El Señor de los Anillos constituye una de las obras literarias más populares a escala global, ha sentado las bases de la literatura fantástica contemporánea y su adaptación cinematográfica ha sido una de las trilogías más taquilleras de la historia del cine. No cabe duda de que el legado literario de John Ronald Reuel Tolkien se ha convertido en todo un referente en la cultura popular occidental, y en un vínculo entre nuestra sociedad actual y el legado mitológico precristiano.
Tras el éxito de las trilogías El Señor de los Anillos y El Hobbit a cargo de Peter Jackson, la plataforma Amazon Prime ha realizado una ambiciosa apuesta para trasladar a la pequeña pantalla los sucesos de la Segunda Edad del universo tolkiniano. Con un presupuesto de mil millones de dólares, Los Anillos de poder se ha convertido en la serie de televisión más cara producida hasta la fecha, y en la protagonista de una ideologizada polémica. Esta se encuadra en la tendencia actual de la industria del entertainment estadounidense (Disney, Marvel, Netflix) de adaptar sus obras de ficción a los postulados de la cultura woke, una amalgama ideológica surgida de las Identity politics, según la cual determinados grupos sociales son más vulnerables a distintas formas de opresión y, por consiguiente, la acción política debe contribuir a su visibilización y acabar con los privilegios que les oprimen. Los resultados más estridentes de esta doctrina pueden ir más allá de cambiar el sexo o la raza de personajes más o menos icónicos dentro de la cultura popular moderna. En ocasiones, afectan tanto al argumento como a los rasgos morales atribuidos a los personajes en virtud de su sexo, raza u orientación sexual. Las opiniones sobre unas obras de entretenimiento se han integrado en el debate político actual y generan tanto críticas desaforadas como auténticos panegíricos.
El equipo de producción de Los Anillos de poder ha asegurado que quisieron «realizar la historia que a Tolkien jamás se le ocurrió» y eso es en lo único en que todos podemos estar de acuerdo. Un creciente número de espectadores percibe esta nueva política de las Majors como una revolución cultural maoísta, y en poco ha ayudado que los satélites mediáticos de Amazon hayan tratado de justificar las «mejoras» al legendario de Tolkien por la necesidad de «modernizar» sus contenidos y atenuar su carácter ultraconservador y reaccionario. En The Daily Show, el comentarista político Trevor Noah ironizó sobre las dificultades que habría tenido un literato nacido en Sudáfrica para imaginar criaturas fantásticas no-caucásicas. Como suele ser habitual, la mayoría de los medios españoles se ha limitado a reproducir el argumentario llegado del otro lado del charco. Sobre esta serie televisiva, Jacinto Antón escribió en El País que «algunas decisiones le habrían rechinado a Tolkien, como lo de hacer que los personajes principales sean mayoritariamente mujeres: notablemente misógino, se habría sorprendido de ver cómo ha llegado el empoderamiento femenino a su Tierra Media»[1]. Por si la majadería se hubiera quedado corta, también señalaba que «el tratamiento del material tolkiniano es respetuoso y de una gran fidelidad al canon».
A medida que avanza la serie, el argumentario de mentiras piadosas se ha ido agotando. Tolkien no imaginó a Galadriel como una joven rebelde: en la Segunda Edad, contaba con miles de años a sus espaldas, estaba casada con Celeborn y, a través de su hija Celebrían, se convertiría en la suegra de Elrond. En la serie, sucesos separados por un abismo cronológico de milenios coinciden en el tiempo, personajes que deberían aparecer están ausentes (Thranduil, Oropher, Amroth), y el metraje está acaparado por otros (Halbrand, Arondir, Nori) surgidos de la factoría de Jeff Bezos. Invertir 250 millones de dólares en adquirir los derechos sobre un corpus narrativo de culto, para modificarlo hasta el extremo de que apenas coinciden los nombres de un puñado de personajes y lugares, sólo puede explicarse por el deseo de utilizar la «marca» de este universo de ficción, a sabiendas de que venderá más que cualquier otro creado ex novo.
Qué es una adaptación
En torno a Los Anillos de poder ha surgido un intenso debate sobre los límites en la adaptación audiovisual de una obra literaria; una cuestión, sin duda, mucho más interesante que el intercambio de exabruptos. No cabe duda de que dos horas de película no permiten el mismo desarrollo narrativo que una novela de quinientas páginas; lo cual avoca, inevitablemente, a suprimir escenas y condesar. Tal vez el mayor desafío consista en «traducir» el contenido de un medio narrativo a otro que posee unos recursos expresivos muy diferentes. Mientras que el literato puede decir algo a través de la voz del narrador, el cineasta debe mostrarlo. Por consiguiente, los pasajes introspectivos, aquellos que plasman los pensamientos y emociones de los personajes, han de expresarse en la pantalla mediante diálogos y acciones, lo cual supone añadir nuevas escenas. En El Retorno del Rey, Peter Jackson tuvo que idear algunas secuencias para trasladar el complejo triángulo psicológico de Frodo, Sam y Gollum, como que este último acusara al fiel compañero del protagonista de haberse comido a escondidas las lembas. O utilizar el trastorno de personalidad múltiple de Gollum/Sméagol para fraguar un monólogo-diálogo gracias al cual el espectador conoce su atormentado conflicto interior.
