Respuesta a Daniel Gómez Aragonés. <VER ARTÍCULO>
Daniel Gómez Aragonés, autor de varios libros de Historia, e importa destacar, para el caso, su reciente Historia de los visigodos (ed. Almuzara, 2020), ha tenido la gentileza de, tomándose en serio mi trabajo, responder a un artículo mío, del periódico El Liberal, en el que yo negaba a los visigodos la cualidad nacional de “españoles”.
Antes de ir al meollo del asunto, me gustaría aclarar que, respecto a la elección las ilustraciones de los artículos, yo no tengo ningún papel, las ilustraciones corren a cargo de los responsables de la edición, lo cual no quiere decir, claro está, no tenga yo nada que ver con ellas (aunque sea por omisión). En efecto, el dejar hacer es aquiescencia, y no me pareció inadecuada la ilustración, a propósito del contenido del artículo (tampoco es que yo comulgue con una imagen que pinta a los visigodos como una especie de hordas que entraron a sangre y fuego en el Imperio, pero sí que, a pesar de sus dos siglos de presencia peninsular, fue un periodo bastante convulso, con una monarquía cuya sucesión siempre fue muy problemática). Esa idea que expongo de “degeneración” respecto del “género” romano, que representan los reinos germánicos sucesores, se compromete con la idea de Pirenne, yo creo muy acertada, en su Historia de Europa, o en Mahoma y Carlomagno, y que Pirenne cifra en algo tan tangible como, por ejemplo, la menor capacidad (a partir del siglo V) para poner en circulación mercancías, entre los puertos del mediterráneo occidental, sobre todo de oro, que en siglos anteriores (centrándose muy particularmente en el puerto de Marsella, pero también en otros). Se trata por parte de Pirenne, hay que recordar, de explicar la transición de merovingios a carolingios en el reino franco. En definitiva, hay una depauperización, con su ruralización, feudalización, etc, de las sociedades occidentales (esto quiere decir “degeneración”), durante ese proceso de “instalación”, más que invasión, de los germanos en el Imperio.
Por otro lado, he reducido mucho las citas, que ya tenía incorporadas en una versión más amplia del artículo, porque El Liberal es un periódico de actualidad política, y, aunque caben artículos más “de fondo” (en el sentido de no estar sujetos al “último grito” de la acuciante actualidad), me parecía abusar mucho sobrecargar con abundancia de citas (a riesgo de que Jano García me dijera, “te has pasado” -conste que jamás me ha dicho nada; al contrario, deja hacer sin ninguna cortapisa-). Pero ahora sí las voy a mostrar, las referencias historiográficas que hagan falta, al ser este un lugar, el que nos brinda gentilmente Javier Rubio Donzé y Academia Play, más adecuado para ello.
Pero vamos al meollo.
Parto de la realidad actual de la nación española, como nación canónica (comparable como tal a Alemania, Francia, Italia, etc), y se trata de determinar en dónde fijar su origen. Es decir, partimos de una estructura nacional actual, presente (con una lengua común, unas características institucionales, culturales en general, urbanísticas, familiares, religiosas, patronímicas, etc), para tratar de fijar su génesis histórica.
Ahora bien, ya que el concepto de nación no es univoco, sino análogo, la respuesta a la pregunta sobre el origen de la nación española actual tampoco puede ser unívoca, debiendo de contemplar las distintas acepciones de nación y sus géneros. Y es que las cuestiones relativas al origen nunca son independientes, y tampoco en el caso de la nación española, de la definición o esencia del concepto (la existencia implica la esencia), siendo así que muchas de las respuestas que se ofrecen a esta cuestión no distinguen esas acepciones de nación, lo que produce confusión precisamente por tratar de ofrecer respuestas unívocas a partir de un concepto que no lo es (Gustavo Bueno distingue muy bien dichas acepciones en España no es un mito, y a esa obra me remito).
Por ejemplo, aquellos que creen que la nación española nace en Cádiz (ya no digamos los que creen que nace en el Parador de Gredos, en el año 1978) reducen unívocamente el concepto de nación a la nación política, ignorando completamente el concepto de nación histórica o envolvente que le antecede, como si en Cádiz le hubieran dado a un interruptor constitucional, y la nación española echase a andar de repente, aglutinando a distintos pueblos (además, de «ambos hemisferios») por obra y gracia del constitucionalismo doceañista (cual doctor Frankenstein formando a su criatura con un chorro galvánico). Otros, también de modo unívoco, fijan el origen de la nación española a partir de los Reyes Católicos (el pistoletazo de salida sería el matrimonio de Isabel y Fernando en Valladolid en 1469), pero, en este caso, reduciendo nación, de nuevo unívocamente -suele ser lo más habitual en la literatura historiográfica- al concepto de nación envolvente (histórica), y muchas veces, además, confundiéndolo, a su vez, con el de nación política (cayendo en flagrante anacronismo, porque creen ver surgir en el siglo XV un concepto, el que identifica nación con soberanía, que es decimonónico). El embrollo que se forma aquí es total.
