Notre Dame, la cuna de la polifonía musical

En 1160 el Obispo de París, Maurice de Sully, da comienzo a la construcción de una nueva catedral gótica que sustituiría a la vieja iglesia de San Esteban, porque ésta, según él, no representaba los nuevos valores de la Francia del siglo XII. Sobre su románica planta emergería, así, la nueva catedral, la catedral de Nuestra Señora, o catedral de Notre Dame, con un renovado cuerpo que guardaría tanta historia como arte en sus cimientos.

París, que hasta hacía poco había sido una región más de la zona norte de Europa, se alzaba en este siglo como capital de cultura. El rey de Francia, Felipe Augusto, la rodeó de murallas, empedró sus calles e hizo de ella el núcleo de su reino emergente; un nuevo centro que asume ahora el liderazgo cultural e intelectual del occidente europeo y que busca emular a las grandes y esplendorosas capitales de la cultura, como Atenas, Alejandría, Antioquía, Constantinopla o Roma.

El resurgimiento de la vida económica de Europa occidental durante el siglo XII condujo a un aumento de la población y a un renacimiento cultural. Las primeras traducciones del griego y del árabe al latín se entremezclaban con el nacimiento de las universidades de París, Oxford o Bolonia, que se proclamaban como las universidades madres de Europa. Por su parte, la de París destacó en el estudio de las artes liberales y abrigó en sus muros las cátedras de ilustres como Alberto Magno, Abelardo, Santo Tomás de Aquino y Buenaventura.

Y así, mientras Notre Dame se glorificaba en semejante ambiente cultural, la música ligada a ella se alzaba también en su misma mesura. El quehacer musical y los avances polifónicos de otros centros catedralicios como Reims, Chartres, San Marcial de Limoges o Santiago de Compostela, así como la asidua práctica folklórica europea se sistematizaron y organizaron en su seno, formando la llamada Escuela de Notre Dame.

Notre Dame
Catedral de Notre Dame. Miniatura de Jean Fouquet, siglo XV. Colección de Robert Lehman, Metropolitan Museum of Art.

París y la Escuela de Notre Dame se pusieron a la cabeza en el desarrollo de nuevas formas y estilos musicales y destacaron con fuerza en el perfeccionamiento de la polifonía occidental. En consecuencia, la importancia que los avances de una escuela como ésta tuvieron para la música es excepcional.

El nacimiento de la polifonía

Es en la Edad Media cuando ocurre uno de los hitos más significativos de la historia de la música de occidente: la invención de la polifonía.

El paso de una concepción monódica de la música, manifestada, por ejemplo, en el canto gregoriano, donde solo tenemos una única melodía que puede ser cantada tanto por uno como por varios intérpretes, a una nueva organización musical, en la que se introduce el concepto de verticalidad con la utilización de diferentes melodías simultáneas, se convierte en uno de los principales intereses de los teóricos y compositores de la época. Y esto es, en definitiva, lo que distingue la música occidental de la música de otras culturas, tanto en sus modos más primitivos como en su más delicada complejidad.

No podemos saber cómo eran las primeras prácticas polifónicas medievales con precisión, pues la inexactitud de las primeras fuentes teóricas hace de su conocimiento un verdadero ejercicio de interpretación. Sin embargo, en ellas se describía la práctica del canto a diferentes voces y a éste se le denominaba organum. Una melodía que se alargaba en el tiempo y a la cual se le añadían voces superiores que ornamentaban sobre ella. Es razonable pensar que, como siempre, la práctica va un paso por delante de la teoría. Por ello, lo más probable es que la polifonía existiera en el ámbito de la música sacra no litúrgica y en la música popular mucho antes de que fuese documentada por primera vez.

Organum duplum
Organum duplum, Escuela de Notre Dame, del manuscrito Pluteus 29.1.
Fragmento musical en el que vemos la introducción de dos voces simultáneas. La voz superior se mueve de manera constante sobre una voz inferior que hace en la mayoría de los casos sonidos sostenidos y vinculados al texto de la pieza (Benedicamus Domino).

En Notre Dame se cultivaba la polifonía de una manera especial. En su escuela varias generaciones de músicos se educaban en la improvisación, en la teorización y sobre todo, en la composición, consiguiendo los logros más elevados en el ejercicio del organum, el discanto o los motetes.