Esto, por supuesto, no significa que «todo vale», ya que los cambios y añadidos han de ser coherentes con la filosofía implícita en la obra. Como señaló el propio Tolkien sobre una adaptación cinematográfica de su obra, a cargo del guionista Morton Zimmerman, «el fracaso de las malas películas muchas veces reside precisamente en la exageración, y en la inclusión de material no justificado por no entender dónde está el núcleo original». Con esta última expresión se refiere al tema o idea controladora a partir del cual debe supeditarse cualquier decisión sobre la construcción de la estructura narrativa. En el caso de El Quijote, esta idea controladora es el conflicto entre idealismo y realismo. Cuando Cervantes critica El Quijote apócrifo escrito por Alonso Fernández de Avellaneda, los argumentos que pone en boca de los protagonistas de su obra, en el capítulo 59 de la segunda parte, inciden, precisamente, en alejarse de su esencia: Alonso Quijano se ha convertido en un chiflado sin ninguna visión idealizada del mundo; Sancho deja de ser un pragmático escudero, progresivamente «quijotizado», para transformarse en un tragaldabas aficionado a los chistes escatológicos. El tema principal de esta obra maestra de la literatura española se había esfumado.
Peter Jackson tuvo muy presente la idea controladora de El Señor de los Anillos, expresada en las palabras de Galadriel: «Incluso la persona más pequeña puede cambiar el curso del futuro». Los cambios introducidos por Jackson y sus dos guionistas suelen responder a la búsqueda de espectacularidad visual. Incluso el empalagoso discurso de Sam hacia el final de Las Dos Torres, sobre los protagonistas de las grandes historias, aun siendo ajeno al canon, intenta ser fiel a uno de los temas centrales de la obra.
Los relatos de El Silmarillion presentan la inmortalidad como denominador común: Eru otorga a los hombres el «regalo de la muerte», pero Melkor juega con sus miedos y hace que les parezca una maldición. Más tarde, Sauron, el Señor Oscuro, convence al último rey numeroniano, Ar-Pharazôn, de que podría obtener la inmortalidad si construye una armada para invadir Valinor, la morada de los dioses, y a causa de ello su floreciente civilización acaba hundiéndose en el océano. Resultaría un acto de suprema ingenuidad esperar que la serie de Amazon se empapase, aunque fuera levemente, de este ingente caudal sobre la condición humana. En su lugar, los showrunners han preferido elaborar un refrito de Dungeons & Dragons y Buzzfeed Lola, sin que haya visos de mejora. «¿Cómo hemos llegado a esto?», se pregunta Théoden en el Abismo de Helm. La productora ejecutiva Lindsey Weber nos lo explica: «Nos pareció natural que una adaptación del trabajo del autor reflejara cómo es realmente el mundo»[2]. Por «el mundo» los estadounidenses suelen entender su propio país; por «cómo es realmente», su propia ideología.
En el prefacio a la segunda edición de El Señor de los Anillos, Tolkien aporta su opinión al respecto:
Me desagrada cordialmente la alegoría en todas sus manifestaciones y siempre lo he hecho desde que me hice lo bastante viejo y cauteloso para detectar su presencia. Prefiero mucho más la historia, verdadera o fingida, con su variada aplicabilidad al pensamiento y a la experiencia de los lectores. Creo que muchos confunden «aplicabilidad» con «alegoría»; sin embargo, la primera reside en la libertad del lector y la segunda en la pretendida dominación del autor[3].
En otras palabras, los showrunners de Amazon tratan de imponer unas nociones sobre la realidad actual que creen positivas, mientras que Tolkien deseaba que sus novelas fueran interpretables por el lector según su propia filosofía y experiencia personales. Al fin y al cabo, las grandes obras literarias son precisamente aquellas que abordan temas universales sobre la naturaleza humana que trascienden culturas y épocas. Sobre esto ahondaremos más adelante.
