Descubrí a Julian Barnes con su novela El loro de Flaubert, novela metaliteraria en la que, a través de un narrador ficticioaficionado a la literatura de Gustave Flaubert, descubrimos la vida y obra del escritor francés. Me gustan tres tipos de libros: los que te dan una perspectiva diferente de tus prejuicios, los que te emocionan y los que te acercan a otras obras de arte, ya sean literarias, musicales o pictóricas. La literatura de Barnes contiene estos tres ingredientes. Deslumbrado por su forma de escribir y la cantidad de referencias culturales a la que hace referencia en esta novela, decidí seguirlo en otras obras, lo que me llevó a El Ruido del Tiempo.
Siguiendo su ambientación, podríamos estar haciendo un viaje a la URSS de Stalin y a la música de la época. Sin embargo, en el ruido del tiempo, Rusia, la música, los líderes soviéticos, y el mismísimo protagonista, el celebérrimo compositor Dimitri Shostakóvich, son simple atrezo para el verdadero viaje al que Julian Barnes nos invita. El novelista inglés, a través de los recuerdos y el carrusel de pensamientos ficcionados de Shostakovich nos invita a reflexionar sobre la relación del poder con el arte, con el público objetivo del arte y con la función del miedo como mecanismo de control social.
La novela consta de tres capítulos en los que nos habla de 3 momentos clave en la vida de Shostakovich: el primero en 1936 tras una mala crítica de su ópera que puede mandarlo a Siberia, el segundo en 1949 cuando asiste como representante de la URSS al Congreso Cultural por la Paz en Nueva York y el tercero en 1960, cuando Krushev lo nombra presidente de la Unión de Compositores Rusos. Tres momentos de su vida que representan 3 formas de relación entre el arte y el poder.
El comienzo de la novela te introduce en muy pocas páginas en el ambiente de terror de los años de la purga de Stalin previos a la Segunda Guerra Mundial cuando, tanto rivales políticos como escritores y artistas, acabaron en sótanos del NKVD, en gulags siberianos o directamente desaparecidos. Barnes lo cuenta situando a Shostakovich de pie toda la noche en la puerta del ascensor de su edificio para que, cuando los agentes de la policía política vengan a buscarlo, no despierten a su familia. En esas largas horas de madrugada en que cada vez que suena el mecanismo del ascensor se activa su mecanismo interno del miedo, repasa su vida desde su niñez. El repaso se detiene dos días antes del momento en que lo cuenta, cuando se firmó su sentencia de muerte. El día siguiente a que Stalin asistiera a la representación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, cuando el editorial del Pravda tildara su obra de formalista y de bulla en vez de música.
Esta circunstancia sirve al protagonista para reflexionar acerca de a quién pertenece el arte. En escasas franjas históricas encontramos que el arte pertenezca al artista. El arte pertenece al artista cuando es capaz de sortear sus circunstancias históricas y mandar un mensaje a la posteridad. Por ejemplo, con la manera en que el carnaval de Cádiz, una vez reinstaurado por el franquismo, es capaz de sortear con ingenio la censura, o cuando el propio Shostakovich utiliza la ironía para criticar al Stalinismo sin dejar de utilizar modelos musicales stalinistamente aceptables. Pero es difícil encontrar la libertad y autenticidad pura del artista. Incluso hoy en día, la mayoría de las películas que vemos y novelas que leemos son encargos de la productora o la editorial. En la Edad Media el arte pertenecía a la Iglesia, en el renacimiento al mecenas que ponía el dinero, en el barroco a la nobleza y los reyes, en la época moderna al burgués urbano culto y con dinero para ir a galerías y teatros y con las vanguardias del siglo XX el arte fue dueño de sí mismo, el arte pertenecía al arte. Hoy en día el arte pertenece al mercado (de ahí que Maluma, Marvel y Dan Brown sean las expresiones artísticas más cotizadas en el siglo XXI).
Lenin decía que el arte pertenecía al pueblo. Pero muerto el líder revolucionario e incumplida su última voluntad, que pedía que Stalin no debía ser su sucesor, en la URSS dejó de importar lo que opinara el público o la crítica. La reputación y la vida dependía solamente de si le gustaba al líder.
Del artículo del Pravda que inaugura la primera parte del libro se puede obtener una idea bastante clara de lo que significaba el arte para Stalin:
“los compositores fácilmente podían desviarse del tipo de música que el pueblo deseaba oír. Y más aún, puesto que todos los compositores eran empleados del Estado, era deber de éste, si cometían ofensas, intervenir y obligarles a una mayor armonía con su público.” (Pravda)
Pero lo que pensaba Stalin no es aplicable al papel del arte (ni al de muchas otras cosas) para el comunismo. Su comprensión de la cultura, al igual que de la revolución, era la de un iletrado reaccionario y obsesivo. Consideraba que las composiciones simples y folclóricas eran las más altas representaciones artísticas y que el arte abstracto y de vanguardia era despreciable arte formalista, burgués. Desde la revolución y durante todo el mandato de Lenin el arte no sólo es considerablemente libre sino que entra en ebullición. Los artistas crean un nuevo arte de estilo modernista, algo que había rechazado la anterior clase aristocrática blanca. Aunque muchos artistas consagrados emigrarían ya en esta época a occidente debido a la guerra civil, los integrantes de las vanguardias apoyaron la revolución, viéndola como una oportunidad para abrir la cultura a otros horizontes diferente al monopolio academista de la época anterior y para separar el arte y el estado. Artistas, escritores y cineastas como Kandinsky, Pável Filónov, Malévich, Chagal, Eisenstein o Vladímir Maiakovski disfrutaron de libertad artística y ocuparon puestos de responsabilidad en la dirección cultural durante estos primeros años, antes de ser silenciados con la contrarrevolución termidoriana de Stalin.
