Titanic es sinónimo de grandiosidad, magnificencia y épica cinematográficas, la obra cumbre de James Cameron, un avezado maestro que en 1997 se autoproclamó rey del mundo. En cualquier tratado de historia del pensamiento político podemos hallar la frase atribuida a Marx y Engels, “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, contenida en el Manifiesto comunista de 1848. No recuerdo cuándo leí por vez primera tan celebrado y controvertido ensayo, auténtico aldabonazo en el surgimiento de las decimonónicas protestas y reivindicaciones proletarias, pero sí sé que el primer contacto que tuve con esta forma de pensamiento, la primera vez que comprendí que el verdadero motor de la historia, desafortunadamente, lo constituye la lucha de clases, tuvo lugar durante el inolvidable primer visionado de una de las grandes obras de la historia del cine: Titanic.
Aun a riesgo de convertir estas humildes líneas en una plétora de parabienes y elogios, vamos a tratar de desvelar algunos rasgos y aspectos que, a mi entender, convierten a Titanic en la película total, la tragedia romántica definitiva. En primer lugar, creo ineludible señalar que no estamos tan solo ante una peculiar revitalización del Romeo y Julieta shakespeariano, sino que esta obra se erige por méritos propios como una de las más deslumbrantes y titánicas -nunca mejor dicho- alegorías de la historia del arte. En el mito de la caverna, Platón entendía por alegoría a aquel relato cuyo principal objetivo consistía en convertir en visible lo invisible, en desvelar aquellos elementos y mensajes subliminales ocultos mediante un sistema simbólico inteligible.
Pues bien, el Titanic es el símbolo más logrado del hundimiento y naufragio de una cosmovisión, de una civilización, la occidental, que en los albores del siglo XX se encarrilaba inexorablemente hacia su propia destrucción, siendo buena prueba de ello el estallido de dos devastadoras y crudelísimas guerras mundiales y la infausta irrupción de alienantes regímenes totalitarios. Como indicaba Eric Hobsbawm, en su clásico libro La era del imperio, las postrimerías del siglo XIX se caracterizaban por la prosperidad, la bonanza económica y el progreso científico inherentes a la Revolución Industrial. Al comienzo de la película de James Cameron, en una asombrosa y brillante recreación del contexto histórico, podemos contemplar el regocijo, el entusiasmo y la exultación de una civilización que se sentía dueña y señora del mundo, absolutamente convencida de haber alcanzado las más altas cotas de felicidad, cuando en realidad se sumergía ineluctablemente en un acelerado e imparable proceso de delicuescencia y descomposición, como supo advertir Spengler en su aclamado ensayo La decadencia de occidente. La partida del buque nos muestra que esas expectativas pomposas y grandilocuentes no eran otra cosa que un frágil y vulnerable castillo de naipes, y que el sueño de la razón, en ocasiones, es capaz de idear y producir monstruos.
Muchos críticos profesionales, algo despistados a mi juicio, en sus “sesudas” elucubraciones y razonamientos llegaron a sentenciar que Titanic suponía una ruptura, una cesura insalvable con el cine clásico, opinión, creo, profundamente desacertada. La película está narrada en forma de evocaciones y recuerdos, de anamnesis, a través de la enternecedora, cálida y lúcida mirada de una provecta y afectuosa Rose, (Gloria Stuart), una de las pocas supervivientes de aquella tragedia. El elemento que desencadena el relato de Rose, -un rasgo muy proustiano- es el retrato que de ella hizo Jack, el joven rebelde e idealista, de espíritu inconformista y quijotesco, con el que viviría un efímero pero embriagador y apasionado idilio romántico en los desventurados días de la singladura del Titanic. Esta forma de narración cinematográfica encuentra precedentes clásicos tan enjundiosos como, nada más y nada menos, que El hombre que mató a Liberty Valance, donde John Ford se servía de una decrépita y desvencijada diligencia para hilvanar el relato del senador Ransom Stoddard, magistral y memorablemente interpretado por James Stewart.
El recuerdo, la memoria de Rose, probablemente estén algo enaltecidos, idealizados y romantizados; pero poco nos importa, porque su cautivador relato encierra una verdad terrible: los momentos más eufóricos y plenos de su malhadada existencia los vivió (y sufrió) durante la siniestra experiencia del naufragio del barco. De ahí que la esencia de esta historia no sea hiperestésica, melodramática o lacrimógena, sino, antes al contrario, se trata de una aterradora tragedia sin parangón en toda la historia del cine: el dramático infortunio de las vidas que no pudieron ser, de las proyectos, anhelos y sueños truncados, frustrados, implacable y terriblemente avasallados por el a veces cruel y veleidoso destino.
En definitiva, Titanic es el retrato más acerbo que se ha filmado sobre la hipocresía y la depravación moral de los magnates y potentados económicos, un sincero y contundente alegato a favor del amor verdadero, romántico e idealista como única vía para alcanzar la expiación y la salvación, como universal arma destructora de la sinrazón de las rígidas convenciones y encorsetados prejuicios sociales. Jack, un fantástico e inconmensurable DiCaprio, se erige en firme adalid del desclasamiento social. Hegel y Heráclito, dejaos de zarandajas, la guerra no es la madre de todas las cosas; Marx, olvida tus oscuros presagios filosóficos, la lucha de clases no ha de ser el motor de la historia: Cameron nos muestra que la fuerza motriz que hace que la historia avance de forma imparable es el amor, auténtica y más elevada razón de la existencia humana, como dejó meridianamente claro la insuperable pluma de nuestro eximio Miguel de Cervantes.
Los argumentos que normalmente se esgrimen contra esta proeza fílmica aseveran que es imposible la simultánea coexistencia dentro de una película del beneplácito masivo del público y la calidad cinematográfica. Según ellos, el auténtico y verdadero arte sólo ha de resultar accesible a una suerte de selecta secta de iluminados, presunción que, a mi entender, desprende un aroma deletéreo y reprobable. ¿Serán capaces estos “amables objetores” de proponer una película que refleje mejor el desvanecimiento y destrucción de los sueños, la cruel dicotomía entre realidad y ficción, la metáfora del repliegue y colapso de una civilización? Todo eso y mucho más es Titanic, la ya mítica y legendaria película de James Cameron, magistral exposición narrativa de las disímiles maneras de encarar y enfrentarse al insoslayable advenimiento de la tragedia y de la muerte: coraje, bravura, valentía y gallardía (cómo olvidar la abnegada y estoica heroicidad de los músicos de la orquesta ante la inevitabilidad de su fatídico destino) o con cobardía, amilanamiento, pusilanimidad y auténtico canguelo, como el que exhiben impúdicamente los representantes de la alta esfera de la sociedad. Yo tengo meridianamente claro mi posicionamiento: al lado de Jack y Rose hasta el fin de los tiempos, con el idilio amoroso y con el amor apasionado, romántico y verdadero. Ellos fueron, son y serán los auténticos reyes del mundo. Marx y Engels lanzaban una sincera proclama en el anteriormente mencionado Manifiesto comunista: ¡proletarios de todos los países, uníos! Con su venia me voy a permitir trastocar ligeramente este histórico apotegma: ¡enamorados de todos los países, uníos! Vosotros sois los verdaderos reyes del mundo.
Antes de que te vayas…