“Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.”
Juan 8: 32
Las historias, mitos y leyendas han acompañado a la humanidad desde el albor de los tiempos. Una vez desarrollada nuestra capacidad de comunicación, la necesidad de trasladar materialmente nuestros instintos, miedos e interrogantes primarios dieron origen a los primeros cultos y rituales. Y de ellos proceden las religiones.
La actual palabra de Dios del mundo occidental por excelencia, el cristianismo, tampoco se escapa de ese nexo de unión entre el pasado y el presente, incorporando en su seno relatos y semblanzas compartidos por casi todas las creencias que la precedieron y acompañaron.
A pesar de lo que proclama el Antiguo Testamento, o puede que lo deje entrever, hoy sabemos que el antiguo pueblo de Israel no conformaba un ente unido en torno a Yahveh, sino que se encontraban en continuo contacto con las creencias de su entorno: abrazaron los cultos mistéricos, adoraron ídolos, aceptaron el politeísmo y no eran extraños a la prostitución sagrada y los sacrificios humanos. Y del mestizaje cultural, adquirieron gran parte de sus mitos.
Ejemplos hay abundantes, y pronto los desgranaremos, pero incluso su principal singularidad, el monoteísmo mosaico, resulta similar al conceptuado en el Egipto faraónico de los tiempos de Atón (Dios solar único de bondad infinita y justicia cósmica causante de alentar la vida en la Tierra como creador supremo). El Génesis y el Paraíso, por su parte, se asemeja en gran medida a los poemas asirios de Babilonia, con menciones a los dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, que delimitaban la antigua Mesopotamia. No deja de ser singular que los judíos permaneciesen durante largo tiempo deportados, o conquistados, en el seno de estas antiguas civilizaciones.
“Un río brotaba del Edén para regar el vergel y desde allí se dividía en cuatro brazos: el Pishon, que circuye todo el país de Javilá, donde se encuentra oro, el bedelio y la piedra de ónix, el Gijón, que circunda todo el país de Kush; el Tigris, que recorre Azur y el Éufrates” (Gn. 2, 10-14).
De hecho, muchos de nuestros principales ritos cristianos se remontan a la época de las primeras religiones astronómicas y agrícolas, aquellas pendientes del Sol, la Luna y las estrellas, de las mareas, la floración y las estaciones. Uno de los más antiguos y místicos que ha tenido lugar desde generaciones gira en torno al solsticio de invierno (25 de diciembre).
Desde los persas a los aztecas, hindúes y romanos, griegos y fenicios, egipcios y asirios, civilizaciones de todo el globo profesaban especial veneración a la noche más larga del año, siendo compartido por la mayoría la presencia de dos figuras claves dentro de sus singulares ritos: el nacimiento del Dios Solar de manos de la Reina de los Cielos, una Virgen celestial. Un Dios que, tradicionalmente, solía recibir el apelativo de “Salvador” entre su multitud de títulos.
No es de extrañar como la humanidad, sujeta al miedo a lo desconocido ante la llegada de la larga noche, recurriese al misterioso milagro que empuja a nuestra mamífera especie: el nacimiento de la madre. La imagen sagrada de una madre y un hijo, por obvias razones de supervivencia, nos ha acompañado desde hace milenios. Antes de nuestra fe en Cristo y la Virgen, otras religiones adoraron uniones semejantes, como la egipcia Isis y Horus, la hinduista Durga y Ganesha o la budista Maya y Buda.
Pero el amoroso reflejo actual poco tiene que ver con el sangriento ritual de sus orígenes. Durante las primeras ceremonias, la existencia del mundo dependía de un verdadero ritual protagonizado entre una doncella escogida (la Diosa Madre) y un fuerte efebo (el Rey Sagrado). De su unión, y fecundidad, dependía la supervivencia de la tribu y, tras la correcta consumación y embarazo, el pobre Rey Sagrado era sacrificado para llenar de fuerza a la tribu con su carne, mientras su sangre fecundaba el grano de trigo.