Quiénes podían ser los compositores que la formaran es a día de hoy todo un misterio, pues era costumbre en el medievo conservar el anonimato en lo que a fuentes musicales se refiere. Sin embargo, gracias a un estudiante inglés de la universidad de París al que hoy conocemos como Anónimo IV, ha llegado hasta nuestros oídos el nombre de dos de sus maestros: Leonin y Perotin.

Apenas tenemos datos de la vida de estos compositores y su identidad es, en realidad, toda una incógnita. El Anónimo IV describía, varias generaciones después, a estos compositores medievales. A Leonin, el más temprano de ellos, le llamaba Magister Leoninus, y afirmaba que era conocido como el más grande compositor de organum, y autor del Magnus Liber Organi (el Gran Libro de Organum, una importante recopilación de las piezas interpretadas en las fiestas religiosas). Y este libro lo usó durante épocas posteriores Perotin, “Perotinus Magnus”, el “mejor compositor de discanto”.

Si bien es cierto que no podemos atribuir a los apuntes de un estudiante una veracidad indiscutible, la tarea de cotejarlos con otras fuentes importantes de Norte Dame (los manuscritos Wolfenbüttel 677, Wolfenbüttel 1206 y Pluteus 29.1) hace plausible la existencia y creatividad de ambos compositores de orígenes inciertos, pues aunque éstas no los nombran en sus páginas, la correspondencia con el resto de afirmaciones del estudiante es notable. Si bien es cierto que no ha de suponerse que Leonin y Perotin compusieran toda la polifonía de Notre Dame, pues el repertorio procedería de varias fuentes, algunas de ellas ya existentes.

Maguns liber organi
Ilustración extraída del Magnus Liber Organi, en la que vemos una rúbrica iluminada y un fragmento de organum.

Pero la aportación más importante de la Escuela de Notre Dame viene de mano del ritmo y la escritura musical. Hasta ese momento, las piezas musicales se interpretaban con un ritmo más o menos libre; un ritmo que no había necesidad de anotar, puesto que generalmente estaba ligado al texto. El canto llano estaba dotado de una expresividad elástica e irregular basaba en la pronunciación del texto, y el discurso musical se edificaba a través de la simbiosis entre música y palabra.

Pero el desarrollo de la polifonía musical hace que la práctica se hiciera cada vez más compleja, y la sistematización de un sistema de valores rítmicos que guiara a los intérpretes se hizo indispensable. Ante esto los compositores de Notre Dame encontraron una solución: los denominados modos rítmicos. Una serie de esquemas rítmicos basados en los pies métricos de la poesía clásica que estructurarían mediante sus combinaciones una música más definida rítmicamente.

Estas innovaciones hicieron necesaria la codificación de una escritura musical mejorada, pues ahora la música se hacía demasiado compleja como para retenerla en la memoria, y, en consecuencia, empezaba a alejarse de la habitual tradición oral e improvisatoria. Los compositores de Notre Dame se acercaban hacia la gestación de lo que posteriormente será compás en una música más estructurada, cuyas posibilidades comenzaban a ser infinitas. Además, gracias a ello, se hacía posible reinterpretar la música de manera más exacta y guardar las obras más allá de la memoria.  

modos rítmicos
Los seis modos rítmicos.

En cuanto a la utilización de instrumentos musicales en el entorno de Notre Dame, es posible que éstos fuesen utilizados en partes sin texto o en determinados pasajes de polifonía medieval. Pero las partes con texto podían ser acompañadas con instrumentos igualmente. También Anónimo IV mencionaba el uso de instrumentos de cuerda en estas prácticas. Los instrumentistas no tenían por qué saber leer notación musical a la perfección, pues estarían adaptados a aprender, memorizar de oído e improvisar en imitación de la música vocal de la que se rodeaban. Importantes innovaciones aparecieron también en el órgano durante estos siglos, especialmente durante el siglo XIII. Así, las ilustraciones y manuscritos de este periodo señalan el uso de este instrumento en las prácticas musicales.

Lo cierto es que la polifonía primitiva que emanaba de las paredes de la catedral de Notre Dame puede parecer hoy rudimentaria y, quizá, para algunos, no parezca en apariencia una novedad extraordinaria. Sin embargo, los oídos medievales veían en ella el esplendor de una música nueva, una música concebida con la misma verticalidad con la que se elevaba la catedral, cuyas melodías ascendían y descendían a la par que uno de los templos más trascendentales de la historia europea, por todo aquello que ha guardado en sus murallas durante siglos.

