La invasión francesa de Navarra del año 1516

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En una época en la que la expugnación de una ciudad servía para justificar un año de campaña, la conquista española de Navarra podría considerarse una guerra relámpago si no fuera porque fue un paseo militar en el que no se produjo ningún combate. El ejército de Fernando el Católico, inicialmente concentrado para la conquista de Bayona, entró en Navarra el 19 de julio de 1512, y “no hallando en el camino resistencia en cinco aposentamientos”, como contó Luis de Correa, que participó en la empresa, llegó a Pamplona. La capital, tras esperar un día para salvar el honor, se rindió sin combatir el 25 de julio, mediante una negociación que le permitió conservar sus privilegios y asegurar el cobro de las deudas, evaluadas en 7.000 ducados, que habían dejado los monarcas huidos, lo que muestra el tipo de preocupaciones de los navarros de aquella época y fue el modelo seguido por las demás ciudades. Cuatro días después, Juan III, que había huido de Pamplona el 23 de julio, compró en Lumbier un cese de hostilidades, que significaba una rendición incondicional, pues no se acordaban nuevas negociaciones, sino que el vencido reconocía la facultad de hacer lo que quisiera al vencedor, que se proclamó “Depositario de la corona de Navarra y del reino” (capítulos y composiciones de la Taconera). Es un misterio porqué el Juan III, cuya ineptitud y cobardía están acreditadas, cometió semejante error, cuando nada impedía que se refugiara en sus feudos franceses, como era su propósito. En las semanas siguientes se completó la ocupación del reino. No consta que en todo el proceso se produjera un solo muerto.

Juan III, rey iure uxoris de Navarra, según el cronista agramontés. Ávalos de la Piscina fue “humano, gracioso y en extremo alegre, y muy liberal, era de maravillosa hermosura […] fue hombre leído y filósofo natural; estimaba mucho a los hombres d linaje, tanto que procuraba saber distintamente los blasones del reino; fue tan dado a mujeres y a cosas de placer que entendía poco en cosas de guerra»”. Con su esposa, que le confío el gobierno, tuvo catorce hijos, de los que sólo sobrevivieron seis (y otros dos, por lo menos, por ahí).

El nacionalismo vasco ha tratado de ocultar el evidente significado de una conquista tan sencilla creando una guerra de la conquista de Navarra que se habría prolongado hasta 1529, cuando Carlos V abandonó voluntariamente la Baja Navarra por los altos costes de defensa de un territorio norpirenaico con unas fronteras abiertas (entre los que se incluían el pago de las rentas que pedían los nobles por su fidelidad). Esa duración propicia que el público no avisado, que abarca a casi todas las personas, entienda que se produjo una gran resistencia. La realidad es que ni siquiera existe una guerra de Navarra. La conquista española de ese reino sólo fue una breve campaña sin combates  de un conflicto que se sitúa dentro de las “Guerras de Italia”, una serie de conflagraciones entre 1494 (invasión de la Península Itálica por Carlos VIII de Francia) y 1559 (Paz de Cateau-Cambrésis); concretamente, la conquista de Navarra se produjo durante la Guerra de la Liga de Cambrai (1508-1516), también llamada “Guerra de la Liga Santa”, que fue la tercera de esas guerras. La cuarta fue la “Guerra de los Cuatro Años” (1521-1526), que comenzó en Flandes y terminó realmente con la batalla de Pavía (24 de febrero de 1525), y la quinta, la “Guerra de la Liga de Cognac” (1526-1529), que acabó con la paz de Cambrai o de las Damas, que coincidió con el abandono de Carlos V de la Baja Navarra. En esa paz, como en las anteriores, no participaron los destronados reyes de Navarra, ni se trató la cuestión del reino navarro, cuya división final en dos partes fue una división de hecho, no de derecho. A todo ello, cabe añadir que el último combate de esas guerras en Navarra fue con motivo de la reconquista de Maya de Baztán en julio de 1522 [he tratado la cuestión en El fraude de Amaiur: Verdades y falsedades sobre la conquista española de Navarra, Letras Inquietas, Cenicero, 2022, 265 pp.]; en España, los combates continuaron hasta la rendición de Fuenterrabía el 29 de abril de 1524.

Por otra parte, la conquista española de Navarra se puede incluir en las guerras de bandos que ensangrentaron el reino y a las que dicha conquista puso fin. Fue un conflicto iniciado en 1451, durante el reinado de Juan II, el padre de Fernando el Católico, que enfrentó a agramonteses y beamonteses. Y es una de las causas que explican la facilidad de la conquista española de Navarra. En un reino turbulento, Juan III, un monarca francés con poca fuerza, tuvo que apoyarse en los agramonteses para poder gobernar, creando un régimen partidista y corrupto (no pudo entrar en Navarra hasta pasados diez años de su coronación y lo hizo escoltado por tropas de los Reyes Católicos). Así el ejército castellano que invadió Navarra en 1512 avanzó encabezado por las tropas navarras de Luis de Beaumont, tercer conde de Lerín, el jefe de los beamonteses (su padre, ya fallecido, había sido desterrado en 1508 y perdió todo su patrimonio navarro). Además, tuvo el apoyo de algunos linajes agramonteses y de otros navarros que previamente, por dinero, se habían enrolado en las compañías que se estaban formando en Las Vascongadas, como hicieron gentes del Baztán en el contingente que reclutaba el capitán Juan de Alzate. 

