“Cuando todo parece perdido, a menudo llega la esperanza”.
Si hay una frase con la que se puede definir el legado de nuestro querido escritor inglés, es esta. JRR Tolkien, fue, es y será un faro de luz y esperanza para un mundo que se encuentra en plenos tiempos de confusión.
Un post de Sr. Bombadil
John Ronald Reuel Tolkien nació el 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, Sudáfrica. Era el hijo mayor de Arthur Tolkien y de esposa Mabel. Ya poco al poco tiempo después de nacido vivía en Inglaterra. Su madre, quien quedó viuda en 1896, fue perseguida y abandonada por sus familiares que la dejaron en la pobreza por convertirse al catolicismo. Mabel murió en 1904, dejando huérfano a los 12 años a nuestro querido Tolkien y a su hermano Arthur.
Para evitar que fueran educados en otra fe distinta a la católica, poco antes de morir, Mabel Tolkien dejó como tutor de sus hijos al Padre Francis Morgan, quien se transformó en un verdadero padre para el Profesor.
John estudió en la King Edward School y posteriormente en la Universidad de Oxford. En su etapa escolar armaría con sus amigos un grupo llamado Tea Club and Barrovian Society, más tarde ‘TCBS’. Aquí es donde nuestro famoso escritor comenzaría a compartir sus primeros trabajos literarios.
Casado con Edith Bratt, persona que también era huérfana y con quien compartiría una hermosa historia romántica, Tolkien fue autor de una de las grandes obras del siglo XX y que tiene vigencia hasta nuestros días: El Señor de los Anillos.
No hay duda alguna de que uno de los mensajes principales de dicha trilogía es la esperanza en todo momento, incluso cuando no es visible para los ojos de la razón. Hay pasajes de los libros, en el que hay tanta oscuridad que pareciera que no hay posibilidad de un final feliz ni del triunfo del bien. Sin embargo, todos conocemos su desenlace.
Tenemos muchas cosas que pesan en nosotros, dolores e historias de sacrificio y sufrimiento, en definitiva, pequeñas o grandes cruces sobre nuestra espalda. La historia de la infancia y de la juventud de Tolkien, no escapa de esto mencionado.
A los 3 años, perdió a su padre. A los 12, a su madre. Peleó en las trincheras de la I Guerra Mundial, en la Batalla del Somme, uno de los combates más cruentos de la historia de la humanidad, en la que murieron sus dos mejores amigos. Sufrió con profunda agonía tres años de separación de su amada Edith, tiempo en el que no tuvo contacto alguno con ella, pero a la que entregaba día a día su corazón. A sus 26 años, nada más quedaban vivos sobre la tierra de sus seres queridos, su hermano, Edith (que ya en ese entonces era su esposa) y su tutor. Evidentemente no era una carga sencilla de llevar.
Aun así, nunca vio en sí mismo el derecho de bajar los brazos y rendirse, sino que, al contrario: hizo de todo lo que padeció una motivación, una infranqueable fortaleza andante para seguir su camino de grandeza.
Podría haber desistido de su misión, como hacen muchos. Pero no fue así, y gracias a ello, podemos disfrutar de sus magníficos escritos literarios, con su profundo mensaje. Y de forma curiosa y recíproca, se puede decir que estos mensajes se vuelven más esperanzadores todavía, si vemos lo que fue su vida.
Para reforzar esta idea, me gustaría citar una de las tantas frases hermosas que escribió el mismo Tolkien en su obra culmen, y que bien sintetiza lo que estamos diciendo:
Este el mensaje que el escritor inglés le da a los que encuentra en este mundo lleno de dolores. Y esa es una de las funciones de los cuentos de hadas. La de renovarnos y salir al mundo con nuevos aires y sueños de grandeza.
Habrá momentos de alegría como también instantes de desazón. Es parte de la vida humana. Lo importante es no dejar de intentar alcanzar nuestro cometido.
La grandeza de lo simple…
¿Cuál podríamos decir que es otro de los principales mensajes que deja Tolkien en sus escritos sobre la Tierra Media? Entre las respuestas, estaría la exaltación que hace Tolkien de la sencillez, y de lo que es capaz de hacer esta junta con la magnanimidad.