Es más, existe una corriente muy caudalosa de historiadores que, desde ese mismo quid pro quo anacrónico, fijan el origen de la nación política española en Covadonga, en el año 722, con la «restauración del orden godo» frente a la «invasión» islámica, contemplando la Reconquista como una especie de proceso de «liberación nacional» que tiene en Pelayo, asimilado a la figura del caudillo «libertador» decimonónico, a su líder carismático. De nuevo se trasladan esquemas del XIX, es decir, esquemas contemporáneos, al siglo VIII, viendo en la conquista islámica una suerte de invasión napoleónica (de hecho, Argüelles, en el discurso preliminar de la Constitución de Cádiz, las compara), pero viniendo desde el sur. Lo cual, por cierto, resulta, por incoherente, poco sólido, en tanto que hito fundacional de la nación española, porque esta tendría, necesariamente, que prexistir a la conquista islámica para poder ver en la acción de las huestes de Tarik y Muza una acción «invasora» (la nación ya tendría que estar constituida, como sí lo estaba con anterioridad a la «invasión» -en este caso sí- napoleónica, siendo esto precisamente lo que se discute). De hecho, para deshacer esta incoherencia, y llevando hasta el final la tesis de la Reconquista concebida como «liberación nacional», muchos remontan el origen de la nación española todavía más atrás, y la identifican con el reino visigodo de Toledo, poniendo en la «laudatio» de San Isidoro el punto culminante de este reconocimiento «nacional» (hispano-godo) de España, ya en el siglo VI. Y aquí es, me aparece, en donde se sitúa Daniel (aunque no totalmente porque habla de la “España visigoda” como embrión, pareciendo negarle su carácter pleno de nación española).
En definitiva, insisto, en la marca de estos hitos, se da una confusión constante entre las distintas acepciones de nación, a la que no es ajena la historiografía, y que, casi siempre, tiene un trasfondo ideológico. Sobre todo el concepto de nación política (que asimila nación y soberanía), por su propia vigencia y fuerza como realidad actual, contemporánea, se vuelve absorbente con respecto al resto de acepciones, y se acaba viendo una soberanía nacional actuando políticamente cada vez que, en un documento del siglo VIII, del XIII o del XVI, aparece el término «nación», como si detrás de su sola mención estuviese latiendo una soberanía, una sociedad organizada políticamente o con el afán (emancipador, independentista) de hacerlo (y así, de este modo sesgado, anacrónico, es como se justifica «documentalmente» el concepto de nación fragmentaria actual, a propósito de, por ejemplo, Cataluña, Galicia o País Vasco).
Y es que si bien los órdenes de la política y de la antropología (o la sociología) no pueden estar separados (las formas políticas requieren siempre de una materia sociológica y antropológica para realizarse), sí son disociables. Así, el estado, y sus transformaciones a lo largo de la historia, han tenido influencia sobre los grupos nacionales (étnicos), de tal manera que el dominio político ha tenido efectos aglutinadores (por ejemplo la Francia capeta sobre la borgoñona, la provenzal, etc), creando nuevas naciones (al mezclar unas poblaciones etno-nacionales con otras), pero también lo ha tenido separador (por ejemplo, el Reino Unido en Irlanda), cuando no invasivo hasta el punto de producir el desplazamiento, y en el límite, la destrucción deliberada de grupos nacionales enteros. Es más, muchas veces se contemplan determinados cambios políticos como nacionales cuando las transformaciones que se dan en ese orden político -en el del Estado (constituciones jurídicas, matrimonios reales, batallas, etc)- responden a una dinámica distinta de la nacional. Y es que la vida nacional tiene lugar en la antropología o en la sociología (en la intrahistoria, diríamos con Unamuno), teniendo la política una influencia oblicua sobre ella, y no recta.