César Borgia fue nombrado obispo de Pamplona con 16 años. Cuando abandonó la carrera eclesiástica por la muerte de su hermano mayor, que le abría nuevas posibilidades,  César Borgia, apoyado por su padre, el papa Alejandro VI, quiso emparentar con una familia real. P. Boissonnade lo contó así: “Rechazado por Carlota de Aragón, por Germana de Foix y por Ana de Candale, el célebre condotiero, cuya reputación asustaba a los menos delicados, tuvo que volver a batirse por la mano de la hermana del rey de Navarra, Carlota de Albret. Era un auténtico crimen entregar al más corrupto de los príncipes italianos una joven tan bella, devota y dulce; pero la casa de Albret aprovechó inmediatamente esta oportunidad para ganar la amistad del rey de Francia: los intereses superaban ahí a los escrúpulos de conciencia” (Historia de la incorporación de Navarra a Castilla, Gobierno de Navarra, Pamplona, 2005, pp. 247-248). Murió en Viana en 1507, cuando, como condestable de Juan III, persiguiendo encolerizado a una partida de beamonteses, dejó atrás a sus seguidores y cayó solo en una emboscada, protagonizada por tres enemigos, que le dejaron muerto y desnudo se enfrentaba a los beamonteses. Federico Krutwig (alias “Fernando Sarrailh de Ihartza”), el ideólogo de la primera ETA, no tuvo problemas para convertirlo en un aberchale: “Lo único que le salva al pueblo vasco, es que si su tierra vio nacer a semejante monstruo [san Ignacio de Loyola]…, en cambio vio morir a César Borgia luchando por la independencia de Navarra, contra los españoles [falso]. Sabido es que el papa Borgia se apellidaba Santxonea… [falso] y que por tanto era de lejana ascendencia vasca. Su hijo el más famoso condottiero de cuantos han existido, pensando en el cual Maquiavelo escribió su Príncipe… fue obispo de Pamplona… y murió como un héroe luchando por la tierra de sus antepasados, cuya sangre llevaba en sus venas” [La nueva Vasconia,  San Sebastián, 2ª ed., 1979, pp. CIX-CX, los puntos suspensivos son del original].

En la década siguiente a la conquista española hubo tres invasiones francesas de Navarra con el objetivo de reconquistar el reino para los Albret, vasallos del monarca francés, quienes tenían en Francia unos dominios que cuadriplicaban el territorio del reino navarro (Foix, Bigorra, Bearne, Nebouzan, Couserans, Tursan, Marsan, Gabardan y una parte de Cominges, que eran feudos de Catalina I de Foix, que, además, en la península ibérica tenía el dominio del vizcondado de Castelbó y de los señoríos de Bolquiera, San Martí dels Castells, Joch y Finistret, Cana Prullans, Castellón de Farfaña, Castellvi extrem de Marca y el condominio de Andorra.; Juan III poseía Perigord y el Limousin, y era el heredero de Albret, Dax, Tartas, Seignans, Marensin, Marenne y Born, que no llegó a heredar porque murió antes que su padre, Alano de Albret). La primera invasión se produjo en el otoño de 1512. El ejército francés, bajo el mando del delfín de Francia, el futuro Francisco I, debía invadir España por tres lugares. El contingente que pretendía entrar en Aragón fue rechazado sin conseguirlo. Las tropas que penetraron en Guipúzcoa asediaron San Sebastián, de donde se retiraron al poco tiempo cuando se supo que se acercaban las milicias vizcaínas y guipuzcoanas y la caballería castellana. El tercer ejército, el más importante, invadió Navarra, llegó hasta Puente la Reina y asedió Pamplona. Ese ejército estaba mandado por Jacques de la Palice. Juan III, que aportaba algunas tropas de sus dominios franceses, mercenarios y unos cientos de navarros agramonteses, fue sólo un subordinado, que incluso fue abroncado por el general francés cuando pretendió continuar el asedio de Pamplona que ya había fracasado. Cabe señalar que, a diferencia de los sucedido con la reciente conquista española, los invasores se comportaron como tales, lo cual no sólo fue consentido por Juan III, sino incluso alentado, porque, como los agramonteses que le acompañaban, venía dispuesto a ajustar cuentas. La tercera y última invasión se produjo en 1521, aprovechando la situación creada por la revuelta de los comuneros. En esta ocasión, el ejército francés estuvo mandado por André de Foix y ni siquiera se permitió la entrada en Navarra del heredero de Juan III, Enrique el Sangüesino. Y es que a Francisco I no le interesaba que su vasallo más poderoso fuera también rey. Ni los desconcertados mandos del ejército francés en Navarra supieron lo que pretendía su monarca. Es muy posible que lo que buscara Francisco I fuera cambiar lo que consiguiera conquistar en España (otra vez la invasión no se limitó a Navarra) por territorios en Italia, lo que era el objetivo del rey francés en esta nueva guerra italiana, que tuvo su escenario principal en la península itálica, donde combatió el propio monarca. 

Escudo de armas de Catalina I de Navarra. Hija de Gastón de Foix, el matrimonio con su primo Juan de Albret le fue impuesto por su madre, Magdalena de Francia, hija de Carlos VII y hermana de Luis XI. Agramonteses y beamonteses, aunque en Cortes separadas, se habían puesto de acuerdo por primera vez desde 1451 para solicitar que la heredera se casara con el príncipe heredero de Castilla y Aragón, Juan de Aragón, hijo de los Reyes Católicos, “por el grant feudo y sangre que entre ellos es”. Una vez más, se impusieron los intereses franceses de la dinastía francesa. Magdalena alegó que Catalina de Foix, por sus dominios en Francia (más extensos que el reino de Navarra) era vasalla del rey de Francia y que, por tanto, no podía casarse sin la aprobación del monarca galo, a quien correspondía recibir el homenaje vasallático del marido, aunque lo cierto es que la boda se celebró sin la aprobación de Carlos VIII, un menor, cuya regencia su hermana Ana de Beaujais, que estaba enfrentada a Magdalena. El descontento en Navarra hizo que los nuevos reyes no pudieran entrar en su reino hasta 1494, diez años después de su coronación, y gracias a la protección de los Reyes Católicos.