Conforme estos ritos devenían en religiones, y el martirio humano se sustituía por otros sacrificios, cada civilización asumió a su propio dios solar (en Egipto estaban Osiris y Horus, Adonis para los asirios, Dionisio/Baco para griegos/romanos, Frey en los pueblos nórdicos, Atis en los frigios y Mitra para los persas) que se encargaba de resucitar, tras sufrir una muerte cruenta y dolorosa, para redimirnos de la muerte salvando a su pueblo.
La descripción del mito de Mitra, con el que convivieron los primeros cristianos, es especialmente singular: nacido en el solsticio de invierno de manos de Dios y una Virgen (o una roca durante su cohabitación con la antigua Dios Madre neolítica), es aclamado como el “Salvador” e “Hijo de Dios” por tres pastores que asisten a su nacimiento. Luego, en su edad adulta, tras juntarse con 12 discípulos y realizar numerosos milagros (entre los que caben la resucitación de muertos, la curación de enfermos o la transformación del agua en vino), entraría triunfantemente en la gran ciudad a lomos de una borrica (símbolo común del dominio de las pasiones humanas) escoltado con juncos o palmas por sus seguidores, antes de su muerte en primavera. 3 días después, una vez que la especie humana ha sido redimida, resucita y asciende a los Cielos, donde regresará para juzgar a los hombres que no hayan comido de su carne y de su sangre.
El canibalismo sacro, originario del Rey Sagrado, ya se había sustituido por pan y vino para entonces, pero esa “Eucaristía” deja rastros en casi todos los cultos mistéricos. También en una Santa Cena cristiana (Juan 6:53-56: “En verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”) que se presenta en una fórmula muy similar a la de Mitra. De hecho, para todas estas religiones la toma del pan y el vino es mucho más que un símbolo: tras la fórmula mágica del sacerdote, se realiza una auténtica ofrenda de carne y sangre del verdadero Dios.
Pero estas no son las únicas semejanzas entre el cristianismo y el mitraísmo. Hasta 6 sacramentos mantienen serias similitudes entre las dos religiones. El bautismo, por ejemplo, era muy común como forma de iniciación entre los fieles de Mitra, donde usaban para ello la sangre del toro sacrificado, símbolo de su Dios. Con el tiempo, tal vez por el esfuerzo económico que suponía tal acto de fe, la sangre pura sería cambiada por agua “bendita”, que los sacerdotes ofrecían en pequeñas pilas a la entrada de los templos sagrados.
Que el símbolo religioso del mitraísmo fuese el toro de la constelación de Tauro, del judaísmo el carnero de Aries y del cristianismo el pez de Piscis, vincula a estas religiones con elementos astrales de estadios religiosos mucho más antiguos.
Sin embargo, aún podríamos ahondar más allá del tiempo, hasta el año -1200 a.C. en la lejana Persia, donde había nacido un singular profeta: Zaratustra. Nacido de una virgen y bautizado en un río, fue famoso por enseñar a los sabios siendo un niño hasta que, ya adulto, se retiró al desierto. Allí, tras ser fallidamente tentado por el demonio, Dios le revelaría la verdad por la que predicaría toda su vida, el mazdeísmo, y que reflejaría en su libro sagrado, el Avesta (literalmente “la Palabra”). Auxiliado por, también, 12 discípulos, se encargó de obrar milagros, curar a los enfermos y resucitar a los muertos. Incluso, a su muerte, los creyentes seguirían recordándolo en comidas rituales bajo la fórmula de “la Palabra hecha carne” (Juan 1, 14: “El Verbo se hizo carne”).
Los mazdeístas creían en la lucha de los ángeles y los demonios, el Cielo y el Infierno, la primera pareja humana de un hombre y una mujer, el Diluvio Universal, el Arca de las especies, la venida del redentor y el gran Juicio Final. Y, siendo una de las primeras monoteístas, inspiraría al resto de grandes religiones que la precedieron (mitraísmo, judaísmo, cristianismo, budismo e islamismo).