Los españoles actualmente vivimos (como ciudadanos españoles) en la nación política, en un contexto institucional surgido en el siglo XIX (que supuso la homogeneidad legislativa en los códigos -civil y penal, comercial, etc-, en la fiscalidad, en la administración con la creación de las provincias, etc), y no en la nación histórica, que, por ejemplo, protagonizó como sociedad la acción bélica de Lepanto en 1571, o firmó la paz de Westfalia en 1648, o que fue objeto de crítica por Cervantes en el Quijote, etc. Una sociedad, la española de los siglos XVI y XVII, cuyo tejido institucional era completamente diferente al actual (desde la moneda hasta la organización de la administración del Estado, pasando por la economía, la religiosidad, etc), pero que se caracteriza como tal sociedad española, a pesar de los cambios, al existir unos rasgos comunes (la lengua castellana, y a través de ella la literatura, continuidad patrimonial, usos y costumbres, etc.) que la mantiene cohesionada con el cambio generacional y que persisten en la actualidad.
De este modo, si retrocedemos generacionalmente a partir de la generación actual, llegaríamos al límite en el que la sociedad española, como tal, desaparecería, y ya no se podría hablar de españoles en referencia al conjunto de esa sociedad, teniendo que hablar de godos, hispano-godos, hispanos (o lo que fuera). La Hispania goda, en este sentido nacional, nada tiene que ver con los españoles actuales, y sí todo, más bien, con los romanos. Así, dirá Thompson de los visigodos, que «aunque no disponemos de estadísticas, cabe afirmar que sus súbditos hispanorromanos debieron de superarles en una proporción de diez a uno, y quizás aún mayor. Su civilización estaba mucho menos desarrollada que la de los romanos que habitaban las provincias del antiguo Imperio. Algunos vivieron en las ciudades, pero no hubo una ciudad específicamente visigoda: vivieron en las antiguas ciudades romanas. Trajeron con ellos a España el código legal de Eurico; pero este código estaba escrito en latín y había sido redactado por juristas romanos. Adoraban al Dios cristiano, pero su religión era una herejía romana, y su teología había sido desarrollada por romanos, no por godos. Había entre ellos herreros y alfareros, pero carecían de arquitectos, escultores, pintores, artesanos del vidrio y mineros. Estaban familiarizados con la moneda acuñada, pero sus amonedadores eran romanos y sus monedas eran los tremises romanos (un tercio de sueldo o solidus). Siguiendo la práctica romana, a veces colocaban lápidas sobre sus tumbas; pero estas piedras tenían inscripciones en latín y no en lengua gótica» (E. A. Thompson, Los godos en España, Alianza editorial, 1971, pp. 15-16).
Pues bien, yo lo que digo, y esta es la tesis de Bueno en “España frente a Europa”, es que España no surge originariamente como nación (étnica) sino como un Imperio (es decir, como entidad política, metapolítica, mejor dicho), como idea teológico política (que no creo que sea poca cosa en absoluto, según me atribuye Daniel), de tal modo que sólo en el seno de este Imperio, como resultado del torbellino de relaciones (sociales, económicas, culturales, etc.) que pone en funcionamiento la acción secular imperial, surge España como nación, involucrando a gallegos, vascos, asturianos, cántabros, castellanos, catalanes, etc, que quedarán integradas, como partes suyas, y disueltas en el conjunto formado por los españoles (como las aguas de un río se mezclan en el cauce principal con las aguas procedentes de sus afluentes).
Un Imperio (una idea teológico política) que nace modesto, a partir de una batalla, más bien escaramuza, que se produjo en un lugar recóndito y escarpado de la montaña asturiana, que hoy llaman Covadonga, pero que será el embrión de una nueva formación política, el Reino de Asturias, que terminará desbordándose (primero en León, y después en Castilla) para crear las bases del Imperio hispano en el contexto de un largo proceso de transformación (etnogenético, si se quiere) que la historiografía, sea como fuera, ha recogido bajo el controvertido nombre de «Reconquista».
Y bien, ¿el concepto de «reconquista» responde a una realidad histórica, por muy inflamado que esté o pueda estar ideológica y políticamente hablando? Es decir, atendiendo al significado del término «re-conquista» (en el que ese «re» significa, se supone, réplica, respuesta acción-reacción a una conquista previa), ¿hay algo históricamente real en él, que no se pueda reducir a pura ideología justificadora, según quieren algunos?
No sería este, desde luego, el único caso en el que un término no se ajusta bien con el concepto que quiere representar, tanto en el contexto de las ciencias sociales o humanas («ciencias del espíritu»), como en las ciencias naturales. Así, el concepto químico de «afinidades electivas», como el biológico de «selección natural», o el mismísimo término físico de «átomo», son términos que, de algún modo, falsean el concepto que quieren representar (la noción de «partícula subatómica», por ejemplo, no tiene sentido desde el término átomo, procedente del atomismo de Leucipo y Demócrito, y que significa «sin partes»).