Sólo en la invasión de 1516 no participó el ejército rey francés, pero eso no hace menos francés al ejército que reunió Juan de Albret, en el que los navarros eran una pequeña minoría, porque había pocos exiliados en Francia. En todo caso, eran muchísimos menos que los que se movilizaron en el ejército español cuando se produjo la invasión, como reconoce Peio Monteano:

“Entre los días 20 y 23 de marzo, los capitanes y nobles –«la gente de la tierra», como les llamaron los españoles– consiguieron reunir casi tres mil infantes. Allí estaban, como verdaderos señores de la guerra, los capitanes Donamaría, Ursua, Otza y Ansa, con un millar de soldados. Los señores de Esparza, Andueza, Sarría, Mendinueta, Guendulaín, Orkoien, Ezperun, Beuntza-Larrea, Ureta y Góngora, junto a otros beamonteses, aportaron el resto. Así, pues, los navarros que consiguió movilizar el virrey eran muchos más que los que avanzaban con el mariscal. Y aún quedaban los que, intentando lavar sus culpas, estaba reuniendo el conde de Lerín en Puente la Reina” [La Guerra de Navarra (1512-1529): Crónica de la conquista española,Pamiela, Pamplona, 2010, p. 155]. 

La ausencia de tropas del rey francés, que estaba entonces guerreando otra vez una guerra en Italia y mantenía una tregua acordada con Fernando el Católico en 1513, que no le interesaba romper, explica la escasa importancia de una invasión que apenas duró una docena de días y apenas penetró unos kilómetros en España (donde incluso duró menos). Pero no es la única explicación, dado que, pese a todo, Juan de Albret consiguió reunir un ejército más numeroso que el que tenía el virrey para defender el reino (las autoridades españolas de la época evaluaron en diez mil los efectivos del ejército invasor, que P. Monteano ha reducido a 4.200). 

Hubo otras razones que explican un fracaso tan estrepitoso. La primera es que la coyuntura, propiciada por la muerte de Fernando el Católico (23 de enero de 1516), no resultó tan favorable como pensaron Juan de Albret y Francisco I, quien –eso sí– animó el 12 de febrero al monarca navarro a recuperar el reino:

“Por vuestra parte daos prisa en preveniros, Más haréis ahora con 200 lanzas y 4.000 infantes, que de aquí a seis semanas con el cuádruple de esas fuerzas. Vuestro asunto exige sin duda una extraordinaria diligencia, debiendo quedar terminado antes de que puedan darse cuenta de ello los que pudieran tener interés en oponerse. Por ello, primo mío, es preciso que os esforcéis más que nunca, porque si vais a estar esperando a que os envíe lansquenetes, mesnaderos y artillería, para cuando los organice y los saque de donde están y se presenten a vuestro lado, hay tiempo para que vuestros enemigos reaccionen y ordenen el negocio de tal suerte que sea más difícil que nunca recobrar vuestro reino”.

Desde el verano de 1515 Juan de Albret estaba planeando una nueva invasión de Navarra. Para ello, trataba de ganarse la voluntad de beamonteses, sobornándoles con promesas. E intentaba que el nuevo rey de Francia, Francisco I (1515-1547), que había dirigido la fallida invasión de 1512, se implicara en la empresa. Las noticias sobre la mala saludo de Fernando el Católico avivaron los deseos. Y la muerte del rey abrió una coyuntura propicia para un nuevo intento. En la Corona de Castilla comenzó un periodo de incertidumbre. El día anterior a su fallecimiento, Fernando cambió el testamento nombrando al cardenal Cisneros gobernador de la corona castellana hasta que llegara su nieto Carlos desde Flandes, que sólo le sustituiría en la gobernación, que el mismo monarca había ejercido, porque Juana la Loca seguía siendo la reina. Sustituía así al infante Fernando, que figuraba en el testamento de 1512 como gobernador del reino. La situación era confusa, porque Juana I era la reina, aunque estaba confinada en Tordesillas, Carlos era sólo el heredero, pero quería proclamarse monarca (lo hará el 14 de marzo en Bruselas, dando un auténtico golpe de estado, en vísperas de la invasión del reino de Navarra), y la camarilla del infante Fernando, que tenía entonces doce años, conspiraba para que fuera rey (a diferencia de su hermano Carlos, que ni siquiera hablaba castellano, se había educado en España, era el nieto más querido del Rey Católico y despertaba simpatías entre la población). La nobleza había sido sometida políticamente por los Reyes Católicos, pero no domesticada. Cisneros tenía opositores, que podían puentear su autoridad recurriendo a Carlos, que seguiría un año más en Flandes. Ante la debilidad que se suponía tenía el poder de Cisneros, algunos que creían tener derechos que no se les reconocían recurrieron a la fuerza para conseguirlos. Así se produjeron algunas revueltas antiseñoriales (la más importante fue la de Málaga) y enfrentamientos entre nobles. Algunos historiadores han considerado que Castilla vivió una situación precomunera. Sin embargo, Cisneros, uno de los mejores gobernantes que ha tenido España [Joseph Pérez, Cisneros, el cardenal de España, Taurus, Madrid, Madrid, 2014, 368 pp.], consiguió imponer su autoridad. Pero fue una coyuntura peligrosa para responder a una invasión. 

Fernando el Católico no nació en Navarra, donde reinaba su padre, porque su madre su madre, Juana Enríquez, cruzó la frontera para que lo hiciera en Aragón (Sos del Rey Católico), con el objetivo de afirmar sus derechos a la sucesión de esa Corona.

