La Constitución española de 1876 y Cánovas del Castillo

Jura de la Constitución por María Cristina de Hasburgo. (Francisco Jover, Joaquín Sorolla)

Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey constitucional de España, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que en unión y de acuerdo con las Cortes de Reino actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar la siguiente:

Constitución de la Monarquía española.

[…].

Art. 11. La religión Católica, Apostólica, Romana es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.

[…].

Art. 13. Todo español tiene derecho:

—De emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante, sin sujeción a la censura previa.

—De reunirse pacíficamente.

—De asociarse para los fines de la vida humana.

 […].

Art. 18. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey.

Art. 19. Las Cortes se componen de dos Cuerpos Colegisladores, iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los Diputados.

Art. 20.  El Senado se compone:

Primero: De senadores por derecho propio.

Segundo: De senadores vitalicios nombrados por la Corona.

Tercero: De senadores elegidos por las corporaciones del Estado y mayores contribuyentes. 

[…].

Art. 28. Los diputados se elegirán y podrán ser reelegidos indefinidamente por el método que determine la ley.

[…].

Art. 50. La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey  […].

Art. 75. Unos mismos códigos regirán en toda la monarquía, sin perjuicio de las variaciones que por particulares circunstancias determinen las leyes. En ellos no se establecerá más que un solo fuero para todos los españoles en los juicios comunes, civiles y criminales.

[…]

Dado en Palacio a 30 de junio de 1876.

El texto es una selección de artículos de la Constitución española de 1876.

El año 1876 corresponde a los inicios de la época de la Restauración, periodo que comenzó con el pronunciamiento del general Arsenio Martínez Campos (29 de diciembre de 1874), que supuso el regreso de Alfonso XII (9 de enero de 1875). Tras el Sexenio Revolucionario (1868-1874) o Democrático, una época de crisis e inestabilidad política, era necesario organizar un nuevo régimen y, por tanto, elaborar una nueva constitución.

Arsenio Martínez Campos (Segovia, 1831-Zarauz, 1900).

Se pronunció por Alfonso XII en Sagunto el 29 de diciembre de 1874, en contra de los deseos de Cánovas. Fue la primera vez en la historia de España que un pronunciamiento dio el gobierno a un civil. Inicialmente moderado, sus malas relaciones con Cánovas le llevaron al Partido Liberal. En 1880, Cánovas le dijo en el Congreso: Dados mis principios, mis convicciones y mi manera de ver las cosas, el mayor sacrificio que yo he hecho a la Monarquía de Don Alfonso XII es tener a su señoría a mi lado

La autoría de la Constitución de 1876 corresponde lógicamente a las Cortes, que tenían una abrumadora mayoría conservadora dirigida por Cánovas del Castillo, que era el presidente del Gobierno. La Constitución  fue aprobada en el Congreso el 22 de mayo por 276 votos a favor y 40 en contra; y en el Senado, el 22 de junio, por 130 votos contra 11. Pero, como veremos en su momento, el texto fue redactado fundamentalmente por una comisión de notables presidida por Manuel Alonso Martínez e inspirada por Cánovas, al que corresponde la autoría intelectual,  hasta el punto  de que el sistema político de la Restauración se conoce como sistema canovista. Ningún otro político ha tenido tanta influencia en la elaboración de una constitución española. Es conveniente, por tanto, conocer el pensamiento de Cánovas, lo que se ha llamado el espíritu canovista, para comprender la Constitución de 1876.

Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) nació en Málaga y era hijo de humilde maestro de escuela. Afincado prontamente en Madrid, alcanzó protagonismo político cuando redactó el famoso Manifiesto de Manzanares, que transformó el pronunciamiento del ala izquierda del partido moderado o puritanos en una revolución que dio lugar al Bienio Progresista (1854-1856). Entonces abandonó el partido moderado y entró en el nuevo partido Unión Liberal, fundado por O´Donnell con los moderados de los dos grandes partidos (moderado y progresista) y en cuya creación Cánovas tuvo un papel fundamental [doc. 1]. Con ese partido, fue gobernador civil de Cádiz, ministro de gobernación y ministro de ultramar. En 1868, ni apoyó a Isabel II ni se sumó a la revolución. Durante el Sexenio Revolucionario defendió la causa de la restauración de la monarquía en la figura de Alfonso XII (incluso contra su madre Isabel II, que pretendía volver a reinar y que finalmente cedió y le confió la dirección de la causa borbónica). Durante 1874, cuando la I República se había convertido en la dictadura de Serrano (con Sagasta como presidente de gobierno), organizó con éxito una campaña para el regreso de Alfonso XII. Por eso, cuando triunfó el pronunciamiento de Martínez Campos —realizado en contra de la voluntad de Cánovas, que deseaba una restauración civil—, el poder le fue entregado a Cánovas, que formó un ministerio-regencia (31 de diciembre de 1874), un nombre especial y sin precedentes. 

Además de político, Cánovas fue un gran intelectual que destacó como periodista, literarato, ensayista e historiador, lo que le valió formar parte de cinco Reales Academias, entre ellas la de la Lengua y la de la Historia. Probablemente ello influyó en su desapego al poder, porque perderlo le permitía volver a centrarse en sus estudios. De hecho, de joven, renunció a varios cargos y presentaba con facilidad su dimisión [doc. 2]. Su honestidad, por lo demás, estuvo siempre fuera de toda duda y no se le conoce ningún acto de nepotismo.

Antonio Cánovas del Castillo. (1828-1897)

A pesar de su escasamente agraciada apariencia física —“de aspecto insignificante, pequeñito, delgaducho, moreno, con estrabismo pronunciado […] y moviendo la fisonomía constantemente por efecto de un tic nervioso”, le describe un historiador amigo— y de que fue siempre muy descuidado, tuvo un gran éxito en la vida social y amorosa (Carlos Dardé).Su desaliño fue proverbial; su amigo Fabié señaló que Cánovas jamás supo abotonarse una prenda en su sitio; el que estaba considerado el mejor sastre de Madrid se negó a vestirle, incluso cuando era presidente del gobierno, por lo mucho que le desacreditaba.Más trasnochador que madrugador, tuvo una salud de hierro y un apetito insaciable. Tenía una conversación brillante, amena y cautivadora que le convertían en el centro de atención de toda reunión. Tenía la facultad de dormir a voluntad, pese a las preocupaciones, y en cualquier postura.
Antonio Cánovas del Castillo es el mayor estadista español del siglo XIX. Intelectual, combinó en política la teoría y la práctica. Su balance entre 1876 y 1881 es extraordinario: restauró la monarquía, restableció el sistema parlamentario, acabó con la guerra civil (Tercera Guerra Carlista), terminó con la Guerra de Cuba iniciada en 1868, y arregló la situación de Hacienda. Fernando de Cos-Gayón, en la necrológica que escribió para la Real Academia de la Historia, señaló que desde que Alfonso XII fue proclamado rey en los últimos días de 1874 hasta agosto de 1897, la biografía de Cánovas y la historia política de España se confunden de tal suerte, que no es posible escribir aquélla sin que resulte al mismo tiempo escribir ésta.