En la propia Historia existen términos como, sin ir más lejos, el de «edad media», que están definidos desde otras plataformas («edad media» es término despectivo definido oblicuamente desde un Renacimiento que, se supone, recuperaba la luz Antigua, clásica, perdida durante el medievo), y que, por tanto, no son términos de los que sean conscientes sus propios coetáneos. La Historia siempre se escribe desde el presente y, obviamente, ni Carlomagno ni Federico Barbarroja, sabían que vivían en la Edad Media, como César no sabía que vivía antes de la formación del Imperio romano, ni Alejandro supo nunca que, con él, con su muerte, se inauguraba la Época Helenística. En general, son términos que se definen en la historiografía, que tienen ahí su sentido (con más o menos claridad), pero que desbordan los propios acontecimientos históricos que señalan.
Pues bien, teniendo en cuenta estos matices, repetimos, ¿qué hay de real, histórico, en la noción de «reconquista» que no se pueda reducir a pura «justificación ideológica españolista»?
De lo que no cabe duda es de que existe una realidad actual, que no se la puede saltar ni el más posmoderno de los posmodernos (para el que cualquier realidad es un vago «relato», storytelling), y es la de que España es un país (una nación canónica) social y culturalmente cristiano, católico en concreto, y que ello tiene que ver con un proceso, llamado Reconquista, que se inició como respuesta a la conquista islámica de la Península ibérica a partir del año 711. Cuando se dice, como objeción a la admisión historiográfica del concepto, que las crónicas nunca han hablado de «Reconquista», en referencia a la acción iniciada por Pelayo, además de que es muy discutible («recuperatione» «recunquisierat», son términos que aparecen en los documentos), hay que tener en cuenta los resultados histórico-universales que desbordan, decíamos, una época determinada. Y el hecho, resultado de este proceso (verum est factum), es que España es hoy una nación política, cultural y socialmente católica (y no musulmana), y son mitos católicos, por muy mitos que sean (desde Covadonga y el patronazgo de Santiago en adelante), los que han conformado esa nación en todos los aspectos (desde los usos y costumbres cotidianos y festivos, hasta la toponimia y los patronímicos -la inmensa mayoría de los españoles tienen nombres bíblicos o del santoral- están marcados por el catolicismo), y lo han hecho en confrontación secular con el islam.
Eso no quiere decir que, por reconocer la realidad católica de España, ello nos comprometa con una idea providencialista sobre su origen, de la misma manera que la catedral de Santiago, siendo un edificio cuya razón de ser, como templo católico, es la liturgia ceremonial católica, no se mantiene en pie por la (inexistente) acción providencial de Dios, sino por las reglas técnicas de la arquitectura. España, en su lucha contra el islam, no se originó y desarrolló por ninguna acción providencial de Dios, sino por la acción política, bélica, administrativa, económica, productiva, doméstica, etc. de los que sacaron adelante esa lucha como “guerra divinal”, por decirlo con Alfonso de Cartagena, y que tanto gusta repetir a Américo Castro (lo cual no obstó, para ello, el concertar alianzas, tanto entre iguales como de vasallaje, etc, con las sociedades musulmanes que tenían enfrente).
La «reconquista», históricamente hablando, y esto tiene pleno sentido (no es nada ideológico), surge como respuesta (que tampoco es inmediata, hay un período “colaboracionista” con las autoridades islámicas por parte del propio Pelayo), la que se arma bajo el liderazgo de Pelayo, frente al avance de la conquista islámica, y que termina consolidándose como Estado, bajo la idea de una «restitución» de algo que se había perdido con el avance musulmán, tanto desde el punto de vista civil (el «orden godo» anterior), como eclesiástico (una iglesia no colaboracionista con el islam). Este es el núcleo, real, a partir del cual se va a desarrollar, con la ampliación de su radio de acción, primero con la formación del reino de Asturias, y después con su prolongación en León y Castilla, eso que todavía seguimos llamando actualmente España. Pero que surge, no como nación, así de un plumazo (como quieren algunos), sino como un estado, casi una jefatura poco más que tribal (en el entorno de varias naciones étnicas relativamente romanizadas de asturianos, cántabros, gallegos, vascos), que va a consolidarse, aglutinando a esos pueblos norteños, hasta convertirse en un Imperio, en principio más intencional que real, pero que va a conseguir desbordar ese ámbito “serrano” (como gusta decir a Sánchez Albornoz), e ir ganando terreno, en el valle de Duero, primero, para continuar adelante “recubriendo” al islam en un largo proceso que culmina en 1492.