En Navarra, la situación tras la muerte de Fernando el Católico resultó complicada. El nuevo virrey, Fadrique de Acuña, llevaba menos de un mes en el cargo y no tenía experiencia militar. Además, tuvo que enviar tropas a Castilla, con lo que el ejército real quedó reducido a las pequeñas guarniciones de Pamplona y San Juan de Pie de Puerto (sólo de la capital del reino salieron ochocientos hombres de armas). La muerte del rey liberaba a los navarros de la fidelidad que habían jurado, lo que se interpretó interesadamente como libertad para elegir al nuevo monarca. Los agramonteses creyeron que había una gran oportunidad para el regreso de su rey. Y los beamonteses –y esto era lo más grave– estaban descontentos, porque la conquista española no había supuesto una vuelta de la tortilla, o, como ha escrito Peio Monteano, “porque no se les había entregado el gobierno del reino” (La resistencia a la conquista española (1512-1527), Mintzoa, Pamplona, 2019, p. 68). Fernando el Católico no tenía necesidad de apoyarse en un partido para gobernar, pero tampoco podía acabar con los bandos, como seguramente deseaba. No represalió a los agramonteses que le habían traicionado durante la invasión de francesa de 1512 y trató de repartir los cargos entre ambos bandos, buscando el equilibrio. En la cúspide, el conde de Lerín era el condestable y Alonso de Peralta, el segundo cabecilla de los agramonteses, el mariscal, quien, además, se vio honrado en 1513 con el marquesado de Falces, por su actuación durante la invasión francesa del año anterior (hasta entonces era sólo conde de Santisteban de Lerín). El mismo conde de Lerín, líder de los beamonteses, estaba descontento. En octubre de 1513, fue privado del señorío granadino de Huéscar, que, junto con otros dominios, le había sido entregado a su padre tras el destierro de 1508 por Fernando el Católico, en beneficio del duque de Alba, con el que estaba enfrentado. Y el reciente nombramiento de Fadrique de Acuña, partidario del duque de Alba, como virrey le había disgustado. Cuando murió Fernando el Católico, estuvo a punto de cambiar de bando durante unos días. Pero él fue el que presidía el consejo del reino que a principios de febrero reconoció a Juana como reina.

La razón más importante del fracaso es que no se produjeron en Navarra las rebeliones que se esperaban, y que eran imprescindibles para el éxito de la empresa. Los agramonteses conspiraron bastante y hablaron mucho, incluso mintiendo para levantar los ánimos. Es lo que sucedió en Olite en una reunión de destacados dirigentes agramonteses, entre los que estaba el condestable. Allí, Ladrón de Mauleón, el enviado de Juan de Albret, les contó que Fernando el Católico había ordenado devolver el reino a sus legítimos monarcas, que el conde de Lerín estaba con ellos y que el papa había amenazado con la excomunión a los nobles castellanos que se opusieran a la devolución del reino (en realidad, era Juan III el que estaba tratando inútilmente que León XIII le levantara la excomunión, ofreciendo una hija para que se casara con un Médicis, familia a la que pertenecía el papa). Entusiasmados enviaron mensajes a las principales ciudades agramontesas para que se hicieran con el control militar de las plazas, no obedecieran las órdenes del virrey y no permitieran la entrada de tropas reales, con la excusa de que estaban esperando el nombramiento del nuevo monarca.

Hubo revueltas en Olite, Tafalla y Sangüesa, pero fueron rápidamente sofocadas sin dificultad. Llegado el momento, nadie se movió, pese a que “algunos daban la victoria por tan segura que ya estaban pidiendo cargos e incluso las haciendas de sus enemigos” [P. Monteano, La Guerra…, p. 152]. El marqués de Falces, que fue el que más conspiró, no esperó al fracaso de la invasión para escribir a Cisneros justificando su conducta. No le contó que el cargo que había pedido a Juan de Albret era el de condestable, que tenía el conde de Lerín, ya que contaba con que el de mariscal que tenía sería para Pedro de Navarra, que seguía detentándolo en el exilio [P. Monteano, La Guerra…, p. 152]. No era algo inaudito, sino lo acostumbrado, después de tantas décadas de guerra de bandos, que, precisamente, se explican por ese tipo de ambiciones. No se puede tomar por patriotas a unas élites extractivas que no aspiraban, realmente, a la liberación de Navarra, sino a convertirla en un coto privado del que extraer las mayores rentas posibles para mayor desgracia de la mayoría de la población. Que confundieran patria con patrimonio es comprensible, porque lo hacían todos los nobles. Pero que lo hagan los autores nacionalistas para introducir el nacionalismo en una época en la que no existía es condenable. No, no había aberchales en el siglo XVI.

No cabe dudar de que Juan de Albret recibiera informaciones sobre posibles rebeliones, en una época en que tan importantes eran los rumores, pues están muy acreditadas. Tampoco cabe reprocharle el exceso de confianza que cometió, dado que todavía tenía en Navarra bastantes partidarios, aunque la fallida invasión de 1512 le debería haber hecho más prudente. Si cabe censurar, en cambio, a los autores nacionalistas que utilizan esas informaciones para sostener que (casi) toda Navarra ansiaba el regreso del destronado rey. Y que para justificar que no se produjeran las rebeliones tienen que recurrir a la eficacia de las tropas españolas. Algunos ni siquiera han recurrido a esa excusa y han contado que hubo una rebelión. El caso más extremo que conozco es el de Carlos Caballero Basáñez (diputado del PNV que alcanzó cierta celebridad con un miserable artículo sobre las ratas de Ermua, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco) y Carlos Osés Abaigar, en un libro dedicado a alumnos de Enseñanza Secundaria, donde cambiaron la invasión de 1516 (que no mencionan) por una rebelión: 

“En marzo de 1516 se produjo el alzamiento de toda Nafarroa por sus legítimos reyes, que fracasó [la frase está en negrita]. La represión que, a las órdenes del cardenal Cisneros, dirigió el coronel Villalba, fue violentísima. Fueron destruidos todos los castillos de Nafarroa, talados los campos, incendiados los sembrados y muertas y perseguidas numerosas personas [lo que también es falso]. Esta represión originó un profundo odio contra la ocupación castellana, y de esta forma coincidiendo con la sublevación de los comuneros en Castilla, estalla en Nafarroa un alzamiento contra la ocupación castellana, proclamándose como legítimo rey de Nafarroa a Hendrike II, hijo de Johan III”, lo que también es falso [Introducción a la historia de Euskal Herria, Zaragoza, Edelvives, 1992, p. 59].

