Al contrario de lo que suele afirmarse, el Reino Unido nunca estuvo “completamente solo” durante la Segunda Guerra Mundial. No lo estuvo ni siquiera a lo largo del año que transcurrió entre la rendición de Francia en junio de 1940 y la invasión de la Unión Soviética el mismo mes de 1941. Y no lo estuvo porque Canadá, Sudáfrica, la India o Australia, su imperio todo, estuvieron siempre a su lado. Ciertamente aquel fue un apoyo lejano, separado por miles de millas náuticas trufadas de submarinos alemanes. Pero solo así se puede entender que, en los oscuros días en los que las tropas alemanas estaban penetrando a placer en Francia, Winston Churchill prometiese que lejos de rendirse, lucharían en las playas, en las pistas de aterrizaje, en los campos o en las calles, pese a que, incluso dentro de su propio gobierno, algunos abogasen por sentarse a negociar con Hitler. Pues ciertamente, aunque nunca llegasen a estar completamente solos, la firmeza británica que hoy puede parecernos una postura lógica, la única posible, en ese momento no fueron pocos quienes la consideraron una locura, simple fanfarronería.
En todo caso, una vez rendida Francia, a Hitler sólo le cabía una duda, al quedar claro que los británicos pensaban resistir: ¿invadir o no invadir las islas británicas? Hoy día existe un amplio consenso entre los historiadores en torno a la idea de que el dictador alemán nunca llegó a creer viable la invasión, la conocida como Operación León Marino. Sin embargo, no puso ningún problema a otro proyecto en principio mucho más factible: una aplastante campaña de ataques aéreos sobre el Reino Unido, propuesta por su ministro del Aire y comandante en jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring. Si salía todo como se esperaba, dicha ofensiva conduciría a un dominio absoluto de los cielos que abriría la posibilidad de invadir por mar las islas. Pero si no, al menos serviría para hundir la moral de los británicos, obligándoles a negociar el fin de la guerra en su nombre y en el de todo su imperio global.
Guion de C. A. Yuste
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