Es ahí en donde aparece la nación española, resultado de la acción aglutinadora de ese imperialismo sobre la población peninsular, primero, para después, a partir de esa misma fecha, consolidarse definitivamente con la prolongación de su acción en América. Una nación española que, insisto, no aparece con Pelayo, que nunca puede ser adecuadamente concebido como un libertador nacional, porque no había nación española previa que liberar, sino una nación que cristaliza cuando este imperio medieval se consolide, comprometiendo en su acción a la población peninsular, y empiece a ser visto como tal desde el exterior, cosa que no ocurrirá hasta el siglo XIII (con una presencia política islámica ya muy debilitada en la península, a partir de las Navas de Tolosa).
Sólo cuando se pide el principio de la nación española ya constituida, como por ejemplo hace Sánchez Albornoz, se puede ver en Covadonga el inicio de una «liberación nacional», y entonces se puede hablar críticamente, como hablaba Ortega (en España invertebrada) de la Reconquista como un período excesivamente largo para que el nombre encaje en él. Pero la Reconquista no es un proceso de «liberación nacional», sino que es el período del proceso de su formación, del origen de España como nación histórica.
Dicho de otro modo, la sociedad española actual procede de la sociedad que se origina en las montañas de las cordilleras cantábrica y pirenaica y que tiene en el 722, en Covadonga, el hito o punto de inflexión, refractario a la conquista islámica, sirviendo esas montañas de parapeto y refugio de personalidades o facciones godas insumisas al dominio musulmán (Pelayo era un espatario rodriguista, y su suegro, Pedro, es el duque de Cantabria). Así, en su repliegue hacia el norte con el avance musulmán, núcleos dispersos de identidad hispano-godos, filtrados a través de ese limes Hispano (como lo llamó García Bellido) en las naciones periféricas situadas en la cornisa cantábrica y pirenaica (astures, cántabros, vascos), tratarán de restablecer la unidad cristiano-visigótica perdida.
El resultado, al tratar de sacar adelante el restablecimiento, tanto civil como eclesiástico, del orden gótico, es la generación de una sociedad con una nueva identidad política y cuyo desarrollo, si bien asume la influencia goda, responde a unos principios constitucionales nuevos.
En Pelayo, pues, van a converger, aunque sea retrospectivamente, las dos líneas de recomposición, la civil y la eclesiástica, del orden gótico («regimine Gothorum esset constituta», «recuperatione ecclesiae», dice la cronística de Alfonso III), pero en una circunstancia social, la de las naciones periféricas cantábricas, que hará que esa identidad política y eclesiástica cobre una orientación diferente. Es más, Pelayo, desde un punto de vista del orden civil («temporal»), no es, y nunca fue considerado, un rey godo, produciéndose aquí una discontinuidad, una cortadura entre la dinastía visigoda (de wambas, witizas y rodrigos) y la dinastía astur-leonesa-castellana (de alfonsos, ordoños, ramiros, sanchos y fernandos), que inaugura Pelayo, que es una prueba clara de este corte, de esa transformación en la identidad que significa Covadonga (a pesar de la intención restauradora de los propios protagonistas).
Por el lado del poder eclesiástico («espiritual»), el signo de la cruz va a estar asociado al propio acto político de resistencia en Covadonga, hasta el punto de que la cruz, el cristianismo, va a ser el motivo de lucha contra el conquistador islamita. Y es que es curioso que una de las pruebas más importantes que se suelen dar de la ausencia de romanización en el norte cantábrico, así lo hacen Barbero y Vigil, es la persistencia del paganismo. El cristianismo va a penetrar tímidamente, en su forma de vida eremítica (vida ermitaña en cuevas aisladas) en época visigoda. Curiosamente va a ser en el entorno de una cueva, y con restos de liturgia cristiana en su interior, en donde va a tener lugar el acto bélico de resistencia al islam (que, si no es el único, según Besga Marroquín, sí será el más importante por sus consecuencias).
Bueno, pues como decía una presentadora de TV de un programa de gran audiencia, hasta aquí puedo leer…
Espero que esto sirva como respuesta, sé que demasiado larga (y que, con todo, aún deja en el tintero muchas cosas) ante las objeciones planteadas por Daniel, y que reafirma mi posición por la que niego que los visigodos puedan ser considerados españoles.
Gracias, Javier Rubio Donzé, por acogernos en este foro sobresaliente como es el de Academia Play.