Es un magnífico ejemplo de un procedimiento ordinario de la historiografía nacionalista vasca, una literatura en realidad: producir “textos disfrazados de hechos” [Fernando Molina, “«El conflicto vasco»: Relatos de historia, memoria y nación”, El peso de la identidad: Mitos y ritos de la historia vasca, Marcial Pons, Madrid, 2015p. 183]. 

Otra razón muy importante del fracaso se encuentra en la mediocridad de unos mandos, entre los que cabe destacar al propio Juan de Albret y a Pedro de Navarra, mariscal de Navarra y principal miembro del bando agramontés, que no los habían logrado por sus méritos. Juan de Albret se convirtió en rey de Navarra gracias a un braguetazo sin ningún mérito por su parte, pues era un niño cuando concertaron su boda con Catalina I,  contra la voluntad de la Cortes de Navarra, que preferían un candidato español. Como destacó varias veces Proper Boissonnade, autor de la primera gran historia de la conquista española del reino de Navarra (Histoire de la réunion de la Navarre à la Castille), que sigue siendo todavía la más extensa, Catalina I y Juan III no fueron buenos reyes, sino “torpes”, “ineptos” y “abúlicos”. Por su parte, Pedro de Navarra ostentaba el título de mariscal de Navarra, principal dignidad militar del reino, porque su familia, que tantos servicios había prestado a Juan II, rey consorte que usurpó el trono a sus hijos, había patrimonializado el cargo y no por méritos castrenses, que no se le conocen. Pero eso es excusa suficiente, porque su gran rival el conde Lerín sí tuvo una actuación militar destacada.

Por si no fuera suficiente, los invasores se enfrentaron tropas mejores al mando del competente y eficaz coronel Cristóbal de Villalba, que había luchado junto al Gran Capitán y que ya se había distinguido en la conquista de Navarra. Y entre los mandos navarros, cabe destacar al capitán Donamaría, más cualificado que cualquier hombre de Juan de Albret. 

Finalmente, cabe señalar que las prisas para aprovechar la coyuntura favorable propiciada por la muerte de Fernando el Católico provocaron que la invasión se iniciara cuando acababa el invierno y las condiciones no eran apropiadas para el avance de los ejércitos con los caminos nevados, particularmente en los Pirineos. Ahora bien, esas condiciones eran iguales para todos, y lo cierto es que los españoles se movieron con mayor rapidez y eficacia. Además, sucedió que cuando se produjo la invasión la coyuntura ya no era tan propicia. Las dudas que pudieron tener los beamonteses y el conde de Lerín desaparecieron pronto, el Consejo Real proclamó reina a Juana de Castilla, lo que aprobaron las Cortes el 22 de febrero, y las autoridades repartieron eficazmente las escasas tropas que tenían entre los lugares que podían representar algún peligro. El coronel Villalba, nombrado capitán general, fue enviado por Cisneros a Navarra, a la que llegó con gran rapidez. Y ante las noticias de los preparativos de invasión que estaba realizando Juan de Albret, se ordenó la movilización de milicias tanto en Navarra como en los territorios vecinos (Álava, Guipúzcoa, Vizcaya, La Rioja, Aragón y Castilla).

El ejército de Juan Albret se concentró a mediados de marzo en Sauveterre, a pocos kilómetros de la frontera norte de la Baja Navarra. El plan de operaciones contemplaba dividirlo en dos cuerpos de ejército para entrar en el reino navarro por dos lugares diferentes y converger sobre Pamplona. El primero, mucho más numeroso, entraría por la Baja Navarra y estaría bajo las órdenes del bastardo Labrit, hermano de Juan de Albret, quien se quedaría (a salvo) en Sauveterre, organizando los refuerzos que pudieran llegar [“Labrit” es el nombre que se dio a los Albret en Navarra]. El segundo, bajo el mando del mariscal de Navarra, entraría por el Roncal, tras atravesar Zuberoa. Según confesó el mariscal de Navarra dos meses después, tenía a sus órdenes 1.200 hombres. En ese contingente se encontraban los exilados navarros agramonteses, pero, según el testimonio de Pedro Enríquez de Lacarra, primo del mariscal y hecho prisionero en esa invasión, “la mayor parte de ellos hera de los vascos de tierra de Laborte, que es en Francia” (en esa época y hasta el siglo XIX, los únicos vascos eran los norpirenaicos).

El cuerpo de ejército del bastardo de Esteban Albret atravesó la frontera el 17 de marzo y no encontró resistencia hasta llegar dos días después a San Juan de Pie de Puerto, donde se encontraba la única guarnición española. Como sólo contaba con unos doscientos cincuenta hombres y no podía confiar en la población de la pequeña ciudad (unos ochocientos habitantes), se encerró en la ciudadela. Los invasores comenzaron el asedio, que no progresaría. Pero enviaron un destacamento, dirigido por el bastardo de Ezpeleta, el señor de Echauz, para hacerse con el control del desguarnecido paso de Roncesvalles y asegurar que el resto del ejército pudiera atravesarlo sin problemas después. Logrado el objetivo sin ninguna dificultad, las tropas ocuparon el monasterio de Roncesvalles y se dispusieron a esperar que llegara el resto del ejército. Mientras tanto, el abad de Urbax, que había conseguido ser canónigo de la catedral de Pamplona con el apoyo de Juan III, armado con coselete, espada, puñal y ballesta, se dedicó a recorrer los alrededores para reclutar lugareños. No lo consiguió pese al escrito que le enseñó al alcalde del valle de Aézcoa y los insultos y amenazas que profirió. Y lo peor fue que llegó a continuación el ejército del virrey mandado por el coronel Villalba, que en la mañana del día 23, tras un breve combate, se apoderó del monasterio y puso en fuga a sus ocupantes (los prisioneros desarmados fueron enviados a Francia).