Cánovas era un liberal que, como ha señalado Carlos Dardé, por la amplitud de su liberalismo, estaba mucho más próximo a los planteamientos de los revolucionarios menos radicales que al de los antiguos moderados. Su sincero liberalismo era compatible con el principio de autoridad, pues, como decía, la libertad sin una autoridad fuerte e incólume, no es libertad al cabo de poco tiempo, sino anarquía. Su pensamiento estaba influido por las dos grandes corrientes del conservadurismo europeo, las que arrancan de Edmund Burke y los doctrinarios franceses. Muchas de las  ideas que Cánovas defendía a la altura de 1874 estaban en el ambiente; el político malagueño no hizo sino concretar lo que amplios sectores de la sociedad española —desde luego las clases propietarias— estaban demandando en aquellas circunstancias: particularmente el fin de la guerra y la estabilidad política, el ansia del vivir, como ha escrito Raymond Carr (Carlos Dardé).

Para Cánovas, la política era el arte de lo hacedero: La política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro. Su frase más famosa es precisamente que la política es el arte de lo posible.Por eso, Cánovas fue un hombre pragmático, que no oportunista; un político que sabía distinguir entre lo esencial y lo que no lo es, y, que por tanto, sabía que había que hacer concesiones, buscar el punto intermedio [doc. 3]. Por ello ha sido también muy criticado: No es lo censurable en él esta o aquella condescendencia ante las circunstancias, sino lo circunstancial de sus principios; que no transigiera a pesar de ellos, sino que transigiera por ellos (José María García Escudero, De Cánovas a la República, Rialp, 1951, p. 28). Para su hermano Emilio, en cambio, Cánovas fue el único político español que no cambió nunca de postura

Emilio Castelar (1832-1899)

Cánovas consideraba que aquél que en la doctrina es mi adversario no es ni debe ser por eso mi enemigo personal. Y lo demostró con creces. Probablemente, su mayor rival político fue Emilio Castelar. Pero Cánovas y el ex- presidente de la I República, compañeros de estudios en la universidad, fueron amigos toda su vida y se reunieron frecuentemente para comer. Desde luego, Cánovas no poseía la elocuencia de Castelar, considerado el mejor orador español, pero sí destacó por sus respuestas rápidas y brillantes.

Cánovas, que era historiador, daba mucha importancia a la Historia y a las razones históricas. Consideraba que los países, producto de la Historia, tenían una constitución histórica y que, por tanto, esa constitución interna no podía cambiarse de golpe en un momento determinado. Por consiguiente, era partidario del cambio social lento. Esta era una forma de pensamiento muy extendida entonces en el conservadurismo europeo [doc. 4].

Su estudio de la Historia le había permitido sacar importantes enseñanzas del fracaso político del régimen de Isabel II [doc. 5]. Por una parte, el exclusivismo político que caracterizó a aquel reinado —en el que la figura real no jugaba un papel de árbitro de la contienda política, sino que protegía descaradamente a una facción— había minimizado la base social en la que se asentaba el trono borbónico. Además, esto obligaba, a la oposición a tener que destruir el sistema para acceder al poder. Por otra parte, cada partido, al conseguir el poder, no se conformaba con gobernar, sino que pretendía imponer su régimen político, lo que había dado lugar a varias constituciones. Por eso, Cánovas rechazó la reacción y revancha que pedían los antiguos moderados, que resurgieron brevemente con la restauración de Alfonso XII (en Francia, el intento de restauración monárquica acababa de fracasar en 1871 por la intransigencia del conde de Chambord, el llamado Enrique V). Al contrario, Cánovas intentó dotar al sistema político de la Restauración de la mayor zona de existencia posible, que sirviera para todas las corrientes del liberalismo español del siglo XIX [doc. 6].

Otro de los problemas del liberalismo español había sido el intervencionismo de los militares, no sólo por los numerosos pronunciamientos, sino también porque los generales habían sido los políticos más importantes del reinado de Isabel II (Espartero, Narváez, O´Donnell, Serrano, Prim). El exclusivismo político fue una causa fundamental de este fenómeno, pues, desde la restauración de Fernando VII en 1814, obligaba a los políticos a recurrir a la fuerza para vencer. Cánovas deseaba acabar con esta situación y crear un régimen civil en el que los militares se quedaran en los cuarteles.

Isabel II en 1855, retratada junto a su hija Isabel. Franz Xaver Winterhalter, Palacio Real de Madrid.

No tenía simpatías hacia Cánovas; se cuenta que, cuando O´Donnell lo propuso para ministro, la reina contestó: Hombre, por Dios, quítalo, que no lo puedo soportar. Antes, el propio Cánovas, que tenía más porvenir que pasado y mostraba gran confianza en sus posibilidades, habría dicho a O´Donnell, cuando era su secretario: Mi general, hágame diputado, que ministro me haré yo. Tras la muerte de O´Donnell (1867), cuando alguien comentó que don Leopoldo verdaderamente era un ídolo, Cánovas respondió: Ya lo creo que era un ídolo: como que era yo quien hablaba dentro de él. 

Pero, como ya se apuntó, el régimen de la Restauración, en contra de los deseos de Cánovas, comenzó con un pronunciamiento militar. Y los moderados pretendieron aprovechar el éxito del golpe militar para destruir toda la obra del Sexenio Revolucionario y restablecer la Constitución de 1845. Intervencionismo militar y exclusivismo político se presentaban, pues, juntos en el comienzo del nuevo régimen.

Cánovas actuó con habilidad y conjuró el peligro, pues, además, la existencia de un frente militar en el norte (Tercera Guerra Carlista) podía favorecer, como en otro tiempo, el caudillismo militar. Tenía a su favor la plena confianza de Alfonso XII y el hecho de que el pronunciamiento de Martínez Campos sólo precipitó los acontecimientos, pues la debilidad del golpe es evidente: fue dado en Sagunto y el general sólo mandaba 1.800 hombres (aunque fue suficiente para acabar con el régimen moribundo de la República de 1874, por la que nadie estaba dispuesto a luchar).  Cánovas hizo que el rey fuera un jefe militar, lo cual gustaba a Alfonso XII, como lo demuestra la proclama que hizo al ejército con motivo del fin de la Tercera Guerra Carlista: Soldados: con pena me separo de vosotros. Jamás olvidaré vuestros hechos; no olvidéis vosotros, en cambio, que siempre me hallaréis dispuesto a dejar el Palacio de mis mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos; a ponerme al frente de vosotros y a que en servicio de la patria corra, si es preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de vuestro Rey. Así, fue el rey quien se convirtió en el caudillo militar, fenómeno que fue favorecido por la propaganda oficial, que presentó al rey como el artífice de la victoria. De esta manera, Alfonso XII se convirtió en “el Pacificador”, título que oficialmente le fue concedido tras la victoria sobre los carlistas. En este fenómeno, que creó la tradición del rey-soldado, hay que ver también la influencia del llamado Carlos VII, que mandaba el ejército carlista (Alfonso XII también intentó mandar el suyo, pero estuvo a punto de caer prisionero en la batalla de Lácar y desde entonces se alejó del frente).

Alfonso XII (1857-1885).

