En septiembre de 1517, Carlos de Habsburgo desembarcó por primera vez en las costas españolas para ser rey. En septiembre de 1556 lo hizo por última vez para… morir.
Cuando llegó a tierras castellanas con 17 años era un joven vitalista, dispuesto a comerse el mundo, a liderarlo, a convertirse en Emperador, en César. Emanaba vida por todos los poros de su cuerpo. En 1556, un Carlos V avejentado y enfermo, cansado de tanta lucha en el campo de batalla y fuera de él, regresaba a un reino del que apenas había disfrutado para convertirlo en su morada definitiva.
En su último viaje recorrió cerca de seiscientos kilómetros, la distancia que separa Laredo, en Cantabria, donde desembarcó con más de cincuenta naves, de Cuacos de Yuste, una pequeña aldea de Extremadura. Junto a una gran comitiva compuesta por decenas de personas, emprendió aquel viaje que le llevó por tierras de Cantabria, Castilla y León y Extremadura. Carlos V llegó a Jarandilla de la Vera, Cáceres, y se hospedó por un tiempo en el castillo de los condes de Oropesa, hoy convertido en Parador Nacional, en espera de la finalización del palacio que se estaba levantando anexo al Monasterio de Yuste, un lugar escondido al pie de la sierra de Tormantos. En febrero de 1557 los monjes de la Orden de San Jerónimo recibían a Carlos V. Terminaba así un viaje doloroso por su significado y por el sufrimiento de aquel cuerpo que ya no aguantaba más. Su compañera de viaje fue una litera, transporte al que tuvo que recurrir en numerosas ocasiones porque la montura a caballo le suponía una agonía. El reposo del guerrero comenzaba. Su descanso eterno estaba a punto de llegar.
En aquel palacete anexo al Monasterio de Yuste pasó Carlos V el resto de su vida, diecinueve meses. Acompañado por un gran número de sirvientes entre los que se encontraba un maestro cervecero, y rodeado de recuerdos guardados en su mente y en pequeños cofres, como la medalla de plata con el retrato de su amada Isabel de Portugal, esperó a la muerte. Pero antes tuvo que hacer frente a su último enemigo, éste más intenso y doloroso que Francisco I, Solimán el Magnífico o Lutero. La gota que padeció durante casi toda su vida, se convertía ahora, a sus 57 años, en un calvario. Y lo peor es que no fue el único de sus males.
La gota, el enemigo más cruel de Carlos V
Prognatismo, diabetes, hemorroides, asma, migrañas y gota. Fueron los enemigos a los que no pudo vencer. Hasta los 28 años Carlos V disfrutó de buena salud. A partir de entonces sus dolores en las articulaciones no le dieron respiro, ni siquiera en el campo de batalla. Uno de sus ataques de gota y de hemorroides lo sufrió en una de las mayores contiendas libradas por el Emperador, la batalla de Mülhberg contra los protestantes. Cada episodio de gota le dejaba postrado en cama durante semanas. Su padecimiento era terrible y aun así, montado a caballo o en su inseparable litera, se desplazó por medio mundo.
Carlos V fue un amante de la buena y excesiva mesa hasta el final de sus días. Sus malos hábitos alimenticios fueron la causa de su gota, sus problemas reumáticos y su posible diabetes. Según el doctor en Medicina Pedro Gargantilla, era tal su gula “que llegó a pedir al Papa una licencia para poder comulgar por las mañanas sin la necesidad de estar en ayunas”. Iba “de la mesa a la misa” según la crónica de un embajador veneciano de la época. Precisamente en ésta no faltaba la caza, la carne roja y el alcohol. Era capaz de beber un litro de cerveza en el desayuno y otro tanto en la comida. Su excesiva sed hace pensar en que padecía una diabetes. Solía llevarse a sus aposentos a la hora de dormir “un capón asado y jamón serrano por si durante la noche le despertaba el apetito y precisaba aplacar el gusanillo” (P. Gargantilla). Sus hábitos dietéticos no variaron en su retiro de Yuste. “No perdona el cordero asado; el buey y la ternera al horno, hervidos o cocidos; conejos y capones al horno; liebres, perdices, truchas, pescado fresco, si lo hubiere. Toda clase de repostería, dulces, compotas, mermeladas, barquillos y, en su temporada, los melones”. Y todo esto lo engullía, pues la deformación de su mandíbula no le permitía masticar correctamente.
Su prognatismo, causante de problemas en el habla y en la masticación, no le impidió comer. Lo hacía solo, sin que nadie pudiera observar sus apuros al masticar. El estado de su dentadura era penoso. Dicen que cuando llegó a Yuste lo hizo sin dientes. Tragaba la comida casi entera y para que ésta le supiera a algo, se la especiaban en exceso. De ahí que sus problemas digestivos fueran tremendos. Su estreñimiento crónico le hizo someterse a lo largo de su vida a frecuentes lavativas. Las especias y el estreñimiento le provocaron hemorroides crónicas. Los galenos que le asistían en Yuste le recomendaron que suspendiera el consumo de cerveza y que cambiara de dieta para aliviar sus dolores intensos en tobillos, rodillas, codos, muñecas y dedos de las manos. La gota estaba paralizando su cuerpo. Carlos V se negó en rotundo, ni siquiera cuando sus manos eran incapaces de sostener la pluma para escribir desde su retiro a su hijo Felipe II.
Un mosquito, llamado Anopheles, que vivía muy cerca del Emperador, en un estanque de su jardín en Yuste, puso fin a la existencia de Carlos V. Aquel mosquito alzó el vuelo una noche calurosa del mes de agosto y sin piedad, le picó. La malaria acabó con la vida de Carlos I de España y V de Alemania. No lo hicieron ni sus grandes enemigos terrenales ni sus numerosas enfermedades. Lo hizo un diminuto ser en un remoto lugar. Y lo hizo también, casualidades de la Historia, un mes de septiembre. Esta vez no escogió ese mes para llegar a España. Lo hizo para abandonar este mundo rumbo a la eternidad. Moría un 21 de septiembre de 1558.
Referencias:
- www.spain.info
- John Lynch. España bajo los Austrias I. Ed. Península
- Pedro Gargantilla. Enfermedades de los Reyes de España. Ed. La esfera de los libros
- Mónica Calderón. ww.rtve.es