Las fuentes de Tolkien
Hay quien ha señalado que, en la actualidad, un personaje como Éowyn habría sido considerado woke. Esta reflexión plantea algunas cuestiones interesantes. Para comprender la obra de J. R. R. Tolkien, se ha de tener presente que, además de un gran novelista, fue uno de los mayores especialistas de antiguo anglosajón de su tiempo, de modo que las mitologías germánica y celta forjaron los cimientos de su imaginario literario. Para el personaje de Éowyn, es probable que Tolkien se inspirase en La Saga de Hervör, traducida al inglés por su hijo Christopher. Este antiguo relato nórdico describe el modo en que Hervör decide abandonar el hogar paterno y «toma indumentaria de hombre y armas» bajo el nombre masculino de Hjörvard. En una isla hechizada, acude a uno de los túmulos y reclama al espectro de su padre la espada maldita Tyrfing, de un modo similar al de Frodo en Las Quebradas de los Túmulos. Las claves para entender un personaje femenino tan «empoderado» como Éowyn no se encuentran en el feminismo pop de Leticia Dolera, tal como asumen algunos expertos, sino en la figura de la skjaldmö, la «doncella escudera» de la mitología nórdica. Otra famosa guerrera es Brynhildr de la Saga völsunga, un relato protagonizado por Sigurd que ejerció una enorme fascinación sobre un joven J. R. R. Tolkien. Junto a Nibelungenlied, que también inspiró la célebre ópera de Richard Wagner, ambas narraciones coinciden en la existencia de un anillo de oro maldito y una espada rota que será forjada de nuevo.
Los paralelos entre el legendario de Tolkien y la mitología pagana europea son innumerables. El dragón Smaug de El Hobbit posee un aspecto similar al que aparece en el poema anglosajón Beowulf. El propio autor admitió que Gandalf está basado en el Merlín de la mitología celta britana, y en Odín encarnado como «El Caminante», un anciano de barba blanca, con sombrero de ala ancha y cayado. La historia de Beren y Lúthien parece inspirarse en el poema galés Culhwch y Olwen del Mabinogion, al igual que en el mito griego de Orfeo y Eurídice, aunque con los roles invertidos, de modo que es el personaje femenino quien salva al hombre. Algo no muy acorde con el pretendido carácter misógino de Tolkien, quien también admitió inspirarse en el Kalevala finés, en concreto la historia de Kullervo, para crear a Túrin Turambar; dos héroes trágicos que, al igual que el Edipo de Sófocles, se suicidan tras descubrir que, sin saberlo, han cometido incesto.
El modo en que Tolkien estructuró cronológicamente estos elementos refleja una realidad mitológica conformada por la tradición oral. A medida que las narraciones pasaban de boca en boca, las gestas de los grandes héroes se magnificaron y se le añadieron elementos fantásticos. Así, en la literatura nórdica, que comienza a plasmarse por escrito en los siglos XII y XIII, los poemas mitológicos de los Eddas presentan una cosmología in illo témpore donde los primeros hombres, al igual que en El Silmarillion, coexisten con las deidades y parecen semidioses. Las «Sagas de los tiempos antiguos», que narran las hazañas de personajes de los siglos V-VI, como Atila o Teodorico, están repletas de magia y criaturas fantásticas. Las «Sagas de los islandeses», que describen hechos casi coetáneos al momento de su redacción, muestran, por el contrario, una épica muy de andar por casa y los avatares de sus protagonistas resultan mucho más mundanos. Todo ello genera una imagen nostálgica sobre un maravilloso pasado y la progresiva degradación de esta «Edad de oro» primigenia, como la denominó el poeta griego Hesíodo, hasta llegar al presente.
El marco histórico donde se integran estos neo-mitos tolkinianos evoca vagamente la historia occidental. La isla de Númenor recuerda a la próspera civilización de Atlantis descrita por Platón; los reinos surgidos de su caída, Arnor y Gondor, se asemejan a los Imperios romanos de Occidente y Oriente. Tras la desaparición del primero, diversos pueblos orientales amenazan Gondor. La ofensiva de Sauron sobre Minas Tirith evoca los grandes asedios de Constantinopla (674, 717, 1453) y la batalla de los campos de Pelennor recuerda a los Campos Cataláunicos, donde el general romano Aecio derrotó a las hordas de Atila. Al igual que Théoden de Rohan, el rey visigodo Teodorico cayó abatido y, tras ser coronado en el fragor del combate, será su hijo Turismundo quien logre cambiar el curso de la batalla, de un modo similar a Éomer. Por su parte, Aragorn se antoja un nuevo Carlomagno; una figura de gran trascendencia histórica que «reconstruyó» el Imperio romano de Occidente.
El legendario de Tolkien no es, sin embargo, una simple amalgama de ingredientes tomados de las mitologías europeas, ya que presenta elementos originales. La marcada dicotomía entre bien y mal, que caracteriza los conflictos de la Tierra Media, está ausente en las mitologías indoeuropeas, salvo, quizá, en el enfrentamiento entre los Tuatha Dé Danann —los dioses de la Madre Tierra— y los deformes Fomoré, deidades de la muerte, la oscuridad y la noche, tal y como relatan el Lebor Gabála Érenn y el Cath Maige Tuired irlandeses. Esta división moral parece de raigambre cristiana y obedecería a las convicciones católicas de Tolkien. La capacidad del mal para corromper posee, asimismo, un origen judeocristiano y está presente tanto en Sauron, uno de los maiar seducido por Melkor/Morgoth, como en los propios Anillos de poder.