La teoría de la Constitución interna y de la soberanía compartida condujo a la comisión redactora [de la Constitución de 1876], bajo la presión del gobierno canovista, a una curiosa decisión: los artículos referentes al monarca no se sometieron a discusión de las Cortes constituyentes, bajo el pretexto de que la monarquía era anterior y superior a la Constitución (J. Solé  y E. Aja).  Por lo demás, Alfonso XII fue de los reyes contemporáneos que menos preocupaciones depararon a los contemporáneos. Aceptó todos los consejos, mantuvo una neutralidad absoluta, dejó obrar a unos y otros, y en las crisis mostró una extrema discreción. En este sentido, nunca nadie pudo reprocharle nada. Otra cosa eran sus escapadas nocturnas, que aconsejaron un pronto matrimonio, su afición a los deportes y a los riesgos. […] Alfonso XII, generoso, leal, sencillo, no fue nunca un problema para los políticos. Les dejó hacer sin entrometerse nunca, y sólo se quejaría privadamente del papel que le hacían desempeñar en las crisis, cuando tenía que prestarse al juego de los partidos y fingir desacuerdo con determinado proyecto que el gobierno le presentaba a la firma. Efectivamente, la forma más sencilla de provocar una crisis era la negativa regia a firmar una proposición gubernamental. El gabinete entendía que no contaba con la confianza del monarca, y presentaba su dimisión irrevocable. Y a Alfonso XII le molestaba tener que aparecer una y otra vez como el causante de las crisis  (José Luis Comellas).

Además, se tomaron las precauciones necesarias para que ningún general aspirara al caudillaje reservado al rey. Así, se evitó la concentración de poder excesivo en manos de cualquier militar, a la vez que se destituyó o alejó a los generales que parecían más ambiciosos.

Por último, se llevó a cabo una política que acabó con los motivos de descontento de los militares y que preservaba lo que se dio en llamar en aquella época los intereses materiales del ejército.

Si a todo esto se añade que el nuevo sistema evitaba que los políticos recurrieran al ejército, se comprenderá cómo la historia de los pronunciamientos contempla un paréntesis durante la Restauración.

Cánovas era un admirador del sistema bipartidista británico. Ideó, por tanto, un sistema en el que dos grandes partidos se alternaran en el Poder. Por ello, no sólo creó su propio partido, el Liberal-Conservador, que aglutinó la herencia del moderantismo y, sobre todo, de la Unión Liberal (y al que por razones de claridad y comodidad basta con llamarle “conservador”), sino que, además, fomentó a su izquierda la creación del partido antagonista, que se suele denominar Liberal (aunque tuvo distintos nombres como consecuencia de las distintas fusiones: Constitucional —fundado en 1871—, Fusionista y, a partir de 1885, Liberal), bajo la dirección de Práxedes Mateo Sagasta, el otro gran político de la primera parte de la Restauración. Conviene destacar este rasgo de generosidad política de Cánovas, uno más de los que tuvo a lo largo de su carrera. José Luis Comellas lo ha hecho así:

Cánovas se preocupó más del partido de la oposición que de su propio grupo; pero no porque temiera a sus contrarios, ni tratara de resistir a sus asaltos, sino porque quería ver a aquella oposición convertida en partido unido y fuerte. Es la primera vez en la historia de nuestros regímenes demoliberales —y quizá la última— en que el jefe del gobierno desea y hace todo lo posible por lograr una oposición sólida y unida.

Práxedes Mateo Sagasta (1823-1903)

Era muy distinto a Cánovas: Si éste lo era todo —ideas, proyectos y prestigio— en el partido conservador, la fuerza de Sagasta radicaba, por el contrario, en la carencia de planteamientos personales, unida a la capacidad —gracias a la agilidad mental y el sentido de humanidad, que destacara en él el Cardenal Rampolla— para unir a las distintas personalidades y agrupaciones que fueron confluyendo en el partido (Carlos Dardé). Pero pudo entenderse bien con Cánovas porque también era un político pragmático que pensaba que en política no […] se puede hacer lo que se quiere, ni siempre es conveniente hacer lo más justo. Sagasta llegó a estar condenado a muerte durante el reinado de Isabel II, lo que prueba que el régimen de la Restauración fue muy distinto del isabelino. La diferencia entre Cánovas y Sagasta está bien expresada en los títulos de dos libros de la misma colección: Cánovas o el hombre de Estado, escrito por el marqués de Lema, y Sagasta o el político, del conde de Romanones. Emilio Castelar expresó así la diferencia entre ambos: Cánovas no es amable. Sagasta lo es mucho. Cánovas, por ejemplo, pasará por delante de Encarnación, mi portera, que es célebre en todo el barrio, sin decirle ni una palabra. Y ella rezongará: “Ay, Dios, ¿será rey ese caballero que no me da los buenos días? Por el contrario, Sagasta se detiene y dice: “Hola Encarnación, buenos días. ¿Qué tal va eso? ¿Y los chicos? Llámalos, que quiero verlos”. He aquí por qué Encarnación es liberal… Eso sí, Sagasta no hará en bien de la portera más que Cánovas. Y, sin embargo, Cánovas sabía ser encantador: podía convertir en apasionante cualquier conversación y salpicarla de frases ingeniosas (que no se recuerdan a Sagasta). Pero —como señala J.L. Comellas— nunca buscó el aplauso popular, quizá por su odio a la demagogia. No tenía gestos gratos para el pueblo, no buscaba multitudes, ni se sentía a gusto allí donde había mucha gente. No era un aristócrata de origen, sí lo fue por sus amigos, por su altura intelectual, y por un cierto orgullo —que sus partidarios de entonces trataron siempre de disimular— provocado no por una especie determinada de hinchazón, sino por la conciencia de su superioridad. Tal vez eso explique por qué Sagasta tenga muchas más calles dedicadas en España que Cánovas. Y es que Cánovas ha tenido mala prensa: durante la crisis de la Restauración se le echó la culpa de casi todos los males que padecía España; la dictadura de Primo de Rivera le criticó por liberal; la II República, por archimonárquico;  la dictadura de Franco, otra vez por liberal; y durante la Transición, como recuerda J.L. Comellas, sus dos principales protagonistas se apresuraron a declarar que no querían ser “otro Cánovas” y “otro Sagasta”: tan desacreditados estaban los nombres. 

Para la elaboración del nuevo sistema político, Cánovas, en primer lugar, reunió, a principios de 1875, una asamblea formada por varios centenares (no hay constancia del número exacto) de ex-diputados y ex-senadores de todas las cámaras que habían funcionado en España en los últimos treinta años y pertenecientes a distintas tendencias. Tal asamblea confirió a una comisión de notables, integrada por 39 individuos, la tarea de formular las bases de la legalidad constitucional. En dos meses, dicha comisión de notables elaboró las bases de la nueva constitución, bajo la supervisión de Cánovas, que, según Fabié, redactó por sí el texto íntegro de la Constitución. Sea como fuere, los cierto es que, como ha señalado J.L. Comellas, las Cortes de 1876 fueron de las menos “constituyentes” de nuestra historia, porque la Constitución ya estaba elaborada en borrador por los notables.

