El 27 de enero es el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. El órgano principal de las Naciones Unidas, la Asamblea General, estableció por resolución dicha fecha debido a que fue el día en el cual, en el año 1945, el Ejército Rojo liberó el mayor de los campos de concentración y exterminio: Auschwitz. El tema que la ONU ha fijado para el presente año 2018 es “recordación y enseñanza del Holocausto: nuestra responsabilidad compartida”.
Lo primero que hay que decir es que la pretensión de comprender los fenómenos políticos no conlleva esquivar el agravio ni mucho menos justificarlo. Antes bien, consiste en un enfrentamiento con el proceso que se analiza y en un examen de la realidad que lo constituye. Por consiguiente, es imperioso entender el Holocausto y el antisemitismo. De hecho, ha sido un fenómeno insoslayable para el desarrollo intelectual, moral y político de Occidente.
“La personificación del diablo como el símbolo de todos los males asume la forma de vida del judío” Adolf Hitler (Mein Kampf)
En cuanto a la delimitación conceptual del antisemitismo, en relación con el Holocausto y el totalitarismo, no se pueden eludir las precisiones que Hannah Arendt realizó en su imprescindible y fundamental obra Los orígenes del totalitarismo. Lo primero que Arendt señala es que el antisemitismo, siendo una ideología secular decimonónica no es lo mismo que el odio religioso hacia los judíos. La denominación del primero era incluso desconocida hasta los años setenta del siglo XIX, a pesar de que sus argumentaciones ya estaban recorriendo las ideas sociales. Por otro lado, el segundo es una consecuencia del antagonismo y de la hostilidad recíproca entre diferentes confesiones en conflicto. Además, es más que cuestionable que los juicios y afinidades emocionales del primero deriven del segundo[1]. Otra importante consideración heurística sobre la que Arendt llama la atención es que el antisemitismo moderno no puede identificarse con el nacionalismo tradicional y que aumentó a medida que decaía el equilibrio de poder del sistema de la Nación-Estado.
El Holocausto fue un programa de genocidio que aplicó el régimen totalitario nacionalsocialista contra la población judía. Fue en los Juicios de Núremberg cuando se hizo pública la cantidad de judíos exterminados: alrededor de seis millones. La cifra se determinó con arreglo a los archivos nazis y cabe destacar que no fue refutada por Adolf Eichmann en su juicio en Jerusalén. Tras la publicación de La destrucción de los judíos de Europa de Raul Hilberg, muchos investigadores concluyeron que el número real se aproximaba más a cinco millones. Sin embargo, recientemente se ha vuelto a considerar la cifra anterior (seis millones) al tener en cuenta a aquellos judíos que murieron en los guetos debido a la inanición, a las enfermedades o al frío, además de los fusilados por los escuadrones de ejecución ambulantes de las SS denominados Einsatzgruppen. En los Procesos de Núremberg, el Obergruppenführer (líder superior de los grupos) de las SS Erich von dem Bach-Zelewski declaró que el objetivo de estos grupos era aniquilar a los judíos principalmente, tarea que cumplieron con efectividad ya que, según sus propios expedientes, asesinaron aproximadamente a un millón cuatrocientas mil personas.
La racionalidad de la planificación y la disciplina y eficacia de su ejecución fueron especialmente elevadas y precisas. El Holocausto fue planificado por el mismo Estado y se estableció como un fin político elemental para la Alemania nazi. Asimismo, la singularidad de este genocidio se hace patente en que la eliminación física de la población judía se realizó de un modo sistemático y con una racionalidad mecánica ligada a una efectividad industrial con instalaciones específicamente construidas para dicha finalidad. El propio Hitler habla en Mein Kampf de un antisemitismo racional dirigido a “la supresión sistemática y legal de los privilegios de los judios”, cuya meta es la eliminación de los mismos.
El elemento más característico del exterminio es la cámara de gas. Este macabro ingenio consistía en un recinto cerrado herméticamente en el que se confinaba a un grupo de personas a las que se les decía que se trataba de una ducha colectiva. Los prisioneros entraban desnudos y se cerraban las puertas para después introducir el gas Zyklon B por tuberías del tejado. Dicho gas es un pesticida a base de cianuro que fabricaba la compañía IG Farben. El Zyklon B reaccionaba con la humedad y producía la sofocación de las personas, la anoxia (por la que los esfínteres no se podían controlar), la inconsciencia, el coma, la muerte encefálica y la muerte. El proceso duraba entre 20 y 25 minutos. Por tanto, la muerte no era instantánea, sino larga y tremendamente agónica.