La censura del arte y el asesinato de artistas rebeldes ha sido transversal a lo largo de la historia. En la antigüedad clásica, Sócrates fue obligado por un tribunal ateniense a beber cicuta por criticar la tiranía de Critias. Ovidio fue desterrado por Augusto, y Séneca condenado a muerte por tres emperadores romanos: Calígula, Claudio y Nerón. ¡Cómo sería su oratoria para sobrevivir a dos de ellos! El cristianismo fue el gran censor de la Edad Media, desde el emperador Teodosio que ordenó quemar todos los escritos de los enemigos de la nueva religión oficial, hasta la prohibición de la traducción de la Biblia a idiomas vernáculos para que la única interpretación posible fuera la institucional.
En el siglo XX encontramos ejemplos en el asesinato de García Lorca por el franquismo, en la noche de quema de libros prohibidos del régimen Nazi, en el asesinato de Victor Jara por los golpistas de Pinochet, en la prohibición del carnaval en la España franquista o en la lista negra de McCarthy. La película Trumbo, protagonizada por Bryan Cranston, cuenta muy bien el ostracismo que vivieron los directores y guionistas comunistas de Hollywood en los años 50, hasta que Kirk Douglas, en un acto de valentía, desafió al macartismo exigiendo que Dalton Trumbo apareciera en los créditos de su película “Espartaco”.
Volviendo a la novela de Julian Barnes, en el segundo capítulo vemos un cambio en la forma de relación entre arte y poder. Han pasado los años duros de Stalin y con todo sospechoso de disidente muerto o encarcelado, el líder Soviético decide utilizar el arte en su favor. El poder manda a Shostakovich a la conferencia de Paz de Nueva York como uno de sus representantes y lo obliga a dar un discurso denostando al que para él era el mejor compositor del siglo XX, su compatriota Stravinski, exiliado en EEUU.
Esta utilización de la fama del músico en beneficio de la propaganda se ve aún más claramente en el tercer capítulo, cuando Nikita Krushev lo nombra director de la Unión de Compositores. Con Krushchev en el poder, esta relación es mucho más relajada. La censura sigue existiendo, pero se liberan artistas de los gulags y la utilización del arte por el poder pasa a ser una petición y no una orden, aunque tras 30 años de terror, a muchos escritores y músicos se les había olvidado cómo ser asertivos.
¿En qué otros momentos históricos vemos la utilización propagandística del arte por el poder?
Tenemos un claro ejemplo en la creación de los mitos fundacionales del Imperio Romano, cuando Mecenas encarga a Virgilio la Eneida para hacer la pelota a Octavio. La obra de Virgilio serviría para ligar el poder de los emperadores a la estirpe de los héroes de la Guerra de Troya, justificando la legitimidad semidivina de su gobierno. Una función parecida desempeñaría el pintor Jacques Louis David para la Revolución Francesa con cuadros como El juramento del Juego de Pelota y más tarde para Napoleón (Napoleón cruzando los Alpes).
En la fundación de EEUU vemos en la utilización del arte un claro paralelismo de construcción de los mitos fundacionales con lo que sería la Eneida para Roma. Los peregrinos del Myflower se identifican con Eneas huyendo de Troya y George Washington es el Cesar Americano (el cuadro del general cruzando el río Delawere de Emanuel Leutze es una clara referencia a Cesar cruzando el Rubicón). Pero si hay un tipo de arte que ha servido para promocionar las ideas surgidas de la Casa Blanca y el Pentágono, ese ha sido el séptimo.
Hollywood nos ha hecho creer que el día D, con el desembarco del tío Sam en Normandía, fue el punto de inflexión que salvó a occidente del nazismo, ignorando al millón y medio de muertos de Stalingrado. Washington tenía departamentos específicos para introducir sus valores en películas, al principio de una manera completamente explícita con títulos como “The Red Menace”. Pero después de una manera mucho más sutil con la inserción de imágenes y diálogos favorables a las tesis y los valores del mundo occidental. Lo dijo el propio presidente de EEUU, Dwight D. Eisenhower: “Nuestro objetivo en la Guerra Fría no es conquistar o someter por la fuerza un territorio. Nuestro objetivo es más sutil, más penetrante. Estamos intentando, por medios pacíficos, que el mundo crea la verdad. (…) La ‘guerra psicológica’. Es la lucha por ganar las mentes y las voluntades de los hombres”. La CIA ayudó a distribuir por todo el mundo la adaptación animada del clásico de Orwell Rebelión en la granja y propuso a las principales figuras del cine del momento, como John Wayne, que sus películas contuvieran un mensaje en defensa del “mundo libre” y contra la “tiranía comunista”. Toda esta guerra fría cultural ha hecho que en occidente se identifique al comunismo sólo con el peor momento de Stalin.
La gran genialidad de Barnes, no sólo con el ruido del tiempo, es que su obra es un torbellino de inteligentísimas reflexiones filosóficas y artísticas. Nos hemos dejado en el tintero ideas tan interesantes como su guiño a la visión tolstoyana de la historia (“nada comienza nunca de manera tan concreta. Empezaba en diferentes lugares y en mentes diferentes”), su referencia a que el genio y el mal son incompatibles (rebatible con casos como Polanski, Caravaggio o Kevin Spacey), el choque del comunismo y del capitalismo cuando Shostakovich viaja a Nueva York (“¿Y qué esperaba de América? No, desde luego, capitalistas de caricatura con sombreros de copa y chalecos de barras y estrellas desfilando por la quinta avenida y pisoteando al proletariado famélico”), etc.