Más al este, el mariscal de Navarra entró en Navarra por el Roncal el 17 de marzo. Como el territorio estaba desguarnecido, la única dificultad fue el avance por un camino nevado de un ejército en el que, salvo los nobles, todos iban a pie (eso sí, el equipaje del mariscal de Navarra ocupaba a trece bestias de carga). Pero esas dificultades fueron suficientes para que se produjeran las primeras deserciones, que fueron muchas, la mitad de las tropas, según declaró el mariscal de Navarra (“ruin jente” les llamó). Sin embargo, el mariscal decidió seguir adelante. Atravesada la frontera, se encontraba en tierras agramontesas, por lo que pensó que podría reforzar su ejército con muchos navarros. En Isaba, en nombre de Juan de Albret, ordenó la movilización de las milicias del valle del Roncal; le prometieron doscientos hombres, que finalmente fueron sólo ciento veinte, según confesó el mariscal; serían, además, los únicos navarros que se incorporarían a su ejército. 

La catedral de Pamplona nunca fue pisada por su obispo Amaneo de Albret (1478-1520), hermano de Juan III. Cuando fue nombrado obispo de Pamplona, este boyardo sin estudios ya era obispo Olorón, Lescar, Condom, Bazas y Comminges, además de cardenal; luego consiguió los obispados de Pamiers (1514) y Conserans (1515). Quizás eso le impidió viajar a Navarra y dejar bastardos, como hizo en otros lares. Eso sí, dada su rapacidad, disputó las rentas del arcedianato de la Tabla, que era la canonjía más sustanciosa de la iglesia de Pamplona. Aún así, para Tomás Urzainqui y José María Olaizola, autores de un auténtico best-seller de la literatura nacionalista, este francés fue un modelo de patriota: “El Cardenal fue uno de los más insignes prelados que tuvo la Iglesia de Pamplona, por lo mucho que hizo y padeció por ella y por Navarra [para José Goñi Gaztambide, el mayor historiador del obispado de Pamplona, “con este desdichado nombramiento, la diócesis de Pamplona tocaba uno de los fondos más bajos de su milenaria historia” (Historia de los obispos de Pamplona, Pamplona, III, p. 41)]. Amaba mucho a sus parientes los Reyes de Navarra, fue un gran patriota navarro, muriendo de pena y dolor por los tristes acontecimientos de su patria” (La Navarra marítima, Pamiela, Pamplona, 1998  p. 272). Tómese como ejemplo tanto de la facilidad con la que los escritores nacionalistas descubren aberchales en la Navarra del siglo XVI, como de la corrupción que imperó durante el reinado de Juan III.

Pero lo peor para el mariscal de Navarra fue la noticia de que más al sur no se habían producido las rebeliones con las que se contaba. En Sangüesa, se había producido una revuelta, pero en febrero y había sido rápidamente sofocada. Y el 10 de marzo el capitán Donamaría con tropas navarras había ocupado Sangüesa, expulsado a varios vecinos sospechosos, mandado rehenes a Pamplona y desmantelado las puertas de la ciudad para evitar que el enemigo pudiera hacerse fuerte en esa plaza. Al mismo tiempo, las tropas alavesas del diputado general de Álava, Diego Martínez de Álava, habían ocupado Lumbier, otra plaza con la que contaba el mariscal de Navarra para avanzar con seguridad.  .

El mariscal tuvo que cambiar de planes. Decidió dirigirse al oeste para contactar con las tropas que se encontraban en Roncesvalles y que habían pedido auxilio. Pensaba, además, que en el camino podría reclutar más soldados. En el valle de Salazar, le prometieron trescientos hombres, pero no se presentó ninguno. Otros trescientos soldados le ofrecieron en el valle de Aézcoa. Y fue peor, porque cuando se juntaron se sumaron al enemigo, que ya tenía todas las de ganar

El 23 de marzo, domingo de Resurrección, los exploradores informaron al mariscal de Navarra en Villanueva de Aézcoa que no había tropas en Roncesvalles y que dos kilómetros más al sur más al sur, en Burguete, estaba el ejército del virrey, que no sabían que acababa de derrotar a los que habían ocupado el monasterio. Además, le contaron que ese ejército, situado a unos 15 km, era muy superior en número. Efectivamente, al ejército del virrey se le habían unido más de tres mil navarros, movilizados en los días anteriores. 

En esas circunstancias, no había más remedio que retroceder y regresar a Francia cuanto antes. El coronel Villalba, enterado de la presencia de los invasores, salió en su persecución. Y, en unas condiciones climáticas pésimas, avanzó con más rapidez en un terreno nevado, de tal manera que se produjeron contactos y las consiguientes escaramuzas, en una de las cuales el mariscal de Navarra perdió su equipaje. Cabe destacar que en esas escaramuzas se produjeron enfrentamientos entre las milicias del Roncal y las de Salazar.

