Entre mayo y junio de 1936 la violencia política callejera auguraba el peor de los desastres en España. Unamuno avisaba de ello y daba su particular visión de los acontecimientos: «Estupidez, estupidez, estupidez».
Entre finales de mayo y principios de junio de 1936, la violencia en las calles de España volvió a cobrar importancia. Poco después de su detención, José Antonio Primo de Rivera manifestó su voluntad de colaborar con la conspiración militar que venía orquestando el general Emilio Mola y la cúpula militar más conservadora y animó a sus camisas azules a intensificar su actividad clandestina. Una vez más, la juventud de las organizaciones políticas, de izquierda y de derecha, aplicaba la violencia en las calles para contagiar al resto de la población al tiempo que la CNT y la UGT sacudían al país con nuevas remesas de afiliados y huelgas, a la espera, quizás, de una respuesta autoritaria por parte del gobierno, de un agente externo o del Ejército.
Indalecio Prieto -cada vez más alejado de los postulados de Largo Caballero- y Gil Robles, antagonistas acérrimos, reprendían a Casares Quiroga por su pasividad y coincidían en sus discursos en que la situación no podía seguir igual y que era necesario el cese de la violencia antes de que fuese demasiado tarde y los minoritarios extremos contagiasen al resto de la población.
Por su parte, don Miguel de Unamuno expresaba el 3 de julio en el diario Ahora -afín a Azaña y dirigido por el insigne periodista sevillano Manuel Chaves Nogales- su parecer y el de buena parte de la intelectualidad con respecto al turbulento devenir de los acontecimientos:
A fines de mayo de 1936 la violencia callejera en España volvió a recrudecerse de manos de las juventudes de las agrupaciones políticas
“Antes, y como para hacer boca —mejor, oído— vaya un racimito, a modo de pequeños botones de muestra, de frutos de la tan cacareada revolución.
Pasa por la plaza una muchachita acompañada de un su familiar, cuando un zángano mocetón se divierte en hacerle una mamola. El familiar se vuelve a reprenderle, el mocetón se insolenta y el otro arrecia en la reprensión. Y entonces, ante el grupo de curiosos que se arremolina, ¿qué se le ocurre al zángano? Pues ponerse a gritar: «¡Fascista!, ¡fascista!» Y esto basta para que el reprensor tenga que escabullirse, no fuera que le aporrearan los bárbaros.
Otro día, en un rincón de una calle, sorprende un guardia municipal a otro mozallón haciendo necesidades; se le acerca, no a multarle, según piden las Ordenanzas, no, sino a llamarle la atención, y el necesitado, al verle venir se yergue y le espeta un «¡que soy del Frente Popular!»
Otra vez un matrimonio joven, en jira de turismo, entra en una iglesia, sin gente entonces, y a poco, husmeando no se sabe qué, entran tres chiquillos como de diez a doce años y exclama uno alzando el puño: «¡Maldito sea Dios!”, y el otro: «Hay que darle unas hostias». Y como estos tres sucesos, recogidos aquí, muchos más de la misma laya.
«Ponerse a gritar: «¡Fascista!, ¡fascista!»… Basta para que… tenga que escabullirse, no fuera que le aporrearan los bárbaros». (Miguel de Unamuno, Ahora)
Y no se hable de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, soecidad, malos instintos y, lo que es —para mí, al menos—peor, estupidez, estupidez, estupidez. De ignorancia no se hable. He tenido ocasión de hablar con estos pobres chicos que se dicen revolucionarios, marxistas, comunistas, lo que sea, y cuando, cogidos uno a uno, fuera del rebaño, les he reprochado, han acabado por decirme: «Tiene usted razón, don Miguel; pero ¿qué quiere usted que hagamos?» Daba pena oírles en confesión. Pero luego se tragan un papel antihigiénico en que sacian sus groseros apetitos y ganas ciertos pequeños burgueses que se las dan de bolcheviques y de lo que hacen servil ganapanería populachera. Tragaldabas que reservan ruedas de molino soviético para hacer comulgar con ellas a los papanatas que les leen.
¿Papanatas? Otra cosa. Que así como se leen los clandestinos libritos pornográficos para excitarse estímulos carnales, así se leen esas soflamas para excitarse otros instintos. La doctrina es lo de menos.
Esto, en los bajos fondos. ¿Y más arriba? Recuerdo que después de que aquellas Constituyentes, de nefasta memoria —Dios nos perdone—, votaron —el que esto escribe no lo votó ni asistió a aquellas sesiones— aquel artículo 26, en que se incluyó mucho evidentemente injusto, como se lo reprochara yo a uno de los prohombres revolucionarios, hubo de decirme: “Sí, es injusta; pero aquí no se trata de justicia, sino de política.” Y me dio a entender que cierta injusta medida persecutoria se daba para proteger a los perseguidos contra otras persecuciones populares en caso de no tomar la medida. Que es como si un Tribunal de justicia dijese: «Le hemos condenado a muerte, porque si no, la turba le saca de la cárcel y le lincha». Curioso argumento que no deja de aplicarse.
La política no puede confundirse con la justicia. Es la razón de Estado; la tiranía, mucho peor cuando es lo que llaman democrática que cuando es regia o imperial. Y tampoco debe confundirse con la economía, o sea con el bienestar. Celebraba el prohombre una comida con otros hombres de pro, y como se hablara de la ruina de la economía nacional, de cómo se iba a arruinar al país con ciertas medidas, hubo de decir aquél que la política no debía guiarse por postulados económicos y que un pueblo no ha de arredrarse de una política de nivelación social porque ello le empobrezca y arruine. Y dos de los amigos —y consejeros— del prohombre salieron diciéndose uno a otro: «¡Nos equivocamos!» Y tanto como se equivocaron. Equivocación que empiezan muchos a reconocer.
«Y no se hable de ideología, que no hay tal… La doctrina es lo de menos… La política no puede confundirse con la justicia». (Miguel de Unamuno, Ahora)
Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa. No injusticia, no, sino estupidez. Alguna estupidez auténtica, y esencial, y sustancial, y posterior al 14 de abril. Porque el 14 de abril no lo produjeron semejantes estupideces. Entonces, los más de los que votaron la República ni sabían lo que es ella ni sabían lo que iba a ser “esta” República. ¡Que si lo hubiesen sabido…!
Iba a terminar estas notas al vuelo diciendo algo del propuesto Gobierno nacional republicano. Pero no puedo hacerlo. Y no puedo hacerlo porque empiezo a no saber ya qué es eso de nacional, y cuanto más tratan de explicármelo menos lo sé. Y en cuanto a lo de republicano, hace ya cinco años que cada vez sé menos lo que quiere decir. Antes sabía que no sabía yo qué quiere decir eso; pero ahora sé más, y es que tampoco lo saben los que más de ello hablan. Y como no sé qué pueda ser eso de Gobierno nacional republicano, me abstengo de opinar sobre él”.
Bibliografía:
Miguel de Unamuno, Justicia y Bienestar, diario Ahora, (03-07-1998)
Javier Tusell, (1990) Manual de Historia de España. Siglo XX.
Stanley G. Payne, (1995) La primera democracia española: la Segunda República, 1931-1936.