recinto del Templo Mayor de Tenochtitlán. Las hileras de cráneos en una empalizada de madera se empleaban en distintas ceremonias para honrar a distintas deidades a lo largo del año ritual mexica. El más importante de los tzompantli de este recinto sagrado era el denominado Huey tzompantli, localizado enfrente del templo doble (una pirámide con dos santuarios en la cima) ofrecido a los dioses Huitzilopochtli y Tláloc.
Los hallazgos arqueológicos son importantes no sólo para la investigación biológica, sino también el estudio antropológico relativo a los rituales religiosos. Sin embargo, estas prácticas ya estaban registradas en las crónicas y los códices. Desde el contacto europeo con los tzompantli estos han sido interpretados de diversas maneras. Algunos cronistas les concedieron el carácter de lugar de castigo, visto desde las nociones punitivas europeas (cf. Carreón Blaine, 2006). Como se ha mencionado, los sacrificios humanos a gran escala estaban relacionados con la vida religiosa y el poder político, que a su vez también estaban vinculados entre ellos.
El significado de las calaveras empaladas era el de ser ofrendas que aseguraban la continuidad de la existencia. Representaban la vida y la regeneración. Los conquistadores interpretaron los cráneos, y en general los sacrificios humanos, como muestras inadmisibles de barbarie. Lo curioso es que con el paso del tiempo se llegó incluso a dudar de la verdadera existencia de los tzompantli, considerándolos como una exageración de los conquistadores para justificar su empresa. No obstante, los hallazgos arqueológicos han zanjado la cuestión. Se han encontrado diversos tzompantli en distintos territorios, pero la ciudad de Tenochtitlán representó la máxima expresión en la construcción de tzompantli.
El descubrimiento que ahora nos ocupa aconteció en el año 2015: arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia descubrieron los restos de una hilera de cráneos y una de sus torres de calaveras, excavando debajo de una construcción de la época colonial ubicada en una calle detrás de la catedral de la Ciudad de México. El equipo identificó las estructuras descubiertas con el Huey Tzompantli o Gran Tzompantli de México-Tenochtitlán que aparece en las crónicas. Las dimensiones del estante y de la torre indican que la inveterada estructura contenía miles de calaveras, lo cual es “testimonio de una industria de sacrificio humano como ninguna otra en el mundo” (Wade 2018).
Según las investigaciones de los arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, la estructura era un armazón de madera sobre una plataforma de piedra, y tenía una forma rectangular de 35 metros de largo y entre 12 y 14 de ancho, con una altura que oscilaba entre los 4 y 5 metros. En cada extremo se alzaba una torre hecha con mortero y calaveras de aproximadamente 1,7 metros de altura y 5 de diámetro. Alrededor del 75 por ciento de las calaveras pertenecieron a hombres con una edad entre 20 y 35 años. El 20 por ciento corresponde a mujeres y el cinco a niños. El estudio de los isótopos de estroncio y oxígeno absorbidos por los huesos y dientes ha revelado que las víctimas nacieron en distintas regiones de Mesoamérica, pero por lo general, antes de ser sacrificadas, pasaron bastante tiempo en Tenochtitlán (cf. Wade 2018).
Con el estudio arqueológico de los cráneos se espera revelar el procesamiento de los cuerpos de las víctimas sacrificadas, conocer quiénes eran, saber cómo vivían antes de su muerte en el Templo Mayor y, en definitiva, contribuir a nuestro conocimiento sobre los rituales religiosos en la cultura mexica y su relación con su imperio.
El tzompantli, como espacio de la muerte indígena, era un elemento relevante en los elaborados rituales mexicas para mantener el orden cósmico ligado al sacrificio. La mayoría de tales sacrificios se realizaban en el Templo Mayor. El cráneo de la víctima sacrificial que los sacerdotes colocaban en el tzompantli constituía una ofrenda a las correspondientes deidades.
Bibliografía
Carreón Blaine, E. (2006). Tzompantli, horca y picota. Sacrificio o pena capital. Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas. N. 88, pp. 5-52.
Esparza, J. J. (2007). La gesta española. España: Altera.
Matos Moctezuma, E. (2016). Tenochtitlan. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Wade, L. (2018). Feeding the gods: Hundreds of skulls reveal massive scale of human sacrifice in Aztec capital. Science.