Para quienes hemos leído los libros, sabemos bien que el significado de esta cita está de forma implícita a lo largo de la trilogía. No habría habido historia si un humilde y sencillo hobbit no hubiera afrontado con grandeza la misión de destruir el anillo ni tampoco la majestuosidad de Aragorn hubiera sido tal si hubiera olvidado la simpleza de vida.
Recordemos cómo comienza su tarea de destruir el anillo. Es en medio de la confusión que hay en el Concilio de Elrond, cuando no había respuestas a la interrogante de quién sería el más apto para ser el portador, cuando él se ofrece libremente como voluntario. Es precisamente este viaje lo llevaría a superar toda clase de límites, provocando que nada para él fuera como antes, tomando la decisión de partir en el barco que salía de los Puertos Grises.
A pesar de estar en varios momentos a punto de sucumbir o de morir, pudo cumplir su Misión. Más allá del fracaso que tuvo a último momento, Tolkien habla del elemento providencial que le dio a Frodo la mano que necesitaba para que el anillo fuera destruido. Es curioso pensar que toda la historia de la Tierra Media definiera su destino final en los actos de un hobbit, generalmente concentrado en las comidas, la alegría y las canciones, como diría Thorin Escudo de Roble. Y que este tuviera un buen desenlace.
El Señor de los Anillos es el final de una larga concatenación de hechos legendarios y heroicos, la punta del iceberg de la lucha entre grandes señores de ese mundo contra el mal. Todo hubiera sido en vano si Sauron hubiera recuperado el anillo único. Pero gracias a los más pequeños, no fue así.
Para el autor de esta obra ilustre, nada es casualidad. Debían ser los más desinteresados en la “política mundial” los que la definieran, los más simples y sencillos los que llevaran a cabo los más grandes actos para salvar a la Tierra Media.
Sin importar si se es el menos pensado de todos para cumplir con una difícil tarea, tanto cuanto se tenga la voluntad firme y un corazón magnánimo, se puede llegar lejos. No es un camino de rosas obviamente, sino uno arduo y laborioso, pero sí es un sendero en el que se puede seguir y llegar hasta el final.
Volvamos ahora a reflexionar sobre la frase mencionada al principio de este artículo. Sobre cuáles virtudes deben estar en el héroe de la historia para no desviarse de su destino. Ya vimos cómo Frodo, siendo un hobbit, una de las razas de la Tierra Media que era vista como desinteresada y que ignoraba quienes manejaban los hilos de su mundo, mostró un corazón grande y recto para llevar a cabo la misión más terrible de todas.
Volvamos ahora a reflexionar por la segunda parte de esa frase, que enseña que sin la sencillez, la nobleza y la heroicidad no tienen sentido alguno. Imposible no recordar en este momento la figura del gran Aragorn, hijo de Arathorn, el legítimo heredero del trono de Gondor, en quienes estaban puestas todas las miradas desde el momento en el que apareció. Es impresionante ver cómo el más importante de los hombres de su tiempo, el descendiente de Isildur, mostraba una simpleza admirable.
Estando a días del momento más esperado tanto por él como por todos, en el que iba a volver a ver un Rey en Gondor, la jornada de su coronación, es conmovedor ver cómo no se olvidó de los más pequeños de sus amigos, de los hobbits, pidiéndoles que estén presentes para ese instante tan especial:
Esto hace a la grandeza de Aragorn. No olvidó a los suyos, con quienes compartió terribles peligros y con los que forjó verdaderas amistades, en el día más importante de su vida.
Algunas conclusiones
La vida y la obra de Tolkien se entrecruzan constantemente, no de forma lineal alegórica, pero si es cierto que en El Señor de los Anillos se puede desvelar la filosofía de vida de su autor. Y cuánto ha hecho a un mundo que ya mucho había sufrido en el siglo XX por las Guerras Mundiales.
En un mundo que nos genera impotencia el ver tanta injusticia, el creador de la Tierra Media nos muestra que es mucho lo que podemos hacer.
Bibliografía
Carpenter, H. (comp.) Cartas de J.R.R. Tolkien, Barcelona, Minotauro, 1993.
Tolkien, JRR. “El Señor de los Anillos”, Barcelona, Minotauro, 1993.