Además de la muerte, las víctimas padecieron inhumanos y prolongados sufrimientos. Las condiciones de vida en los campos de concentración eran extremas y brutales, tal como señalan algunos supervivientes que relataron sus experiencias como Primo Levi (Si esto es un hombre) o Viktor Frankl (El hombre en busca de sentido). Algunos presos fueron usados para realizar experimentos médicos en los que se les provocaba hipotermia, se practicaba el trasplante huesos, se los esterilizaba y castraba, se les inoculaban enfermedades como tifus o malaria, les provocaban quemaduras, etc. La reclusión, los trabajos forzados, los maltratos, la inanición y la muerte segura tanto propia como de sus allegados, producían desmedidos daños irreparables físicos, psicológicos y morales.
El horror del Holocausto queda plasmado, entre otros muchos aspectos, en una contestación que Heinrich Himmler dio en Pozdan en 1943, en la que expresaba que fue preciso “hacer desaparecer a ese pueblo de faz de la Tierra” ante la cuestión de qué hacer con las mujeres y los niños. Asimismo, entre las víctimas también se encontraban enfermos y discapacitados, otros grupos étnicos como los gitanos, grupos políticos como comunistas, homosexuales, etc.
«El Führer ha dado la orden de proceder a la solución final del problema judío. Nosotros, los SS, somos los encargados de llevar a cabo esta orden. A usted le incumbe esta tarea dura y penosa.» Heinrich Himmler a Rudolf Höss
Cabe recordar que el término Holocausto es de origen griego (holókauston) y, en principio, hacía referencia a un ritual religioso. Holos quiere decir “todo” y Kaustos “quemado”. Es a partir de los años cincuenta cuando se empieza a usar dicho término para aludir al genocidio perpetrado por los nazis. Algunas personalidades como el escritor Imre Kertész, que fue deportado a Auschwitz con catorce años, rechazaron el término Holocausto por considerarlo un eufemismo, sin embargo también lo usaron puesto que su empleo ya es inevitable dada su extensión.
Otro término utilizado es el vocablo judío Shoah, el cual significa destrucción, devastación o gran catástrofe y se aleja de la connotación religiosa de “Holocausto”. Además, Shoah es el título del documental de Claude Lanzmann que causó gran impresión por los testimonios recogidos exhaustivamente en una película de 566 minutos de duración. El término que emplearon los nazis fue Endlösung, que significa “Solución Final”. Se trataba de la solución definitiva al “Problema Judío”. Otro eufemismo fue “Tratamiento Especial”, que en alemán se dice Sonderbehandlung. Fue con los acuerdos asumidos por el gobierno de la Alemania nazi en la conferencia de Wannsee en enero de 1942 cuando se adoptó «solución final de la cuestión judía».
En definitiva, hay que decir que debido a la diversidad y a la gran cantidad de referencias, a la extensión del proceso histórico, a la amplitud conceptual de las categorías aplicadas y a las distintas perspectivas teóricas, son más que adecuados la discusión sobre el tema y el debate sobre la comprensión más apropiada. Sin embargo, es intolerable caer en la ramplonería intelectual, la ceguera histórica y la mediocridad moral del negacionismo del Holocausto que, para nuestra sorpresa, es una postura sin validez metodológica que abunda más de lo razonable. Nos encontramos ante uno de los crímenes colectivos más terribles de la historia reciente, a cuyas víctimas debemos recordar.
Algunas lecturas recomendables (es sólo una selección, hay muchas más obras):
Agamben, G. Lo que queda de Auschwitz.
Arendt, H. Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén.
Bauman, Z. Modernidad y holocausto.
Frankl, V. E. El hombre en busca de sentido.
Hilberg, R. La destrucción de los judíos europeos.
Kertész, I. Un instante de silencio en el paredón: el Holocausto como cultura.
Levi, P. Si esto es un hombre.
Berenbaum, M. J. y Peck, A. J. The Holocaust and History: The Known, the Unknown, the Disputed, and the Reexamined.
Poliakov, L. Historia del antisemitismo y La causalidad diabólica.
Ternon, Y. El Estado criminal: los genocidios en el siglo XX.
Wiesel, E. Trilogía de la noche.
[1] Cf. Los orígenes del totalitarismo, Arendt, H.