Roma no se levantó en un día, y su sistema político tampoco. Siglos de evolución fueron modificando las estructuras políticas de aquel pequeño asentamiento fundado por Rómulo hasta conformar el Imperio más poderoso de su tiempo. Y para entender como aquella ciudad situada en el monte Palatino acabaría dominando todo el Mediterráneo, hay que conocer a sus administradores.
“Roma no paga traidores”.
Publio Cornelio Escipión, Cónsul de Roma.
Roma, en sus comienzos, no era más que una comunidad de ciudadanos libres agrupados bajo la fórmula de una ciudad-estado. Sin embargo, los romanos no habían desarrollado todavía el principio de individualidad que nos ha llegado a nuestros días. Para ellos, el eterno debate entre Estado e individuo era inexistente. Los ciudadanos no poseían derechos fuera del Estado, que los englobaba en un concepto abstracto conocido como res publica (el interés común).
Esa primigenia República constituida en el año 509 a.C., tras la caída de Tarquino el Soberbio, último rey romano, fue dirigida por ciudadanos electos, denominados magistrados, apoyados por el Senado y las Asambleas Populares. Ideología rectora plasmada en las siglas SPQR, “Senatus Populus Que Romanus” (El Senado y el Pueblo de Roma). Complejo aparato amparado mayoritariamente en el “mos maiorum”, la tradición.
Características del Cursus Honorum
Las caras visibles de todo ese entramado eran las magistraturas, las formas personales de gobierno, todo aquel que ejercía un cargo público secular. Sin embargo, a pesar de lo importante de su trabajo, resulta sorprendente para nuestros ojos ver como se trataban de cargos honoríficos gratuitos no remunerados. Aunque más de uno podría gustarle que medidas así fueran implementadas sobre nuestra clase política, en la práctica este sistema escondía una trampa impuesta por la clase patricia: sin salario, y obligados a correr con muchos gastos inherentes al cargo, tan solo aquellos que gozasen de una posición económica desahogada podrían aspirar a gestionar el Estado. Esto provocó que se instalara una patrimonialización endogámica del Estado que se iría paliando con el trascurso del tiempo.
Del mismo modo, para evitar la corrupción del poder, existían límites temporales en cada una de las magistraturas, normalmente un año, sujetas a estrictas y limitadas prórrogas. Además, para evitar la concentración de poder en una misma persona, todas mantenían un carácter colegiado, entre dos o más personas, cada una con una serie de funciones a su cargo y con poder de veto sobre sus colegas. Y, por si fuera poco, debían transcurrir dos años antes de volver a optar por un mismo puesto.
Tras la Lex Villia Annalis (sobre el año 180 a.C.), se oficializaron todas las magistraturas por las que los jóvenes prohombres romanos debían ascender en su cursus honorum. Como paso previo a su ejercicio, los aspirantes debían foguearse en alguno de los veintiséis cargos públicos menores que comprendían el vigintisexvirato y haber realizado un servicio militar durante diez años. En orden ascendente de importancia, estas eran: cuestura, edilidad, pretura y consulado, junto a otras extraordinarias como el tribunado de la plebe, la censura y la dictadura.
Cuestor
Una vez cubiertos los requisitos previos, y habiendo alcanzado los 27 años de edad, la cuestura era el primer escalón del cursus honorum y no poseían Imperium (mando). Aunque durante la Monarquía desempeñaron labores de jueces, en la República se encargaron de la administración del dinero público, cobrar los impuestos y pagar el salario a los soldados. Al principio limitados a cuatro (dos civiles afincados en Roma y otros 2 militares acompañando al ejército), su número fue incrementándose paralelamente a la expansión romana. En tiempos de Julio Cesar hasta 40 personas ejercían dichos cargos.
Ediles
Magistrados menores, antepasados de nuestros actuales alcaldes, sus funciones variaban desde el cuidado del orden público hasta la organización de fiestas y juegos. Encargados de administrar las ciudades romanas, debían sobrepasar los 36 años de edad para acceder al cargo. Estos cuatro hombres (2 eran plebeyos y 2 aristócratas) fueron asumiendo de forma progresiva el control de los mercados, el aprovisionamiento de trigo de la ciudad, la remodelación y conservación de las obras públicas y la coordinación de la policía urbana.
Pretores
El siguiente peldaño en el camino a la cúspide. Encargados de presidir durante un año los tribunales y administrar justicia entre los ciudadanos, se trataban de magistrados superiores que gozaban de Imperium. Era necesario superar los 39 años para acceder al cargo y ocupaban el puesto de los cónsules durante su ausencia. Su número fue aumentando con el transcurso del tiempo. En un principio solo existía un cargo, el pretor urbano, al que se le añadió el pretor peregrino, encargado de los litigios entre los cada vez más numerosos extranjeros que poblaban la Ciudad Eterna. Con el auge del Imperio aumentarían su número a 8, destinados a las provincias como gobernadores, encargados de aplicar las leyes del César. Acabado su mandato podían convertirse en propretores y gobernar otro año si las circunstancias lo requiriesen.