Como un verdadero desgarro, presenciamos hace unos días la tragedia en la que se sumió Notre Dame. Un incendio que amenazó la memoria de siglos de arte y cultura. Pero no debemos olvidar todo lo que ocurrió dentro y fuera de Notre Dame; no debemos olvidar el esplendor musical que una vez se erigió dentro de ella, y que hizo de la música lo que es y lo que nos ha dado a lo largo de la historia.

Podemos quedarnos con estas palabras de William Fleming, con las que describe de una bella manera el papel que una catedral como la de Notre Dame tenía para la sociedad medieval. Una sociedad en la que el transcurrir de la vida se encontraba en las calles, al aire libre y en los edificios emblemáticos de las ciudades, cuya funcionalidad y cotidianidad dista mucho de la presupuesta en nuestros días. El titubeo entre lo sacro y lo profano hacía de ella un emblema que va más allá del culto religioso; que se empapa del culto, pero también de la música, del arte y de la historia.

«A diferencia de la iglesia abacial, una catedral está situada en una zona muy poblada […] No se levanta en un terreno llano y en despoblado como el monasterio, sino que necesita una población en donde pueda enseñorearse sobre los tejados y pináculos de los edificios que se agrupan a su alrededor. El desnudo exterior de una abadía detiene, en tanto que la talla intrincada de la fachada de una catedral despierta la curiosidad e invita a la entrada. Como centro de la vida del claustro, un monasterio es más rico en la penumbra de su interior; por lo contrario, la decoración más elaborada de una catedral se orienta a la reunión masiva de fieles. Las altísimas torres de una catedral gótica necesitan espacio para elevarse, y sitio para arrojar su sombra. Sus agujas son signo que orienta al viajero distante hasta el templo y dirigen los vacilantes pasos del cansado campesino a su regreso al hogar después de un día en los campos, y las campanas de sus torres con su tañido, son el reloj que regula la vida de toda la población y campos aledaños. Ellas nos hablan de bodas y funerales, y del tiempo para el trabajo, el descanso y la plegaria.

Una catedral es ante todo un centro religioso, pero en una época en la que los asuntos espirituales y mundanos estaban tan íntimamente relacionados, se entremezclaban sus funciones religiosas y profanas. En ocasiones la población se reunía en su nave para discutir asuntos públicos y los decorados del cuerpo de la catedral narran también la historia de la población y sus actividades. La catedral, de ese modo, fue un museo municipal en cuyas paredes estaba tallado el documento vivo de la vida de la población. La iconografía de una catedral dedicada a la Virgen no sólo incluyó temas religiosos. La Virgen María fue la patrona de las artes liberales, y por ello su catedral a menudo fue una enciclopedia visual, cuyos temas cubrían todo el campo del conocimiento humano. El púlpito no era sólo el sitio en que se decían sermones, sino también una cátedra para conferencias e instrucción. El santuario fue el escenario en que se representaba el drama religioso; por fuera, los portales ricamente tallados y profundos sirvieron como foro para autos sacramentales adecuados a la estación, y los porches como plataformas en que juglares y trovadores entretenían a su público. Las estatuas de piedra y vitrales coloreados, además de ser ilustraciones de sermones, sirvieron como galerías pictóricas para estimular la imaginación. El coro no sólo fue el asiento del canto litúrgico, sino el sitio para audiciones musicales en que se ejecutaban intrincados motetes polifónicos y se cantaban las melodías de los dramas religiosos. La catedral se convirtió en un vasto auditorio en el que resonaban las voces colectivas en una plegaria común».

Bibliografía:

  • La música medieval, Richard H. Hoppin. Ed. Akal, 2000.
  • Historia de la música occidental, Donald J. Grout, Claude V. Palisca. Alianza Editorial, 2004.
  • Arte, música e Ideas, William Fleming. Ed. McGraw-Hill, 1999.
  • Exploración sonora en la música polifónica de los siglos XIII a XVI. Germán Romero, Doctorando del Programa de Maestría y Doctorado en Música, UNAM.
  • The Cambridge Companion to French Music, Simon Trezise, Cambridge University Press, 2015.
  • A Performer’s Guide to Medieval MusicRoss W. Duffin, Indiana University Press, 2000.
  • http://www.filomusica.com/filo22/eli.html
  • https://www.metmuseum.org/events/programs/met-speaks/free-lectures/notre-dame
  • http://www.musicaantigua.com/perotin-y-leonin/
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