La independencia de los territorios españoles durante el primer tercio del siglo XIX supusieron no sólo el fin de un imperio, sino también la vuelta al antiguo modelo de dominio total del Antiguo Régimen.
Las guerras de independencia hispanoamericanas fueron una serie de conflictos armados que se desarrollaron en las posesiones americanas del Imperio español (colonias administradas en forma de virreinatos) a principios del siglo XIX.
Tradicionalmente, hablando desde la óptica escolar española, se alude a esta situación diciendo que debido a la desconexión producida por el bloqueo marítimo que sufrió España, durante las guerras napoleónicas, las colonias empezaron a desvincularse de la metrópoli. Pese a ser un razonamiento válido, pues no dice nada erróneo, no es bueno aferrase a esta argumento. Este pensamiento reduce al mínimo una situación compleja, además de acotar el problema al periodo de las guerras napoleónicas, cuando fue un problema traído de momentos anteriores.
La chispa detonante del inicio de la carrera independentista fue el conflicto que se vivió en la Península Ibérica a principios del XIX, pero siendo justos la bomba ya estaba cargada y dispuesta a explotar, solo hacía falta una pequeña chispa. Como antes se ha dicho, sí que es cierto que la desconexión entre Madrid y sus dominios de ultramar, a causa del bloqueo naval, infligido por Gran Bretaña, supuso una enorme lacra para el Reino de España. Pero argumentar esto es minimizar al máximo una intrincada y compleja situación. Por supuesto que hubo una desconexión, pero no más de la que hubo habido siglos atrás. Los miles de kilómetros que separaban a los dominios peninsulares con los americanos siempre habían estado ahí. América siempre había funcionado como un ente relativamente independiente, no con ello se quiere decir que fueran independientes ya que debían seguir las normas dictadas desde la península. Por lo tanto alegar que la separación entre Madrid y sus dominios supuso la causa principal para las Independencias americanas es incompleto.
Durante el enfrentamiento entre España con Portugal y Gran Bretaña, contra el Imperio de Napoleón, se produce uno de los mayores hitos no solo de la guerra, si no de la historia general de España. En 1812 se promulga la primera Constitución española, conocida como la Pepa. No solo supone un momento culmen para España por ser su primera Carta Magna, sino que también lo supone por los ideales estampados en ella. El liberalismo empapó enormemente este texto constitucional. La Pepa mama directamente del pensamiento liberal de finales del XVIII y principios del XIX, es heredera directa de los ideales de las revoluciones americana y francesa. Con el articulado de este texto se buscaba desbaratar el Antiguo Régimen, que encarnaba a la vieja nobleza, al dominio real absoluto y a la alta jerarquía eclesiástica. Durante siglos España y sus colonias habían sido dominadas por el férreo puño del Antiguo Régimen, cercano a las ideas del absolutismo, del feudalismo y del catolicismo más cerrado. Los territorios españoles en América tampoco escaparon de esta situación, instaurándose profundamente en ellos los ideales del Antiguo Régimen. El pensamiento liberal por el contrario buscaba eliminar esta vieja lacra. Pese a ser un gran avance social y político, el nuevo ámbito constitucional español no logró solventar el patente distanciamiento entre peninsulares y americanos. La poca representación americana y la falta de profundización en el problema colonial supusieron una losa inamovible para la política colonial española.
Pese a que en el continente americano hubo una alta representación y aceptación del ideario liberal, estos no tuvieron el peso suficiente para instaurase como la nueva alternativa al viejo poder. Las élites sociales, económicas y políticas eran favorables a la vieja política, al Antiguo régimen y su arcaico sistema de poder. Este pequeño espectro poblacional, el cual ostentaba prácticamente todo el dominio en la América hispana, veía con malos ojos la nueva hoja de ruta tomada por la política española. Les aterraba el nuevo sistema que se estaba implantando en España y en Europa, la idea de abandonar sus aéreas de influencia y de dominio. Si esa nueva corriente de pensamiento, más abierta y proclive al dominio popular, se instauraba en los territorios americanos iban a perder el poder que durante siglos habían tenido ellos y sus antepasados. La única manera de mantener intacto dicho poder era separarse del problema, es decir independizarse de los peligrosos liberales españoles y su temida constitución. Es justo en este momento en la década de los 10 del siglo XIX, cuando los criollos comienzan a virar sus posiciones hacia un ferviente independentismo. Movidos por la codicia del poder, las clases dominantes americanas, que durante siglos se habían arrodillado ante la figura del monarca español y que se habían resguardado debajo de sus capas, se empiezan a decantar por la independencia.
Esto no quiere decir que no hubiera verdaderos independentistas americanos, que luchasen por sus respectivas naciones, claro que los hubo y muchos. Incluso muchos liberales eran partidarios de las independencias americanas. Pero lo cierto es que éstos se vieron fuertemente apoyados por el Antiguo Régimen americano, que para salvaguardar sus bolsillos y sus parcelas de poder apoyaron en gran medida esta nueva situación. Lo cierto es que, tras la explosión de las independencias y la enorme proliferación de nuevos países, fue esta vieja clase dominante la que tomó las riendas de las nuevas naciones.
Entonces podemos entender que el nacionalismo iberoamericano y las posteriores independencias, no solo surgieron por el distanciamiento tanto físico como ideológico y político con España, sino que fue enormemente alimentado por los viejos dominadores, herederos naturales del Antiguo Régimen.
Bibliografía
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Chust, M y Frasquet, I. Tiempos de revolución: comprender las independencias iberoamericanas. Fundación Maphre, D.L. 2013:Madrid.