Existe otro elemento inédito que destaca por encima del resto. Aunque El Señor de los Anillos supone la sublimación de la mitología épica europea, su héroe es un individuo apacible, que apenas supera el metro de altura, con unas habilidades guerreras más que cuestionables, y cuya mayor gesta consiste en enfrentarse a un conflicto interior: superar la tentación del anillo. Este arquetipo tolkiniano contrasta crudamente con la exaltación del héroe germánico de los nacionalismos de principios del siglo XX, o el movimiento Völkisch pangermanista de la centuria anterior. Por mucho que se pretenda relacionar al autor británico con tales corrientes ideológicas, nada tiene que ver Frodo con los protagonistas de las ampulosas narraciones surgidas al calor del Romanticismo germano: guerreros altos, rubios y musculosos como Sigfrido o Arminio el Querusco. Los argumentos de quienes defienden la necesidad de «actualizar» la obra de Tolkien, y «corregir» su supuesto carácter reaccionario, no soportan, en definitiva, el más leve análisis crítico. En realidad, Frodo constituye un héroe mucho menos «normativo» que el cachas de Arondir, más allá de elementos de caracterización como el color de piel, o la propia Galadriel amazónica. Para la ideología woke, no importa tanto el qué como el quién, y un mismo acto es percibido de un modo distinto según los rasgos identitarios de quien lo realice.
Los problemas del guión
El grueso de las críticas hacia la serie de Amazon no incide tanto en estos aspectos, sino en cuestiones tan mundanas como que «resulta mortalmente aburrida». Y es que el guión de Los Anillos de poder es insólitamente malo. La industria del cine estadounidense ha desarrollado un conjunto de principios y modelos para el trabajo de guionización, conocidos gracias a la obra de teóricos como Robert McKee, Sky Field o John Truby. Para el género de aventuras, el paradigma narrativo suele dar comienzo con una presentación, tanto del protagonista como del mundo donde se desarrolla la historia, hasta que un «incidente incitador» cambia radicalmente el equilibro de fuerzas que impera en su vida. En La Comunidad del Anillo, este incidente es la llegada de Gandalf para solicitarle a Frodo ponga a salvo el anillo único. A partir de este punto, el protagonista iniciará una búsqueda en pos de un objetivo, para lo cual deberá enfrentarse a unas fuerzas antagónicas, siguiendo unas líneas de conflicto (interno, interpersonal o social/político), hasta alcanzar un clímax y después una resolución final. En El Señor del los Anillos el objetivo obviamente es la destrucción del anillo único y queda claro cuáles son las fuerzas antagónicas. Según el paradigma hollywoodiense, resulta esencial que las secuencias se unan mediante nexos de causalidad: cada una ha de ser consecuencia lógica de la anterior, de forma que se sucedan como una «reacción en cadena». En un marco ideal, cada secuencia debe coincidir con algún «acontecimiento narrativo», un suceso que cambie de forma sustancial la situación del personaje principal y pueda expresarse en términos de valor (libertad/cautiverio, amor/odio, lealtad/traición, vivo/muerto).
En Los Anillos de poder, la plasmación de este modelo no funciona por diversos motivos. Dado que Sauron permanece oculto, la trama principal carece de un verdadero antagonista y el objetivo que Galadriel persigue resulta difuso. La «comandante de los ejércitos del norte» carece de ejércitos y se muestra como un personaje pasivo, que se limita a reaccionar ante los agentes externos. No existe causalidad narrativa entre las secuencias ni un verdadero eje de conflicto, sólo una serie de deus ex machina, encuentros casuales y sucesos aleatorios con personajes y situaciones que carecen de sentido.
Otro problema es la falta de relación entre la línea de acción principal de Galadriel y las distintas subtramas. El modo más común de integrarlas en un conjunto narrativo suele consistir en que, de algún modo, estén factualmente relacionadas. En Juego de Tronos, el seguimiento a los distintos personajes, muchas veces antagonistas, aporta variabilidad a los mismos hechos, los aleja del maniqueísmo entre buenos y malos, cada personaje puede enganchar con distintos perfiles de espectador, y la multiperspectiva resultante enriquece la narración en su conjunto. La relación entre tramas también puede establecerse a nivel temático: el seguimiento a los personajes secundarios puede servir para complementar la línea de acción principal, aportando variaciones a un mismo tema. En culebrones como Anatomía de Grey es frecuente que cada capítulo aborde un tema —como las inseguridades en las relaciones de pareja—, de modo que cada personaje secundario se enfrenta a un conflicto similar en situaciones diferentes.