Cánovas consideró oportuno elegir las nuevas Cortes de acuerdo con la legislación electoral vigente, la del Sexenio Revolucionario, es decir, mediante sufragio universal. Cánovas era contrario al sufragio universal, pero quería respetar las formas y dar a la futura constitución el mayor respaldo posible. Por coherencia, prefirió dimitir de la presidencia para no realizar la convocatoria de elecciones por sufragio universal: entre septiembre y diciembre de 1875, el general Jovellar sustituyó a Cánovas en la jefatura de gobierno. Como había sucedido hasta entonces, el Gobierno ganó las elecciones, en las que la  abstención fue grande (50%) y casi total en Barcelona, donde alcanzó el 88%. 

La Constitución de 1876 es una de las más breves constituciones españolas: 89 artículos agrupados en XIII títulos (la Constitución de 1812 tenía 384 artículos). Y esa brevedad es una de sus virtudes, pues contribuyó a su carácter flexible, lo que explica su gran duración.

Se suele presentar a la Constitución de 1876 como un compromiso entre las constituciones moderada de 1845 y democrática de 1869, cuya vigencia defendió Sagasta en las Cortes. Esto se puede apreciar en los artículos que estamos comentando. 

El artículo 11, consagrado a la cuestión religiosa, es una muestra de ese compromiso: la vía intermedia que tanto gustaba a Cánovas, pues, por una parte, reconoce la libertad religiosa, pero, por otra, declara la religión católica como la oficial del Estado y limita el culto de las demás religiones. Como ha sucedido habitualmente en los debates constituyentes en España hasta 1978, éste fue el artículo más discutido (consumió once sesiones, mientras el resto del articulado se aprobó sin apenas oposición). Cánovas, que tuvo que soportar la presión del Vaticano, se ganó además numerosos enemigos a la derecha. Pero, como ha señalado Raymond Carr, Cánovas obtuvo lo que pocos políticos conservadores españoles han logrado: el reconocimiento de las minorías religiosas.

De la Constitución de 1869, la nueva constitución heredó la declaración de derechos (que fue la más extensa del siglo XIX). Pero, hay que destacar la ausencia de algunos derechos, el recorte de otros y la posibilidad de la suspensión de todos por medio de un decreto gubernamental, si las Cortes no estaban reunidas. 

Pero mayor, en principio, fue la herencia de la Constitución de 1845. Así, el artículo 18 establece que se divide el poder legislativo entre las Cortes y el rey. Esto es consecuencia del principio doctrinario que hacía recaer la soberanía en el rey y las Cortes, que no es lo mismo que en el rey y el pueblo. Como se ha señalado, Cánovas concedía mucha importancia a las razones históricas. Consideraba que la constitución interna de España se basaba en la monarquía y las Cortes (aunque realmente en la historia de España, salvo en la Corona de Aragón, las Cortes no habían compartido el Poder con la monarquía). El principio era un principio conservador, que remontaba a Jovellanos [doc. 7]. 

El poder legislativo del rey es muy importante, pues la Constitución le reconoce amplias atribuciones: nombramiento de senadores y del presidente del Senado; derecho de veto por una legislatura; iniciativa legislativa, lo que le permite proponer la aprobación de leyes; y, sobre todo, es el monarca quien convoca las Cortes y quien puede suspenderlas y disolverlas, con la única obligación de reunirlas de nuevo antes de tres meses.

Las Cortes, como se aprecia en el texto, están formadas por dos cámaras: Congreso y Senado. Es una herencia del Estatuto Real de 1834, que fue el que introdujo el sistema bicameral, que es el que más vigencia ha tenido en la historia contemporánea de España. Se considera que es un sistema que favorece el conservadurismo, pues la introducción de cambios importantes exige la mayoría en las dos cámaras.

El Senado tiene una organización muy compleja, que fue muy discutida. Existen, por una parte, unos senadores vitalicios por derecho propio: miembros de la familia real, Grandes de España y altos cargos de la Administración, del Ejército y de la Iglesia. A ellos se añaden los que el rey nombra a voluntad. Todos estos senadores por derecho propio y nombramiento real no pueden superar la cifra de 180. Otra cantidad equivalente es elegida por corporaciones y los mayores contribuyentes. El rey, como se ha dicho, nombra también al presidente del Senado. Esta organización del Senado se explica por la influencia de las teorías orgánicas de la representación, defendidas en España por católicos y krausistas. Y se justificaba porque se consideraba que era necesario ofrecer una representación específica a los diferentes intereses sociales, en contraste con la representación del interés general, que teóricamente se hallaba en el Congreso.

Pese a que en la Constitución el Senado aparece como un órgano colegislativo, la práctica dio mucha más importancia al Congreso. Esta cámara estaba formada por diputados nombrados a razón de uno por cada cincuenta mil habitantes, en virtud de un sufragio que, como se aprecia en el texto (art. 28), no fue definido por la Constitución. Fue la ley electoral la que reguló el procedimiento. En 1878, se estableció un sufragio censitario masculino, que redujo el derecho al voto al 5% de la población. Pero en 1890, con los liberales en el gobierno, se aprobó el sufragio universal masculino.

Francisco Romero Robledo (1838-1906).
Fotografía de Christian Franzen.

Fue varias veces ministro de Gobernación y el más hábil manipulador de las elecciones, lo que le valió el apodo de El Gran Elector (título que se daba en el Sacro Imperio Germánico a los príncipes que tenían derecho a elegir al emperador).

Ambas cámaras tenían derecho de veto por una legislatura e iniciativa legislativa, así como facultades de control sobre el gobierno.

El poder ejecutivo corresponde al rey, que lo conserva en toda la extensión de la tradición moderada, y aun lo acrecienta en relación a la dirección del ejército, ya que es el jefe supremo de las fuerzas armadas y tiene un papel destacado en el nombramiento de los mandos militares. Su poder principal se encuentra en el derecho a nombrar y separar libremente a los ministros de sus funciones. Asimismo, su figura es inviolable y no es responsable de sus actos, sino sus ministros a través del refrendo, obligatorio para que tengan vigor las decisiones del rey (no militares; cuando el rey toma el mando del ejército, sus decisiones no tienen que ser refrendadas).

Como se aprecia en el art. 73, la Constitución establece un Estado centralizado. Precisamente cuando se aprobó la Constitución, se estaba debatiendo en las Cortes la reforma de los fueros vascos que dio lugar a la Ley del 21 de julio de 1876, que, dada la oposición a su cumplimiento por las diputaciones vascas, significó la abolición foral en 1877. No obstante, en 1878, Cánovas, que en esta cuestión también buscaba el punto intermedio, aprobó la concesión de los Conciertos Económicos para Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, que tenían muy difícil encaje constitucional, asunto que no preocupó a nadie [v. Historia 16, núm. 387].

Las demás cuestiones contenidas en la Constitución (administración de la justicia, ayuntamientos, etc.) fueron en su mayoría establecidas de una forma ambigua y reenviadas a una ley ordinaria en cuanto a su efectivo funcionamiento. 