Cónsules
Una de las más antiguas de las magistraturas republicanas, y la máxima figura de Roma. Cada año dos de los más ilustres ciudadanos (que cumplían el cursus honorum y que sobrepasaban los 42 años) eran designados de tal modo.
Su origen se encuentra en la caída de la monarquía y el fin del poder unipersonal. Estos dos hombres gozaban de los mismos poderes que habían disfrutado los antiguos reyes, lo que los convertían en los auténticos Jefes del Estado romano. Controlaban la administración, ejercían poder ejecutivo, eran la máxima autoridad militar, convocaban y presidían el Senado y los Comicios… tan numerosas eran sus funciones que, poco a poco, muchas se fueron delegando en el resto de magistraturas ordinarias, sujetas siempre a la autoridad consular. Para limitar su influencia, teóricamente solo se podía volver a ser cónsul tras un periodo de 10 años. Entremedias podían ser destinados a ejercer como procónsules en provincias en guerra.
Sin embargo, además de estas magistraturas, que podríamos llamar “ordinarias”, surgieron por necesidad, reclamaciones o intereses prácticos otro tipo de magistraturas. Excluidas del cursus honorum, con unas características propias que las diferenciarían del resto. Estas eran las más importantes:
Tribuno de la Plebe
Producto directo de las luchas patricio-plebeyas (496 a.C.) por una mayor representación en el Gobierno de los segundos, en rigor difícilmente podríamos considerarlo como una magistratura. Primero dos, después cuatro y finalmente diez, era un cargo exclusivo de las clases plebeyas, se encargaban durante el año de su mandato en defender la vida y los intereses de la plebe en contra del poder omnímodo de los patricios. Su principal fuente de influencia era su capacidad de vetar las decisiones de cualquier magistrado que considerase abusivas o anticonstitucionales. Tan solo los dictadores estaban exentos de someterse a su poder. Podríamos considerarlo una especie de Defensor del Pueblo con veto sobre las Cortes y el Presidente. Con el tiempo, y la mayor preponderancia de las clases plebeyas en el Gobierno de la República, sus funciones y competencias se vieron acrecentadas.
Censores
Elegidos cada 5 años entre dos antiguos ex-cónsules, asumían el control total sobre las costumbres. Esto los convertía en la más alta autoridad moral del Estado. Sin embargo, su verdadero poder e influencia radicaba en el censo, documento que se encargada de ordenar a la población, conocer su riqueza, distribuir los gravámenes públicos y, más importante, redactar las listas de los miembros del Senado durante ese periodo. Al final del periodo se realizaba un ritual de purificación conocido como lustro (porque todas las palabras tienen un origen). Su inmenso poder les impidió perpetuarse en el tiempo y, tras un prolongado declive, tras la muerte de Sila (78 a.C.) acabaron siendo relegados definitivamente.
Dictadores
La más extraordinaria de las magistraturas y la única sin carácter colegiado. Sin el sentido peyorativo actual, los dictadores de la antigüedad eran elegidos por el Senado y los cónsules en momentos de grave peligro. Durante 6 meses una persona asumiría la autoridad suprema de Roma, concentrando todos los poderes del Estado, con el único objetivo de preservar la República. Su papel era tan excepcional y sus decisiones tan necesarias que, durante ese tiempo, no se podría oponer contra él ningún tipo de derecho de veto ni de apelación al pueblo. No es de extrañar que se hiciera un uso despótico de esta figura. Muchos hombres buscaron perpetuarse eternamente precipitando la caída de la República.
Parecería que el pueblo romano tuviese un gran poder de decisión. Sin embargo, en la práctica estaban lejos de cualquier semejanza a un sistema democrático moderno.
Aunque los magistrados derivaban su legitimación de haber sido elegidos en asambleas populares, no existía ningún tipo de lucha electoral pública, con mítines, discursos y actos electorales. En lugar de eso, el candidato (revestido de una toga blanca conocida como candida.) junto con sus amigos, comenzaban una violenta propaganda electoral donde la corrupción y los sobornos estaban a la orden del día. Todo esto aderezado con un fuerte sistema clientelar sujeto a las viejas clases patricias, que obligaba a los plebeyos a votar al dictamen de sus patronos.
Sin embargo, a pesar de todo, Roma, primero como República y más tarde como Imperio, fue capaz de articular un sistema jurídico y político que ha servido de inspiración para numerosos sistemas contemporáneos. Y no solo asimilando cargos o nombres, sino también competencias o funciones.
Amplio es el legado romano.
Bibliografía
Asimov, Isaac (1994) – La República Romana