Las subtramas de Los Anillos de poder, por el contrario, se muestran casi totalmente desvinculadas entre sí, en especial la de los pelosos, y, cuando las dos principales confluyen en el capítulo 6, lo hacen de un modo totalmente artificioso: apelando a la sororidad, Galadriel logra convencer a la reina numeroniana Tar-Miriel para que envíe una escuadra con tropas contra Sauron. El ejército expedicionario cruza el océano, se adentra en la bahía de Belfalas, remonta el río Anduin, desembarca ante Minas Morgul y cruza las montañas de Ephel Dúath para atravesar la meseta de Gorgoroth al galope y salvar a los habitantes de una aldea perdida, que hasta entonces no conocían de nada, de una amenaza orca de la que no tenían noticia.
A esto cabe añadir la deficiente caracterización de los personajes. El «proceso de construcción» del protagonista suele desarrollarse en los primeros capítulos y pasa por presentarle en situaciones que, de algún modo, reflejen los rasgos de personalidad que los realizadores le han elegido. Un recurso habitual es «forzarle» a tomar una decisión, y cuanto más difícil sea, o más consecuencias adversas acarree, tanto mayor será la intensidad que adquiera el rasgo de carácter atribuido. En Los Anillos de poder, la principal tara para alcanzar este objetivo supone que, en el primer capítulo, el «incidente incitador» de Galadriel —la muerte de su hermano Finrod Felagund— está integrado en el proemio y apenas se muestra su vida anterior, salvo un desconcertante episodio de bullying élfico. A partir de entonces, la búsqueda de venganza será el motor de la protagonista, hasta alcanzar unos niveles verdaderamente obsesivos, cuando hace apología del genocidio orco. Es muy posible que esto forme parte del arco de evolución del personaje, pero aun así Galadriel no cuenta con ningún elemento de redención, y esto supone un lastre, ya que el protagonista siempre ha de suscitar empatía. Del mismo modo que el género de intriga apela a la curiosidad intelectual para «enganchar» al espectador, el género de aventura apela a su curiosidad emocional. El héroe se verá sometido a una serie de peligros y el espectador querrá saber qué le sucede en el siguiente capítulo. Si no se logra fraguar un vínculo empático entre el protagonista y el espectador, lo que le ocurra al primero le dará igual al segundo. Esto es precisamente lo que sucede con Galadriel, una fémina arrogante, caprichosa y borde, a la que un simple mortal ha de rogarle que no pierda los nervios en la corte de Númenor, y cuyo único motor es el afán de venganza. Una caracterización simplona, propia de una película de acción ochentera, difícilmente conciliable con el universo tolkiniano, donde el mal siempre recurre a las bajas pasiones para corromper. Tal vez la mayor paradoja de esta adaptación televisiva resida en que, en su afán de «purgar» el supuesto carácter reaccionario de Tolkien, quien concibió a un Frodo y Sam guiados por la lealtad, la compasión y el espíritu de sacrificio, los guionistas de Amazon han perpetrado una protagonista ególatra con unas motivaciones similares al de una peli de Chuck Norris.
La ideologización plasmada en la construcción de los personajes acarrea otros problemas, ya que el «empoderamiento» de Galadriel reside en otorgarle unas habilidades marciales y el carácter incisivo, irascible y procaz de un machirulo travestido. Una Irantzu Varela feérica con armadura gótica, muy distinta, no sólo al personaje de Tolkien, sino también alejada del aura sobrenatural que Peter Jackson logra otorgarle. La Galadriel amazónica, vagabunda y náufraga, en nada recuerda a la reina portadora de uno de los tres grandes anillos elfos, la mayor hechicera de la Tierra Media después del propio Sauron. El empoderamiento femenino del recetario woke no tiene nada que ver con el poder real que una mujer ostente, pues consiste en otorgarle unos roles masculinos. Si Aristóteles consideraba a la mujer un «hombre incompleto», las producciones woke la conciben de un modo análogo y tratan de «mejorarla» en la ficción con armaduras y espadas. Una tarea que, en este caso, se antoja imposible, dado que la capacidad de intimidación de la actriz se limita a un amplio repertorio de tics faciales y a que sus coreografías de lucha en todo momento rozan el ridículo.