Precisamente, la falta de concreción —que se puede apreciar, por ejemplo, en el art. 28, ya comentado— es una de las características fundamentales de la Constitución. Y una de sus virtudes, lo que tuvo dos consecuencias importantes:

1) La Constitución de 1876 es la constitución española que más tiempo ha durado. Y una de las razones de este fenómeno es que esa falta de concreción permitió gobernar a los dos grandes partidos con comodidad.

2) La falta de concreción del articulado permitió que el régimen evolucionara mediante las leyes que desarrollaban la Constitución. De esa manera, el sistema de la Restauración, que  —como vimos— nació como una especie de compromiso entre las constituciones de 1845 y 1869,  pudo evolucionar hacia el régimen de 1869. Por eso, no tiene mucho sentido discutir sobre si ese compromiso que suponía la Constitución de 1876 está más cerca de la Constitución de 1845 o de la Constitución de 1869. La evolución tiene un buen ejemplo en el sistema electoral, que, como ya se dijo, adoptó mediante la ley correspondiente el sufragio universal masculino en 1890, 23 años antes que en Gran Bretaña. Esa evolución fue posible no sólo porque los dos grandes partidos dinásticos se sucedieron en el gobierno, sino también porque se respetó la labor realizada por el gobierno anterior, lo que permitió a los liberales adaptar con éxito el sistema a sus principios. 

El régimen político creado por la Constitución de 1876 es un sistema liberal, que no tenía nada que envidiar a otros del Occidente de la época. El problema residió en el contraste entre una teoría irreprochable y una práctica que no lo era; entre el país oficial, definido por la Constitución y las leyes, y el país real, caracterizado por la corrupción electoral. Veamos.

Formalmente, el Gobierno debía contar con la doble confianza del rey y de las Cortes para gobernar. Pero, en realidad, el rey era la pieza maestra del sistema, lo que unido a la corrupción electoral hacía que fuera la confianza real la que importara. Efectivamente, dadas las facultades reales de disolución de las Cortes y nombramiento de los ministros, el rey podía nombrar un gobierno que no tenía mayoría parlamentaria y disolver al mismo tiempo las Cortes; el nuevo gobierno, debido a la corrupción electoral, fabricaba su mayoría en las siguientes elecciones y obtenía la confianza del parlamento. De esta manera, no eran las elecciones las que hacían los gobiernos, como demandaba un sistema liberal, sino los gobiernos los que hacían las elecciones, lo que suponía la completa degeneración del sistema parlamentario, que debe ser un sistema que funciona de abajo a arriba (los electores eligen a un parlamento que, a su vez, designa un gobierno; en cambio, el régimen de la Restauración funciona de arriba a abajo: el rey nombra al gobierno y éste fabrica su mayoría parlamentaria). Esto no era nuevo, pues es lo que había sucedido desde el triunfo del liberalismo en España (periodo en el que ningún gobierno había perdido las elecciones que había convocado); tampoco era algo propio de España, pues la corrupción electoral estaba bastante extendida en Europa.

Esta práctica tenía su justificación en la idea generalizada de la inexistencia de un cuerpo electoral independiente en España, que en 1877 tenía un 77% de analfabetos. Cánovas argumentó así esta idea en el Parlamento: Se olvida que […] en el espacio de pocos meses han venido a este recinto Cámaras monárquicas, Cámaras revolucionarias, Cámaras monárquicas de la revolución, pero constitucionales, Cámaras radicales y Cámaras republicanas federales […]. Ese espectáculo […] se ha visto aquí con escándalo del mundo, y […] ha sido la befa de nuestro cuerpo electoral. Esa es una de las razones por las que Cánovas se oponía al sufragio universal, porque su adopción supondría una mayor corrupción. 

En esas circunstancias, como afirmaba Alonso Martínez, es preciso que el poder Moderador [del rey] supla algunas de las funciones que en un régimen representativo normal y perfecto debería desempeñar el cuerpo electoral.

Por tanto, el sistema contemplaba, ante las deficiencias del electorado, que el monarca ejerciera un poder moderador, que ni Alfonso XII (1875-1885), ni María Cristina (1885-1902) ejercieron de forma arbitraria, pues ambos cumplieron con sus obligaciones constitucionales y el espíritu del régimen. Como ha escrito C. Dardé, su función era valorar la capacidad real que cada partido [en un momento dado] tenía de ejercer la labor de ordenación de la vida política e intermediación social que el sistema les encomendaba. Y un criterio que el rey tenía a la hora de cambiar su confianza de un partido a otro era la opinión pública.

Muerte de Alfonso XII o el Último beso. Por Juan Antonio Benlliure y Gil.

Se ha relacionado la muerte del rey con el establecimiento del turno pacífico de los partidos (pacto del Pardo), pero lo cierto es que la alternancia en el Poder ya se había iniciado en 1881.

Pero esta justificación debería haber ido acompañada por el propósito de superar la situación creada por la inexistencia de un electorado independiente. Sin embargo, dados los intereses, nada se hizo al respecto. Por eso, en 1930, Ortega y Gasset, en su famoso artículo El error Berenguer,pudo pedir la destrucción de la monarquía porque no ha hecho sino especular con los vicios nacionales, arrellanarse en la indecencia nacional.

Finalmente, hay que señalar un elemento esencial del sistema de la Restauración: la alternancia pacífica de los dos grandes partidos en el Gobierno, que se verificó con tal regularidad que se conoce como “turno”. Este fenómeno, lógicamente, no podía aparecer en la Constitución, pero su regularidad fue tal que se ha supuesto que fue consecuencia de un pacto. Sin embargo, no hay prueba de su existencia ni resulta necesario suponerla. El funcionamiento y preservación del sistema implicaba el turno pacífico de los partidos, ya que eran unos partidos de notables que no podían sobrevivir si estaban mucho tiempo alejados del Gobierno. Además, no fue algo privativo de España en esta época, pues J.M. Jover ha destacado el paralelismo del fenómeno español con lo sucedido en Portugal e Italia (rotativismo y transformismo).

La Constitución de 1876 y el sistema de la Restauración han dado lugar a valoraciones muy diferentes. Ha sido muy criticada tanto desde la derecha como desde la izquierda, pero en los últimos tiempos han predominado las valoraciones positivas. Una de ellas es la de José Luis Comellas, que conviene reproducir:

El sistema [de la Restauración] en sí, como dijo una vez Cánovas a su amigo Fabié, era “del todo nuevo”. El nombre no hace a la cosa. La restauración de la monarquía en la persona de su titular legítimo no significa en absoluto la restauración del sistema que había servido de marco a la monarquía isabelina. Los hombres son absolutamente nuevos: difícilmente encontraremos entre los políticos de la Restauración un apellido que nos recuerde a los de sólo seis años antes: los que habían servido a Isabel II (ni siquiera Isabel II, retenida hábilmente por Cánovas en París, asoma la cabeza, pese a sus vehementes deseos, en la España nueva). Los partidos son otros, la dinámica de la marcha de las cosas es diametralmente distinta, la Constitución, las reglas del juego, el modo de sucederse los partidos en el poder son lo más contrario que se pueda imaginar a la realidad anterior al paréntesis que la Restauración cerró.