Pero no era el único. Del profeta sirio Adonis se cantaba que “¡la estrella de la salvación ha nacido en Oriente!”. El frigio Attis, también nacido de una Virgen un 25 de diciembre, entroncaba en su seno al Padre e Hijo Divino, conocido como “el Buen Pastor”, que resucitaba al tercer día para bautizar en un fuego que hace “nacer nuevamente”. Buda, “el Maestro” y “La luz del Mundo”, también se apuntaba a eso de nacer de una virgen un solsticio de invierno al amparo de una estrella. El hindú Krishna también hacía lo propio, naciendo en una cueva a la luz de una estrella mientras el rey Kansa, su Herodes particular, lo buscaba para matarlo. El escandinavo Frey, el egipcio Osiris o el romano/griego Baco/Dionisos también nacerían de sendas vírgenes en un solsticio de invierno en medio de acontecimientos astrológicos increíbles como cometas viajeros o extrañas estrellas.
La mayoría de ellos, por descontado, caminarían por la tierra realizando milagros. No acaban aquí las coincidencias. Dionisos/Baco, apodado entre otros títulos “el Ungido”, vagaría entre los hombres en calidad de nacido de Dios y, en “Las Bacantes”, le recriminó a su carcelero Penteo “No puedes hacerme nada que no haya sido dispuesto”. Una alocución muy parecida a la que profesaría, siglos más tarde, Jesús ante Poncio Pilato: “No tendrías ningún poder contra mí si no se te hubiera dado de arriba” (Jn. 19, 11). Incluso los iniciados del Dios utilizarían la cruz como uno de sus símbolos, en alegoría de la naturaleza en sus cuatro elementos primordiales: tierra, agua, fuego y aire.
Y no sería el único en utilizar la cruz. En Egipto, Osiris, “el dios hecho hombre” o “el camino de la verdad y la luz”, también es representado en ocasiones crucificado y resucitado en primavera, entre otras muchas semejanzas presentes en antiguos relatos y mitos egipcios. De hecho, el simbolismo de las dos naturalezas, la humana y la divina, es un pensamiento arraigado en los faraones egipcios desde las primeras dinastías. También su resurrección y el encuentro con su Dios-Padre en el cielo. Por su parte, en la actual Anatolia y Siria, los devotos de Attis y Adonis celebraban la resurrección de sus dioses al tercer día de colgarlos de un pino sagrado reservado a tal efecto.
Incluso el tan controvertido dogma cristiano de la Santísima Trinidad, la suma del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, podría tener distintas semejanzas. Los primeros egipcios adoraban a su propia trinidad en la figura del Dios-Sol, la Madre-Tierra y el Hijo (sobreposición del Sol sobre la Tierra). En la India, los tres dioses que representan las fuerzas del universo están conformados tanto en el Trimurti hindú (Brahma, Vishnu y Shiva) como en el Triratna budista (Buda, Dharma y Sangha). El taoísmo tiene a los Tres Puros y, en Japón, a los tres creadores (Ame-no-minaka-nushi-no-kami, Kami-musumi-no-kami y Takami-musubi-no-kami).
Todos mitos que han permanecido escritos de forma indeleble en nuestra psique colectiva a lo largo de miles de generaciones. Que esto haya sido fruto de la fuerza de la tradición, de instintos latentes de nuestra herencia genética o de la gracia de un Dios creador, dependerá como todo lo relacionado con la fe: de nuestra voluntad interior.
Bibliografía:
Richard Dawkins, “El espejismo de dios”, 2006.
Juan Eslava Galán, “El catolicismo explicado a las ovejas”, 2009.
Pujol y Brigitte, “Jesús, 3000 años antes de Cristo. Un faraón llamado Jesús”, 1987.
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