Este carácter guerrero se intenta trasladar al espectador en la secuencia de apertura, cuando Galadriel acude a Angmar, acompañada por una compañía de elfos, que, después de acabar con un trol de las cavernas, la dejará en la estacada. El antagonismo entre una mujer valiente y decidida, frente a unos hombres mediocres, cobardes y adornados con los atributos estereotípicos de la «masculinidad tóxica», se ha convertido en un recurso habitual en la caracterización de los personajes surgidos del wokismo. Baste recordar a la vicealmirante Amilyn Holdo en la última trilogía de Star Wars. El contraste con la obra de Tolkien no puede ser mayor. La relación entre Frodo y Sam supone un paradigma de la retroalimentación que supone la amistad y el verdadero liderazgo, que, en esencia, reside en mostrar a otros una causa por la que luchar y aportarles un modelo a seguir. Un grupo se hace grande gracias al ejemplo del líder, y el líder se engrandece gracias al reconocimiento de sus hombres. El wokismo concibe la construcción de los personajes como un juego de suma cero, donde el protagonista sólo puede erigirse como héroe denigrando al resto. El abandono de la compañía de elfos en el desolado norte no supone una evidencia del extraordinario coraje de Galadriel, sino la constatación de su fracaso como líder.
El primer capítulo concluye con el mencionado recurso de presentar a la protagonista ante una elección difícil: si continuar con la travesía en barco hasta Valinor, para vivir una existencia repleta de dicha, o proseguir en su lucha contra Sauron. Este recurso no sólo fracasa, sino que además conduce a una situación argumental sin salida, que sólo puede superarse mediante una sucesión de deus ex machina acuáticos. Los diálogos son tan insustanciales que carecen de sustancia incluso para elaborar una crítica. El léxico resulta artificioso y las supuestas digresiones filosóficas, como por qué los barcos flotan y las piedras se hunden, sólo te hace pensar que, a pesar de su infinita sabiduría, los Noldor desconocen el principio de Arquímedes. En su obra de referencia, McKee asegura que, si tus personajes en verdad dicen lo que parece que dicen, tienes un problema. Se refiere al subtexto; el contraste entre lo que se dice con palabras respecto a lo que se transmite en el plano emocional. Digamos que, en Los Anillos de poder, los personajes siempre dicen lo que parece que dicen, e incluso deben explicarse mutuamente sus sentimientos. Durin ha de exponer a Elrond por qué está enfadado con él después de veinte años sin verle el pelo.
Los continuos presentismos
Según los apologistas de la serie, no nos encontraríamos frente a un trabajo de guionización fallido, sino ante una obra lenta, pausada y reflexiva de arte y ensayo, en plan François Truffaut pero con elfos, que conducirá a una auténtica apoteosis fílmica en los tres últimos capítulos. Es difícil que esto suceda y los problemas se acentúan cuando entramos en aspectos que trascienden la técnica narrativa.
Los Picapiedra es una recreación paleolítica de la clase media suburbana estadounidense en su época dorada de los años 50. Pedro y Vilma Picapiedra viven en una casa con jardín, construida con rocas y troncos, tienen un dinosaurio como mascota, él cumple con su jornada laboral en una cantera y juega al boliche los fines de semana. La Segunda Edad de Amazon sigue unos patrones análogos. En el segundo capítulo, Elrond visita el estudio de arquitectura de Celebrimbor en Eregion, donde contempla los planos de su último proyecto: una torre capaz de forjar grandes objetos de poder, para lo cual, asegura, necesitará una gran «fuerza laboral». Deciden marchar a Khazad-dûm, para reunirse con el rey enano Durin III. Una oportuna elipsis permite presentarlos llegando, solos, a la Mina del Enano, después de recorrer cientos de kilómetros a pie sin tan siquiera un mísero hatillo con un bocata de lembas. Una vez ante las Puertas de Durin, Elrond trata de superar las reticencias enaniles mediante un duelo ritual que consiste en picar piedra. Tras ser vencido, El Medio Elfo toma un ascensor con Durin IV hasta un coqueto apartamento open concept excavado en la roca, donde Disa, la esposa de su amigo, le invita a cenar. Los tres charlan en la mesa, sin criados para servirles, ante una chimenea de gas y un jardín zen. Ni siquiera la reseñable labor interpretativa del tándem Durin-Disa impide evocar a un adinerado matrimonio escocés salido de la Ivy League agasajando en su piso de Manhattan a un amigo gay.
No hace falta ser historiador para intuir los presentismos. En la turbulenta Alta Edad Media, los nobles viajaban a caballo acompañados de un séquito armado, cuyo número y opulencia suponía un exponente de su rango. Desde la Escandinavia vikinga a la Britania anglosajona, la Irlanda gaélica, o incluso la Arabia preislámica, la hospitalidad suponía una obligación y, para homenajear al invitado, se organizaba un festín en el palacio del huésped. Estos banquetes desempeñaban un rol esencial en la urdimbre social de unos pueblos sin apenas estructuras de Estado. El poema anglosajón Beowulf da comienzo con el héroe presentándose ante el rey danés Hrothgar, en su mead-hall o palacio, llamado Heorot, que inspiró a Tolkien para Meduseld, la residencia dorada del rey de Rohan. En antiguo anglosajón, maeduselde significa mead-hall o «salón de la hidromiel». En estas grandes cabañas se disponían bancos y mesas, el huésped agasajaba a sus invitados e intercambiaban regalos, muchas veces en forma de brazaletes o torques, lo que servía para forjar vínculos de clientela entre un guerrero y su soberano —un kenning nórdico define a un señor de la guerra como «dador de anillos»—, o de alianza entre nobles de similar rango. Siguiendo esta ancestral costumbre, Hrothgar regala a Beowulf ocho caballos con atalajes de oro.