El mismo Cánovas presumió una vez durante un viaje a Francia de haber hecho la Restauración con los mismos hombres que habían derribado la monarquía seis años antes. Exageró un poco —o exageró el periodista que recogió sus palabras— al decir: “En France, on a fait la République avec des monarchistes; en Espagne, moi, moi, je fais la Monarchie avec des républicaines”. Por lo menos es cierto que muchos republicanos aceptaron e incluso se integraron en su sistema. Por todo ello […] resulta perfectamente lícito considerar a la Restauración, más que como una vuelta atrás —que lo fue en algunos aspectos, y no sólo en el regreso de la dinastía— como un ensayo más de los infinitos que se pusieron en práctica a partir de 1868. Todos los sistemas “ensayados” fueron inéditos: la democracia del sufragio universal, la monarquía elegida, la república, el federalismo, la libertad religiosa, hasta el macmahonismo de Serrano. La Restauración, en cuanto sistema, también fue un ensayo y de hecho una realidad inédita, que dio lugar a un capítulo distinto en la historia de España, que no se parece al anterior a la revolución. Y es que la Restauración hubiera sido imposible sin la revolución: y no sólo por el motivo perogrullesco de que no se restaura lo que se ha perdido, sino, ante todo, porque es la culminación, la síntesis, el asiento definitivo de la serie de cambios abiertos con la revolución del 68.

Retrato de Francisco Silvela por el fotógrafo Kaulak, recogido en la revista Nuevo Mundo.

Francisco Silvela (1845-1905). Llamado la “daga florentina” por su mala intención oratoria, fue el sucesor de Cánovas en la dirección del partido conservador. Sin embargo, las relaciones entre ambos fueron malas, hasta el punto de que provocaron la última dimisión de Cánovas en 1892. El descubrimiento de algunas irregularidades administrativas en el ayuntamiento de Madrid —regido por Alberto Bosch, un alcalde inteligente y honesto— provocó un nuevo enfrentamiento entre Cánovas, que quería arreglar el problema con discreción, y Silvela, que pretendía darle publicidad. En las Cortes, Cánovas llamó a los conservadores a la conciliación y a la unidad. Le contestó Silvela ofreciendo su colaboración, pero con una frase final que se hizo famosa: el primer deber de todos los políticos es soportar a su jefe. La puñalada florentina provocó la respuesta encolerizada de Cánovas: Yo no estoy aquí para que nadie me soporte. E inmediatamente presentó su dimisión. Al día siguiente, Sagasta fue nombrado presidente del gobierno.

Ciertamente, la Constitución recogía las aspiraciones de la nobleza, la aristocracia y la burguesía, que dejó de ser revolucionaria, pero también es cierto que creó un sistema liberal razonable para la sociedad española de finales del siglo XIX y una estabilidad política sin precedentes en la España contemporánea. En este sentido, Varela Ortega ha señalado que la Restauración fue un régimen que no se basaba en la represión sistemática, ni tampoco en la opinión pública, pero donde, en cambio, las libertades básicas se hallaban reconocidas (Los amigos políticos, Alianza, 1977, p. 433). Y es que como indicó el mismo autor, la Restauración vivió con el apoyo o la oposición de muy pocos, y entre la indiferencia de una opinión que no buscó con decisión, pero que tampoco hubo de reprimir sistemáticamente (p. 88). La estabilidad lograda propició, además, un importante desarrollo económico de España en el último cuarto del siglo XIX: Los kilómetros de carreteras construidos entre 1875 y 1900 superan a los trazados desde la era romana hasta 1875. La red ferroviaria pasó de 6.500 kilómetros de vía tendida a 13.000, alcanzando casi los niveles de hoy en día. En 1870 había 199 estaciones telegráficas, y en 1900 su número ascendía a 1.490. También se construyeron hospitales, escuelas, institutos de Enseñanza Media (J.L. Comellas). El atraso económico, que durante tanto tiempo pesará en la historia española, se había generado en el periodo anterior. Por otra parte, Luis Suárez Fernández ha destacado que la Restauración propició una revolución intelectual que permitía alcanzar niveles como no se conocían desde el Siglo de Oro (La Europa de las cinco naciones, Ariel, 2008, p. 839).

El problema es que, a partir del cambio de centuria, el sistema no pudo evolucionar para adaptarse a los cambios que se estaban produciendo. Pero ese es otro asunto: la crisis de la Restauración (1898-1923). Y desde luego, no puede echársele la culpa a Cánovas, que fue asesinado por un anarquista en 1897 (y cuya ausencia seguramente contribuyó mucho a la crisis). En todo caso, hay que señalar que la tolerancia del régimen permitió el desarrollo de las opciones de futuro: republicanos, socialistas, y, en Cataluña y el País Vasco, nacionalistas.

Asesinato de Cánovas el 8 de agosto de 1897 en el balneario de Santa Agueda de Mondragón (Guipúzcoa) por el anarquista italiano Michele Angiolillo. Coincide con el inicio de la crisis de la Restauración, cuando el sistema no supo adaptarse a los cambios de la sociedad española. Esta es una ilustración de un libro De Francisco Pi y Margall.

Finalmente, hay que destacar que el éxito político alcanzado por Cánovas, cuya habilidad política está fuera de toda duda, fue posible, como han señalado varios historiadores como Raymond Carr, por el deseo de paz existente en la sociedad española tras la anarquía anterior. En este sentido, el autor citado ha apuntado que mientras la atmósfera moral estuvo dominada por el temor a una recaída en el caos político y la revolución social, las instituciones del régimen fueron inviolables para todos, salvo republicanos y carlistas. Por su parte, Tuñón de Lara y Jover han destacado el abandono de la revolución por parte de la pequeña y mediana burguesía en favor de la seguridad, fenómeno que también se produce en el resto de Europa occidental en este periodo. También hay que recordar, por último, que la estabilidad en esta época es un rasgo común en toda Europa (tras más de medio siglo de revoluciones), así como el proceso de democratización.

Otto Von Bismarck. Escaneado por Immanuel Giel.

Se cuenta que, cuando conoció la muerte de Cánovas del Castillo, dijo: Yo jamás me incliné ante nadie, pero lo hice siempre con respeto cuando oía pronunciar el nombre de Cánovas del Castillo. Por los mismos días, un político español comentó: Ahora podemos tutearnos todos. 

Anexo de textos citados y otros pensamientos de Cánovas:

1) Primer discurso de Cánovas en el Congreso: la unión liberal

“Aquí hay un partido republicano y otro reaccionario; formemos nosotros un tercer partido constitucional. Este tercer partido que no tiene recuerdos, que no sabe de dónde viene, pero se sabe a dónde va [ …]; que va a la libertad y al orden, que no va a nada de lo que ha pasado; este partido, reclamado por las circunstancias, no diré que ya está formado, pero sí que pronto, muy pronto, lo estará. No hay entre unos y otros más que una diferencia mezquina, insignificante: el nombre. Y esto sin renunciar nosotros a ninguno de nuestros principios fundamentales, sin renunciar más que a los accidentes.

[…] No existen diferencias que sean importantes o insuperables: no existen. En nombre de la patria, de las ideas liberales y del Trono constitucional, marchemos adelante llevando adelante la unión liberal, y si un día cae esa bandera, seremos los últimos que la separemos de nuestros brazos. Con ella triunfaremos o sucumbiremos con ella también”.

(Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 14 de diciembre de 1854).

2) Carta de dimisión de Cánovas, a los dos días de haber logrado el ascenso, por haber votado en contra del Gobierno (1 de febrero de 1855)

“Creyendo como creo que los funcionarios públicos deben estar identificados con la política del Gobierno, y habiendo disentido, como disentí hoy, de las opiniones del actual en una cuestión importante, me juzgo en el caso de ofrecer a V.E. [ministro de Estado] la dimisión de mi empleo de oficial en la Secretaría de Estado”.

(Melchor Fernández Almagro, Cánovas, p. 90).

3) La política según Cánovas

La política no es sino el arte de realizar en cada momento histórico aquella porción del ideal del hombre que taxativamente permiten las circunstancias”.

“Decir política equivale a decir ciencia de lo mudable, de lo relativo y contingente, ciencia sujeta en sus conclusiones prácticas al siglo, al pueblo, al momento

en que su consiguiente arte se ha de aplicar”.

“Todo lo que no es posible es falso en política”. 

“La política no es más que la apropiación a una nación, en cada instante de su historia, de la parte de ideal que ella está en el caso de recibir”.

“Yo pensaba y pienso que las transacciones son ordinariamente la misma realidad de la política, y que no existe posibilidad de gobernar sin transacciones lícitas, justas, honradas e inteligentes”.

“La fácil pero estúpida bandera del todo o nada, que jamás ha aprovechado en este mundo a nadie”.

“Las circunstancias son la misma realidad, las circunstancias son la vida misma; huir de ellas es caminar hacia lo imposible, hacia lo absurdo”.

“El éxito no da ni quita la razón a las cosas”.

4) La Constitución interna de Cánovas.

“La política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro. […] Hay mucha diferencia entre hablar de Constitución interna al lado de una Constitución expresa y escrita, en cuyo caso existe contradicción notoria, y hablar de Constitución interna en un país donde, por las circunstancias de los hechos, no queda en pie Constitución alguna escrita. Donde esto acontece no puede menos de decirse que no hay Constitución alguna vigente; y cómo, sin embargo de esto, es imposible que un país viva sin algunos principios, sin algunos fundamentos, sin algunos gérmenes que desenvuelvan su vida. […] Llamad a esto como queráis; si no os gusta el nombre de Constitución interna, poned otro cualquiera; pero hay que reconocer de hecho que existe. […] Invocando toda la historia de España, creí entonces, creo ahora, que, deshechas como estaban por movimientos de fuerza sucesivos todas nuestras Constituciones escritas, a la luz de la historia y a la luz de la realidad presente sólo quedaban intactos en España dos principios: el principio monárquico, el principio hereditario, profesado profundamente —a mi juicio— por la inmensa mayoría de los españoles, y, de otra parte, la institución secular de las Cortes”.

5) La génesis histórica del liberalismo conservador de Cánovas

“Cada experiencia histórica […] fue enseñando a su mente pragmática lo que podía y lo que no podía hacerse, cómo se pagan los errores y cómo se obtienen las experiencias útiles. La concepción maniquea de los años isabelinos le permitió aprender que, aunque pueda parecer peligroso […] no se pueden cerrar las puertas al adversario sin correr un peligro todavía mayor. La revolución de 1854 le hizo para siempre antirrevolucionario, y le convenció que una ruptura de esta clase llega siempre más lejos de lo que se proponen sus primeros autores. La mala costumbre de cambiar de Constitución cada vez que se cambia de color político le permitió comprender que una ley fundamental debe ser, si quiere durar, de amplio consenso y tan flexible que pueda ser aceptada indistintamente por cualquiera de los grupos que pueda llegar al poder. La cerrilidad de Isabel II en su apoyo incondicional a los moderados le dejó bien en claro que un monarca ha de ser un eterno neutral, y nunca puede apoyarse en un partido; el idealismo de los revolucionarios de 1868 confirmó su convencimiento de que los principios teóricos no deben considerarse irrebatibles hasta que los consagra la experiencia; el triste reinado de Amadeo I demostró que una monarquía no se improvisa y ha de basarse en el peso de los siglos y en los principios de legitimidad; las cantonales, que de una filosofía que se basa en un concepto abstracto de asociación como es el pacto, puede derivar todo lo contrario, la separación, el particularismo”.

(José Luis Comellas, Cánovas del Castillo, p. 156).

6) Carta de Cánovas a Fabié (23 de marzo de 1873): el proyecto de Restauración

“Yo no puedo transigir con que se repita aquello de los mal llamados años de régimen constitucional, que se dijo en 1823. Si logramos colocar alguna vez al príncipe Alfonso en el trono, recogeremos la enseñanza de los tiempos y utilizaremos cuanto hay de utilizable en el movimiento que derribó a la Reina Isabel. Empeñarse en restablecer lo que pasó sería falta grave, y sus consecuencias funestas las tocaríamos primero que nadie la Monarquía y nosotros. Aspiro a que una Constitución liberal y generosa cobije a cuantos españoles deseen la prosperidad de la patria. […] No quiero establecer diferencia alguna (hablo en sentido puramente político) el día de la victoria, entre elementos que figuren a nuestro lado; para mí tendrán la misma consideración moderados, progresistas, unionistas o revolucionarios, siempre que piensen como yo. No acepto que nadie ponga en duda la bondad y eficacia de los procedimientos que me reservo ensayar para que triunfe la causa del Rey; sobre semejante particular exijo a mis amigos confianza completa. […] Estoy resuelto a no excluir a quien quiera ponerse a nuestro lado […]. No preguntaré al que venga lo que ha sido; me bastará saber lo que se propone ser. El partido moderado no pesa un adarme en la sociedad española, pero representa una suma de tradiciones que importa recoger”.

(M. Fernández Almagro, Cánovas, p. 217).

7) Cánovas y la monarquía

“Para nosotros jamás, por ningún camino se puede llegar, por medio de la legalidad, a la supresión de la monarquía, a causa de que no hay legalidad sin la monarquía, a causa de que sin la monarquía puede haber hechos, puede haber fuerza, puede haber batallas; pero no hay, ni puede haber, legalidad […].

  Y es que para tocar la Constitución del Estado, expresión de estos conceptos anteriores, siempre se necesita en uno u otro momento, siquiera sea en un solo momento decisivo, siempre se necesita la sanción real. ¿Quién habla, quién puede hablar,  quién puede sospechar que sea posible esa pretendida evolución legal? ¿Quién cuenta jamás con el suicidio entre las soluciones naturales y legales referentes a la vida humana? Ni las Cortes es posible que voten su supresión, ni es posible que acuerde su supresión el monarca; y de aquí que las Cortes y el Rey, que están antes que la Constitución, pues que la Constitución se hace entre el Rey y las Cortes, estén también sobre la Constitución; porque la Constitución, si toca y puede tocar todo lo demás, no puede tocar ni a las Cortes ni al Rey. Puede tocar a la organización de los poderes de la Monarquía, regulándolos en una u otra forma; puede tocar a los derechos de las Cortes y a sus deberes: puede desenvolver perfectamente los dos principios, como realmente los desenvuelve; pero en cuanto a la existencia de la monarquía, en cuanto a la existencia de las Cortes y del Rey, claro es que la Constitución no puede tocarlas. […]

    En este sentido, y  no en otro, he dicho yo alguna vez aquello de la constitución interna.”