En el valle de Salazar, el mariscal de Navarra pretendió cruzar la frontera, pero el puerto estaba tan nevado que resultó imposible. Entonces, decidió proseguir hacia el este, recoger las tropas que había enviado a sitiar el castillo de Burgui y regresar por el Roncal a Francia, que es por donde había venido. Sin embargo, cuando llegó nuevamente a Isaba, se encontró con tropas españolas que le cerraban el paso. No se sabe con seguridad si eran parte de los soldados perseguidores, que se habrían adelantado la noche del 24, o milicias navarras al mando del capitán Donamaría procedentes de Lumbier. El mariscal de Navarra, que había sufrido nuevas deserciones, prefirió rendirse (también se cuenta que hubo resistencia entre sus tropas a presentar batalla). El coronel Villalba concedió que los simples soldados quedaran en libertad y regresaran desarmados a Francia (se ha calculado que eran unos ochocientos). El mariscal y otros 18 notables quedaron presos. Algunos cabecillas, sin embargo, lograron escapar, probablemente porque iban en vanguardia. Los presos fueron llevados a Estella, donde fueron liberados otros once. El resto fue trasladado a Atienza. Salvo el mariscal de Navarra, fueron liberados  tres años después. El mariscal continuó prisionero en Simancas, donde tuvo a su disposición un dormitorio y una sala con chimenea, y varios criados y un capellán, pudo escribir y recibir cartas, y tenía dinero. Allí se suicidó el 24 de noviembre de 1522 con un pequeño cuchillo que había pedido para cortarse las uñas [he tratado la cuestión en El fraude de Amaiur, pp. 49-61]. No hubo venganza: Su hijo, Pedro de Navarra y de la Cueva, que combatió hasta 1524 a sueldo del monarca galo, consiguió el perdón real ese año, lo que no sólo le permitió heredar todas las posesiones y títulos de su padre (cobrando incluso 260.760 maravedíes por las rentas atrasadas cuando era un traidor), sino desarrollar –como su hermano bastardo– una destacada carrera en el reino de Castilla al servicio de los reyes de España: convertido en marqués de Cortes en 1539, fue corregidor de Córdoba y de Toledo, asistente de Sevilla, gobernador de Galicia y presidente del Consejo de Órdenes, y su hermano natural Francisco fue obispo de Ciudad Rodrigo, Badajoz y Valencia. Si el padre no pudo disfrutar de igual trato es porque se negó a prestar el juramento de fidelidad al rey de España, que ya había dado en 1512. 

Tras la derrota del cuerpo de ejército del mariscal de Navarra, quedaba únicamente levantar el asedio de la ciudadela de San Juan de Pie de Puerto, donde los sitiadores, que sólo tenían tres cañones no habían hecho progresos (las labores de minado habían sido contrarrestadas por las contraminas de los defensores). Mientras Juan de Albret pedía refuerzos a Francisco I. Solicitaba que, al menos, se le enviaran tropas que estaban de guarnición en Guyena. Pero el rey francés no estaba dispuesto a romper la tregua de Urtubia que había concertado con Fernando el Católico en 1513, y que había supuesto, pese a lo que establecía el tratado de Blois (1512), que había provocado la inmediata invasión española de Navarra y su conquista, el abandono de su vasallo, el destronado Juan III. Francisco I no quería un enfrentamiento con España que comprometiera las conquistas que estaba logrando en el norte de Italia, aunque sí le interesaba el debilitamiento de la monarquía española y el de su más poderoso vasallo, por lo que le había animado a emprender la guerra.

Tras la victoria de Isaba, el coronel Villalba regresó a Burguete, sin prisas, dado el cansancio de las tropas por las marchas forzadas de los últimos días. Hasta allí, donde se encontraba el virrey, llegaron también otras tropas navarras movilizadas por nobles. El día 28, el virrey ordenó avanzar hacia San Juan de Pie de Puerto, pese a que la ruta de Roncesvalles estaba cubierta por las últimas nevadas. Las milicias navarras de los capitanes Ursúa y Esparza abrieron el camino. El día 30 por la mañana ya estaba el ejército del virrey frente San Juan de Pie de Puerto. No tenía artillería para batir las murallas ni tropas suficientes para asaltarlas. Podía esperar a que llegaran refuerzos; el duque de Nájera, que a partir de mayo sería el nuevo virrey, había informado que pronto llegarían seis mil guipuzcoanos capitaneados por su corregidor y se sabía que seguían movilizándose milicias en Navarra y los territorios vecinos; o a que el enemigo se retirara para evitar una derrota más que previsible. Pero se decidió el ataque inmediato. El capitán Ursúa atravesó el río Nive y ganó las espaldas de los franceses. El coronel Villalba, dado que el río atravesaba la ciudad, se metió en sus frías aguas del río, que le llegaron al pecho, y seguido de sus hombres consiguió entrar en el recinto amurallado. Dentro, se cuenta que “el coronel por su persona mató tres capitanes franceses muy señalados, y quitó quatro vanderas de las manos de los alféreces, cortando las manos de dos de ellos para sacarlas de su poder”. Los defensores de la ciudadela también colaboraron en la victoria. Los franceses tuvieron trescientos muertos y heridos. Otros cien fueron hechos prisioneros, aunque, como en Isaba, fueron puestos en libertad. El resto consiguió huir y atravesar la frontera, lo que puso fin a la campaña. 

La conquista de San Juan de Pie de Puerto fue la gesta más importante de la campaña. Sucedió lo mismo en las invasiones francesas de los años 1512 y 1521; las gestas de esas campañas también fueron españolas. En realidad, pese a los grandes esfuerzos de los autores nacionalistas, no hay nada reivindicable en la historia de los agramonteses. Si han convertido al mariscal de Navarra en un héroe es porque se ha hecho de la necesidad virtud y no se ha encontrado nada mejor. Pero Pedro de Navarra fue un señor feudal que aprovechó la relación que tenía con el rey para actuar con prepotencia.