Las intenciones del anfitrión podían ser aviesas. En el relato Fled Bricrenn del Ciclo del Ulster irlandés, Bricriu Nemthenga —en inglés, «Poison-tongue», un apodo similar al de Gríma «Worm-tongue», consejero del rey Théoden de Rohan— invita a varios héroes a su palacio de Dún Rudraige, y con malas artes les incita a competir por la «porción del campeón». La actitud del invitado, asimismo, podía dejar mucho que desear. La Saga de Egil Skallagrimsson describe el modo en que Egil llega a una granja con sus hombres y, aunque la tradición nórdica establecía la norma de acoger al viajero durante al menos tres días, el administrador, Bárd de Attley, aduce que no tiene cerveza y que, en su lugar, deberá contentase con pan con mantequilla y unas jarras de leche agria. Un capricho del azar quiere que, al día siguiente, se presente en la granja el rey noruego Eirík. El administrador decide organizar una fiesta en su honor, con la comida y la cerveza que había ocultado. Ofendido y despechado, Egil se emborracha, ensarta con su espada al tacaño anfitrión y escapa.
Estos son los lugares comunes de la literatura que inspiró a Tolkien. Con todas sus imperfecciones, la trilogía de Peter Jackson trata de reflejarlos en la llegada de los miembros de la Compañía del Anillo a Meduseld. El extraordinario trabajo de diseño a cargo de Alan Lee y John Howe, unos grandes conocedores de este periodo, nos permite «visitar» un mead-hall y contemplar las armaduras y los atalajes de los rohirrim, que evocan la cultura Vendel escandinava y la de pueblos iranios de las estepas. La realidad de la pantalla, en definitiva, nos trasporta a otra cultura y a otra época. Los guionistas y showrunners de Los Anillos de poder, por el contrario, no muestran el más mínimo interés en recrear, no sólo la obra de Tolkien, sino tampoco la literatura en la que se inspira. Númenor y la Tierra Media se convierten, de forma deliberada, en postfiguraciones de la sociedad moderna, donde la magia desempeña el mismo papel que la tecnología en nuestra vida diaria. Esta evocación constante de la realidad estadounidense alcanza cotas de autoparodia cuando, en el cuarto capítulo, una turba de numeronianos denuncia la llegada de inmigrantes elfos para «robarles los oficios».
En varias entrevistas, el showrunner John D. Payne había señalado que los habitantes de Númenor están divididos entre aquellos que apoyan a los elfos y los Valar, frente a quienes les son hostiles y anhelan la inmortalidad. A pesar de que Payne es consciente de que Tolkien rechazaba las metáforas y «no deseaba que pudieras decir: “Oh, bueno, esta cosa representa a esta figura política”, a ese país o esa nacionalidad o lo que sea», ya que pretendía que su trabajo fuera atemporal[4], en una entrevista para Entertainment Weekly considera que, no obstante, «hay algo profundamente identificable, y oportuno, sobre las ansiedades y la división política que destrozan esta isla ficticia»[5]. El contorsionismo mental requerido para convertir la malsana ambición mumeroniana por la inmortalidad en «los inmigrantes elfos nos quitan los oficios» tal vez pueda explicarla algún psiquiatra; aunque, al menos, los personajes no lucen gorras de béisbol con las siglas MNGA (Make Numenor Great Again).
La polémica inclusividad racial de Los Anillos de poder es sólo un exponente más del enésimo ejercicio de pedagogía audiovisual de Hollywood. Surgida al calor del 11 de Septiembre, la película 300 recrea un «choque de civilizaciones» en el que Grecia, germen de la cultura occidental, se enfrenta a una amenaza existencial en forma de un imperio persa que refleja todos los estereotipos atribuidos a Oriente: crueldad, irracionalidad, despotismo…, todo un compendio de antivalores que retratan una alteridad ante la que se construye la identidad propia. Los gritos guerra de los espartiatas, prestados de los marines estadounidenses, junto al insólito debate entre palomas y halcones en la Gerusía o asamblea espartana, ausentes en el cómic de Frank Miller y, desde luego, en la obra de Heródoto, enfatizan el carácter presentista de una obra cinematográfica que intenta trasladarnos una moraleja política. La diferencia respecto a Los Anillos de poder reside en que, por entonces, la intelectualidad progresista nos obsequiaba con sesudos análisis sobre el colonialismo cultural yankee, e incluso Juan Carlos Monedero nos alertaba sobre la apología monárquica inherente a El Rey León. El contenido ideológico actual de la industria del entertainment estadounidense se ajusta demasiado bien a su agenda política como para siquiera reconocer su existencia. Y, a la inversa, a quienes no les extrañaba nada la existencia de una facción pacifista en la mismísima Esparta, hoy pecan de suspicacia ante cualquier ingrediente fílmico que recuerde, aunque sea vagamente, a feminismo o inclusión.
