Después del conocido desastre de 1898, el gobierno español, con la reina regente María Cristina de Habsburgo – Lorena a la cabeza (madre del que posteriormente sería rey, Alfonso XIII), afrontaba las duras consecuencias de la derrota bélica frente a los Estados Unidos de América del Norte.
La cruel humillación que España sufrió en guerra naval marcó para siempre el arte y la cultura de las generaciones venideras.
Paralelamente, el país en su conjunto entró en un período conocido como Revisionismo nacional, dirigido por el pensador intelectual Joaquín Costa, para tratar de analizar las circunstancias que habían conducido a España a la enorme crisis que estaba sufriendo, derivadas entre otras muchas cosas del desastre, tanto naval como terrestre, de la guerra de 1898.
El Revisionismo nacional también tenía como objetivo ayudar al país a recuperar su debilitado prestigio internacional, así como investigar las posibles soluciones y alternativas que pudieran servir para que España resurgiera de sus cenizas y volviera a aquellos tiempos en los que fue la primera potencia económica del mundo.
Ardua y compleja tarea, sin duda ninguna, pero que aunó fuerzas y optimismo a partes iguales entre muchos sectores de la población, que empezaron a ver en la agotada política de la Restauración borbónica algunos destellos de esperanza, y en el futuro reinado de Alfonso XIII, una oportunidad para curar a España de sus heridas y volver a ponerla al mismo nivel que las naciones que gobernaban la esfera mundial.
Las consecuencias del desastre del 98 fueron terribles para la economía española y su orgullo patriótico nacionalista: para empezar, el ya agonizante Imperio español en América terminaba de colapsar con la independencia de la isla de Cuba bajo supervisión estadounidense; y además, España se veía obligada a vender por una cantidad inferior a veinte millones de dólares los territorios de Guam, Puerto Rico y las Islas Filipinas al gobierno americano.
El impacto humano y demográfico de la guerra fue devastador tanto en el mar Caribe como en el océano Pacífico, y dio origen también a la posterior guerra de liberación que enfrentó a la Primera República Filipina (con Emilio Aguinaldo al Frente) y a los Estados Unidos (con victoria final de estos últimos).
La rendición española dio paso a la firma del Tratado de París, que únicamente contribuyó a hacer más daño a la nación derrotada después de la contienda: a la pérdida de Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam, que pasaron a ser dependencias coloniales de Estados Unidos, hubo que sumar la venta de las últimas posesiones hispanas de Extremo Oriente al nuevo imperio alemán: España decía así adiós a los archipiélagos de Marianas, Palaos y Carolinas, a cambio de veinticinco millones de marcos.
Tras esta nueva reorganización política y nacional del planeta, España dejó de ser un imperio para siempre y pasó a constituirse en los territorios que más o menos a día de hoy la conforman: la Península Ibérica, las islas Baleares en el mar Mediterráneo y el archipiélago canario en el océano Atlántico.
Pero lo cierto es que nuestro país no lo perdió todo después del desastre de 1898.
Quedaron muchas islas en el océano Pacífico que administrativamente continuaban perteneciendo a España, pero eran todas tan minúsculas, dispersas y comercialmente insignificantes que desde Madrid se decidió que lo más económicamente rentable sería venderlas directamente a Estados Unidos y a Alemania, y eso fue lo que hicieron.
Pero los tratados de compra-venta que los funcionarios del gobierno redactaron para este fin fueron tan escasamente rigurosos que se olvidaron de reseñar en ellos seis pequeños atolones oceánicos: Nakuoro, Mapia, Rongerik, Kapingamarangui, Ulithi y un escollo coralino que actualmente debe de encontrarse sumergido bajo las aguas llamado Matador.
Estos islotes abandonados no estaban incluidos en los papeles que firmaron los compradores de las islas en el océano Pacífico, así que legalmente todavía pertenecen a España.
No obstante, hasta el año 1949 (ya en plena dictadura franquista), nadie pareció capaz de darse cuenta de que esto había pasado.
Tras este interesante descubrimiento, un investigador del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) llamado Emilio Pastor argumentó en un consejo de ministros ante el dictador Francisco Franco que se podría realizar legalmente una reclamación de soberanía en el marco internacional sobre el dominio de estas islas, ya que jurídicamente todavía pertenecían a España.
Sin embargo, el Caudillo, consciente de que España atravesaba una dura fase histórica de autarquía nacional después de la Guerra Civil Española, y de que él se encontraba severamente condenado a un aislamiento internacional debido a sus excesivas simpatías con la ya derrotada Alemania nazi, decidió ignorar las peticiones del CSIC en lo que fuera relativo al control español de estas islas.
La principal razón fue que realmente no merecía la pena una nueva controversia internacional por cuatro o cinco pequeños cayos, además del hecho de que hubiera tenido que ser la recientemente creada Sociedad de Naciones (la ONU) quien arbitrara este proceso, organismo del cual España todavía no era socio, y de que Franco no estaba para nada bien visto ni contaba con prácticamente ningún apoyo.
No obstante, y a pesar de todo, Emilio Pastor no se rindió y en el año 1950 consiguió que el CSIC le publicara un libro de su autoría, titulado «Territorios de soberanía española en Oceanía«, en el cual el investigador defendía los supuestos beneficios económicos que reportaría la ocupación de estos territorios, llegando incluso a proponer su colonización y atreviéndose a definir cómo, según él, debían ser física y psicológicamente los encargados de llevar a cabo tal misión.
Pero a pesar de los continuos esfuerzos de historiadores, geógrafos e investigadores, el asunto quedó en el aire durante la dictadura y nadie desde el gobierno español en la actualidad ha decidido reabrir este tema.