La campaña fue una chapuza que rozó el ridículo, como ya vio el boticario pamplonés Sancho de Ozcoidi en una carta enviada el 1 de abril a su hijo; refiriéndose al ejército de Juan de Albret, escribió: “Y así se han ido. Para venir de esta manera plegue a Dios que no vengan más”. Pero, aunque la invasión hubiera estado bien dirigida, no se hubiese evitado el desastre. A comienzos de la Edad Moderna habían pasado los tiempos en los que un señor feudal podía derrotar a una monarquía, mucho menos a la monarquía que se había convertido en la principal potencia de la época. De haberse prolongado la campaña por una dirección más competente, habrían entrado las milicias que se estaban reclutando en Navarra y los territorios vecinos, y el desenlace hubiera sido el mismo. Juan de Albret tendría que haberlo sabido, pues en 1513 había fracasado en la invasión de Cataluña con un ejército de cuatro mil gascones con el objeto de recuperar sus dominios feudales en Castelbó y Castellón de Farfania, confiscados por Fernando el Católico para indemnizar al conde de Lerín y entregados en enero de 1513 a su esposa, como legítima heredera de la Casa de Foix (que diera entonces prioridad a la recuperación de unos señoríos probablemente fue debido a que consideró que era una empresa más factible que la reconquista de Navarra). Las milicias catalanas reclutadas por el duque de Cardona, el obispo de Urgel y el vizconde de Rocaberti fueron suficientes rechazar la invasión.

Germana de Foix (1488-1536), segunda esposa de Fernando el Católico. Su padre Juan de Foix reclamó la herencia de Catalina I (firmó su testamento como rey de Navarra). La reclamación pendió como una espada de Damocles sobre los reyes de Navarra, pues permitía a los monarcas franceses presionar sobre los que se habían convertido en sus vasallos más poderosos. Los derechos de Juan I fueron heredados por su hijo Gastón, que se convirtió en el mejor general francés y recibió el apoyo de Luis XII. En 1510, el parlamento de Tolosa, que fue el tribunal encargado de dictar sentencia sobre la sucesión en la casa de Foix, falló en su favor. El monarca francés se dispuso a confiscar los dominios de Catalina I, pero la muerte de Gastón en la batalla de Rávena (11 de abril de 1512) convirtió a Germana de Foix en su heredera y, por tanto, también a Fernando el Católico. Luis XII entonces se echó a atrás y se alió con Juan III mediante el Tratado de Blois, que el rey navarro, de espaldas a las Cortes, firmó también por codicia, por las rentas que le prometió el monarca francés, 20.000 libras, que suponían la mitad de sus ingresos  (entre las que se incluían cuatro mil libras para los niños herederos, un dinero de bolsillo, una propina, cuya demanda parece más propia de unos vasallos que de unos monarcas). Fue una negligencia, además, porque, para no alertar a los navarros, no había movilizado el ejército, cuando Fernando el Católico tenía uno en Álava para la invasión de Francia.

Pero conviene dejar claro que el resultado final de ésta y de las otras campañas, como ha señalado el gran especialista en la cuestión de la anexión española de Navarra, Alfredo Floristán Imízcoz, no fue únicamente una cuestión de fuerza: 

“Que las guarniciones castellanas de Pamplona y San Juan de Pie de Puerto abortasen tan fácilmente este intento de restauración significa que, solo tres años después de la primera invasión, las villas y la mayor parte de la nobleza no se movilizó decidida y unánimemente a favor de su rey. Más claramente que en 1512, el balance de fuerzas armadas no fue lo decisivo en 1516, y una explicación puramente militar o represiva del resultado no resulta convincente. Juan III contó con un número de soldados similar al de la guarnición castellana, y cabe suponerles un entusiasmo superior. A la postre, lo sucedido tuvo que ver con los cálculos de los notables del país, que no conocemos del todo y que, en cualquier caso, no parece que giraron primordialmente en torno a una cuestión de legitimidad dinástica sino a objetivos más concretos de poder local y señorial. El forzado cambio dinástico de 1512 no hubiera durado sin el cambio político que se fraguó en el trienio 1513-1515” [que supuso un gobierno más justo por la eliminación del régimen partidista de Juan III]. […] la mayoría, ante la venida de Juan III con un ejército, optó por lo más conservador: esperar y ver, y dejar hacer al virrey. […] Como en tantas otras guerras internas, fueron mayoría los desmovilizados y los indecisos, que actuaron de forma débil e inconstante ante presiones exteriores. […] Es iluso pensar que los notables se fijaran solo en la sangre de ambos [reyes], en la legitimidad dinástica, y no consideraran más atentamente sus circunstancias” [El reino de Navarra y la conformación política de España (1512-1841), Akal, Madrid, 2014, pp. 75-76].

Juan de Albret no pudo volver a intentarlo: falleció dos meses después de la derrota, el 17 de junio de 1516, a la edad de 47 años. Murió sin haber logrado que se le levantara la excomunión a la que se le había condenado por haberse aliado, por codicia y de espaldas a los navarros, con el rey de Francia, que combatía al papa, lo que le costó el trono. Medio año después, el 12 de febrero de 1517, fallecía su esposa, tan francesa como él, Catalina I, a la que debía el trono navarro. El heredero, Enrique el Sangüesino, que entonces tenía 13 años y se estaba educando en la corte francesa, sería un buen vasallo de Francisco I, con cuya hermana viuda, que tenía once años más, se casó.

Tumba de Cristóbal Villalba (Convento de San Ildefonso, Plasencia)

También en 1516, el 22 de julio, murió el coronel Villalba, de un ataque de apoplejía, con sólo cuarenta años. Y, sobre todo, el 13 de agosto se firmó el tratado de Noyon, que podía fin a la Guerra de la Liga Santa, iniciada en 1508. En una de sus disposiciones Francisco I se comprometía a no dar apoyo militar a los pretendientes al reino de Navarra, cuando hacía menos de medio mes que había fallecido Juan de Albret. 

Antes de que te vayas…

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