Como sus antecesores, el Imperio Austrohúngaro fue todavía una de las estructuras políticas más grandes de Europa a comienzos del siglo XX. No obstante, a diferencia de las potencias contemporáneas, no poseyó colonias ni tuvo afán expansivo o acaso una supuesta «misión civilizadora», características que suelen asociarse a los imperios del período. Dicho de otra forma, no fue una potencia imperialista, pero si ha de ser considerada un imperio fundamentalmente porque respondía a un tipo de estructura política heterogénea y aglutinadora de pueblos distintos, en este caso gobernados por la cabeza de la dinastía Habsburgo con sede en Viena. En una Europa que avanzaba a pasos agigantados hacia su reconfiguración en Estados-nación, aquella diversidad continuó siendo su principal debilidad. Sus rivales, externos e internos, vieron en el Imperio Austrohúngaro un artificio arcaico y condenado al fracaso. Sin embargo, lejos de la decadencia que para muchos representaba, el imperio llegó a disfrutar de una notable prosperidad económica y una intensa actividad cultural hasta su disolución durante la Primera Guerra Mundial.
Por Manuel Burón Díaz y Emilio Redondo Carrero
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