Yo, Hispania
La cosa fue que paz, lo que se dice paz, no la hubo en Hispania hasta que Octavio Augusto, primer emperador, llegó en persona y avasalló a las últimas tribus de irreductibles cántabros, vascones y astures, que resistían en plan hecho diferencial enrocados en sus pieles y costumbres ancestrales. Augusto, sin prestar oídos a ningún tipo de reivindicación los acabó incorporando con los brazos abiertos y una espada en cada mano alrededor del 19 a.C. La guerra duró diez años y fue tan sangrienta que se zanjó con el virtual genocidio de los nativos. “Clavados en la cruz, morían entonando himnos de victoria” escribe Estrabón de aquellos bravos irreductibles.
Una paz, no obstante, que suscita muchas reservas y que un historiador romano expresó así: “Llaman pacificar un país a destruirlo”. De todas formas, al menos era paz. Y romanización. La inmigración italiana, la mayoría de las veces veteranos de los ejércitos a los que se les cedían pedazos de tierra, fue creando una Hispania romana plenamente consciente de su latinidad. Aunque bien seguro que también ayudaron las numerosas obras públicas, prosperidad y empresas comunes que llenaron el vacío que la palabra patria había tenido hasta entonces. Se impulsó una inmensa red de carreteras por toda la península y ésta se dividió en la Bética, la Lusitana y la Citerior.
Prueba de esta integración fueron los numerosos hijos que esta tierra entregó a la historia de Roma: Trajano, Adriano, Séneca, Marcial, Teodosio, Lucano, Columela… tres emperadores, un filósofo, un retórico, un experto en agricultura internacional, un poeta épico y uno satírico. Entre otros. En cuanto a la lengua, el latín se introdujo como lengua madre de todas las actuales. También por esas fechas comenzaron a llegar los primeros cristianos.
Los romanos, como politeístas, eran muy tolerantes en materia de religión. Incluso podríamos decir que hasta algo escépticos: “¿Quod es veritas?”, le pregunta Pilatos a Cristo. De hecho, no tenían ningún tipo de inconveniente en adoptar como propios los dioses de los pueblos sometidos, siendo el ejemplo más famoso el de los dioses griegos pero no el único. En este contexto el cristianismo, en un principio una secta menor entre tantas otras, no tuvo dificultad para extenderse por el Imperio. Los problemas vinieron más tarde.
Las sucesivas crisis en el Imperio hicieron que la población se empobreciese cada vez más drásticamente mientras que los propietarios se tornaban más avariciosos atrincherados en sus lujos y placeres. Los pobres, en fin, se fueron haciendo cada vez más pobres y los ricos más ricos. En ese contexto el cristianismo obtuvo un auge sin parangón al aceptar a tantos infelices que buscaban ir al cielo en pos de una vida mejor. Ahí echaron sus primeros dientes el fanatismo y la intransigencia religiosa que ya no nos habría de abandonar nunca. El cristianismo, como toda religión monoteísta, tendía a la intolerancia y a la exclusión de los dioses ajenos, y esto ya lo aceptaban peor los paganos.
Al principio los emperadores reaccionaron y ordenaron la purga del culto. Sin embargo, la decadencia del Imperio les impedía mejorar las condiciones de vida de sus propios ciudadanos, por lo que cuando se extinguía el cristianismo en una ciudad éste brotaba en mayor fuerza en todas las adyacentes, con un avance social a velocidad de crucero. Poco después los emperadores, con cada vez más problemas de los que ocuparse, fueron levantando las prohibiciones. Tiempo atrás quedaban los días de Nerón. La primera conferencia episcopal de la que se tiene constancia fue en Granada en el año 300, integrada por 19 obispos. El cristianismo firmó su broche de oro cuando el emperador Teodosio, natural de Segovia, lo declaró religión oficial del Imperio en el 380. Desde entonces el alto clero hispano empezó a ganar influencia, incluyendo la propiedad y la política, en un mestizaje con el Estado que dura hasta nuestros días.
Y por si fuera poco, los antiguos legionarios que habían conquistado el mundo a base de sudor y sangre se amansaron un poco y en vez de pasar a cuchillo a los bárbaros (extranjeros que no salvajes) como era su obligación, les dio por meterse en política poniendo y quitando emperadores. Treinta y nueve hubo en medio siglo, muchos con la mala costumbre para la salud de caer sobre una espada, muchas de las veces sujeta en la mano de algún antiguo amigo.