Conclusiones
No cabe duda de que la obra de Tolkien ha sido adaptada a los nuevos tiempos. A unos tiempos de mediocridad narcisista, en los que impera un culto casi religioso hacia la idea progreso, que nos hace despreciar a los gigantes sobre cuyos hombros nos alzamos. «Más malo que pegar a un padre» supone la metáfora perfecta para describir a este producto cinematográfico, cuyas virtudes residen en el atractivo visual. La buena acogida de series como The Expanse, con una notable diversidad racial en el reparto, o el éxito de películas que recrean culturas no occidentales, como Vaiana o Raya y el último dragón, en el ámbito de la animación, restan credibilidad a las denuncias sobre un fandom patológicamente racista. Carece de sentido encontrarse ante una Tierra Media creada a imagen y semejanza de una realidad étnico-racial estadounidense conformada por la colonización europea, la esclavitud transatlántica y la inmigración propia de la era de la globalización. Carece de sentido que una «raza» como la de los pelosos sea, a su vez, multirracial, puesto que un grupo de cazadores-recolectores de apenas cincuenta individuos presentaría unos índices de endogamia tales que las diferencias de pigmentación desaparecerían en cuatro generaciones. Que al espectador le parezca chocante encontrarse a un personaje negro en una longhouse vikinga, o la tripulación de un barco numeroniano formada por todas las razas del planeta, no es sinónimo de racismo. Al menos no necesariamente. Pero este activismo audiovisual siempre viene acompañado de un blindaje moral que impide que sus productos sean cuestionados racionalmente, ya que cualquier desacuerdo con el contenido, por muy razonable que sea, se atribuye al machismo, racismo o clasismo…, lo cual no significa que no existan los racistas, o que ciertas críticas a un elfo mulato supongan, de forma intencionada o no, un señalamiento público hacia un actor hispano que se ha esforzado por difundir su trabajo en nuestra lengua materna y, sin duda, habría realizado un mejor papel si el guión se lo hubiera permitido.
Aunque Jeff Bezos se haya erigido como un nuevo Annatar, «el Señor de los dones», repartiendo dádivas entre los influencers del gremio, a estas alturas resulta imposible ocultar que el emperador pasea desnudo. El despropósito de guión, el alejamiento de los temas y la filosofía del universo tolkiniano, y el continuo viacrucis de presentismos, impide relacionar la realidad de la plataforma de streaming con el universo de J. R. R. Tolkien. No sólo ocurre respecto a las novelas, sino también con la adaptación de Peter Jackson, que fraguó el canon visual y estético del que Los Anillos de poder se nutre. Resulta imposible identificar al personaje interpretado por Cate Blanchett —colmado de serenidad, poder, bondad y sabiduría— con la irritante Galadriel amazónica, y así podríamos continuar con innumerables ejemplos. Todo ello convierte a esta serie en un costoso fan-fiction; una ficción paralela al legendario de Tolkien.
A causa de su propia naturaleza, el género fantástico supone el ámbito narrativo idóneo para el deus ex machina: la magia siempre puede teletransportar, resucitar o empoderar de forma conveniente a cualquier personaje. También permite justificar cualquier presentismo o zurcido ideológico, por absurdo que sea, aparándose en su carácter de fantasía. Sin embargo, la credibilidad supone un capital esencial para toda obra de ficción, e impone unos límites que no deberían transgredirse.
[1] https://elpais.com/television/2022-09-02/el-senor-de-los-anillos-los-anillos-de-poder-estupendo-regreso-a-la-tierra-media.html
[2] «It felt only natural to us that an adaptation of Tolkien’s work would reflect what the world actually looks like».
[3] «I cordially dislike allegory in all its manifestations and always have done so since I grew old and wary enough to detect its presence. I much prefer history, true or feigned with its varied applicability to the thought and experience of readers. I think that many confuse ‘aplicability’ with ‘allegory’; but the one resides in the freedom of the reader and the other in the purposed domination of the author».
[4] «Tolkien didn’t want you to be able to say, ‘Oh, well, this thing represents this political figure.’ Or this thing represents that country or that nationality or whatever. He wanted his work to be timeless so the people of any country, any time and any background would be able to find themselves in these stories».
[5] «The showrunners note that Tolkien never wanted his stories to directly echo real-world politics, and they feel the same way about The Rings of Power. Still, Payne points out, there’s something deeply relatable — and timely — about the anxieties and political divisiveness wracking this fictional island».