  (Discurso pronunciado en el Congreso de los Diputados el 3 de julio de 1886).

Carlos VII. Fotografía de Gaspard-Félix Tournachon. Biblioteca nacional de Francia.

Carlos VII (1848-1909). El denominado Carlos VII fue también pretendiente al trono de Francia entre 1887 y 1909 con el nombre de Carlos IX. En realidad se llamaba Carlos María de los Dolores Juan Isidro José Francisco Quirín Antonio Miguel Gabriel Rafael. Su hijo mayor, conocido como Jaime III de España y I de Francia y de Navarra, tuvo aun un nombre más complejo: Jaime Pío Juan Carlos Bienvenido Sansón Pelayo Hermenegildo Recaredo Álvaro Fernando Gonzalo Alfonso María de los Dolores Enrique Luis Roberto Francisco Ramiro José Joaquín Isidro Leandro Miguel Gabriel Rafael Pedro Benito Felipe.

8) La nación según Cánovas

“Pero, sin embargo, ¿qué otra cosa entendemos, en general, por nación hoy día sino un conjunto de hombres reunidos por comunidad de raza o parentesco, y de lengua, que habitan en un territorio o país extenso y que por tales o cuales circunstancias históricas están sometidos a un mismo régimen y gobierno?

9) La raza según Cánovas

Entiendo que lo que constituye entre nosotros vínculos que puedan llamarse de raza es el alma común, es decir, aquella suma de recuerdos, de creencias y de costumbres que durante siglos nos han unido o nos han hecho marchar paralelamente por el camino de la civilización”

(Discurso de clausura del Congreso Geográfico, 28 de octubre de 1892. Actas, Madrid, 1864, p. 269).

“Por lo que se refiere a la raza, Cánovas señala que «la raza es una antigua forma de desenvolvimiento que tiende a perderse y contra la cual combaten el espíritu del siglo y todas las conquistas de nuestra historia contemporánea». Cánovas pretende demostrar que no hay diferencias sustanciales entre la raza germánica y la latina. Y que si las hay son a favor de esta última. «Todo decae en nuestro país con frecuencia, menos la raza». Esta afirmación no significa que Cánovas sea un hombre eminentemente racista, pues afirma que «las razas no son sino variedades de la especie humana»; y «las razas producen distintas aptitudes e inclinaciones, sin duda; pero ni la diferencia de aptitud ni la de inclinación entre los hombres pasan de cierto límite, por lo cual todos los hombres son capaces de unas cosas mismas antes o después, y en mayor grado». Estas últimas palabras son las más significativas, y muestran de un modo inapelable que Cánovas no puede ser considerado un racista”. (Enrique Alvarez, El pensamiento político canovista, p. 263).

10) Los españoles según Cánovas

Hallábase una tarde en el banco azul el Presidente del Consejo, fatigado de un largo y enojoso debate, cuando se le acercaron dos señores de la Comisión para preguntarle cómo redactarían el artículo del Código fundamental que dice: son españoles los tales y tales… Don Antonio, quitándose y poniéndose los lentes, con aquel guiño característico que expresaba su mal humor ante toda impertinencia, contestó ceceoso: «Pongan ustedes que son españoles… los que no pueden ser otra cosa»”.

(Benito Pérez Galdós, Cánovas).

11) El Estado según Cánovas

“Dos distintos aspectos ofrece el Estado, por igual dignos de examen, pero que rara vez dejan de tratarse separada y parcialmente. Primero hay que mirarlo como asociación natural, impremeditada, inevitable, perenne […]. En segundo lugar, como instrumento indispensable para mantener de tal modo el derecho de todo hombre a que cada uno viva en sí libremente […]. Todo cuanto individual o colectivamente puede él hacer por sí, debe hacerlo, sin requerir ni obtener del Estado auxilio alguno […]. La determinación de los límites del individuo y del Estado, en este último caso, carece de medida o fórmula abstracta, como que depende de mil circunstancias relativas y contingentes […]. El Estado debe suplir temporalmente cuanto es indispensable y falta en la vida social”.

“El Estado es el organismo necesario que define y limita, dándoles carácter de relatividad por medio de la ley y de la fuerza, los derechos de la personalidad humana en la vida nacional”.

“Únicamente cabe la libertad donde hay un Estado muy fuerte, muy poderosamente constituido. Si el Estado es débil, la injusticia de los unos tratará de imponerse al derecho de los otros… Pero cuando el Estado es verdaderamente fuerte y poderoso, cuando el Estado es una gran creación, hija de los siglos, o está fortalecido por el amor de todos, entonces en ese Estado es fácil mantener el derecho del individuo”.

Otros aspectos claves para entender a Cánovas:

Cánovas intelectual

Cánovas no sólo fue un gran político, sino uno de los intelectuales españoles más importantes de su época, que destacó, además, en varias facetas. De hecho, es el único político español que ha llegado a ser miembro de Cinco Reales academias: la de la Lengua, la de la Historia, la de Bellas Artes, la de Jurisprudencia y Legislación y la de Ciencias Morales y Políticas. Quizá una de sus desgracias —de ello se lamentó en innumerables veces— fue la de no haber podido ser todas las cosas que hubiera querido (J.L. Comellas). 

Fue el político español más culto del siglo XIX. Además del latín y griego, dominaba a la perfección el inglés, hablaba correctamente el francés y el italiano, y leía el alemán. Su primer sueldo importante se lo gastó en libros. Así, con 28 años, al volver de Italia, donde ejerció ese cargo bien remunerado, tenía ya más de siete mil libros. Siguió coleccionándolos durante su vida, de tal manera que tuvo que construir un edificio para su biblioteca.

Su obra asombra por su magnitud. Pese al tiempo que dedicó al ejercicio de la política, publicó más de 13.000 páginas (lo que le convierte en el más prolífico de los políticos españoles de todos los tiempos). Siguió escribiendo incluso cuando desempeñaba la jefatura de gobierno. En una visita que realizó a Huelva siendo presidente de gobierno, ante un grupo que le abordó para tratar de asuntos públicos, Cánovas contestó con evidente mal genio: ¿Todo ha de ser política? ¿El hombre no tiene familia, no ha de tener amor a las ciencias, las letras, las artes?; o ¿qué, todo se ha de emplear en hacer política? Yo tengo mis horas dedicadas a ellas; fuera de esas horas, si uno en la calle o en cualquier parte me habla de política, yo no hago caso (La Provincia de Huelva, 2 de marzo de 1887). 

Pero no se trata sólo de la cantidad y variedad de sus trabajos, sino también de su calidad. Ortega y Gasset, que no era nada canovista, reconocíó que Cánovas habría sido tal vez el más grande [pensador] del siglo para cuestiones ideológicas, si hubiera podido dedicar a ellas su vida.

Cánovas tenía una gran facilidad para transformar en palabras las ideas. Como señaló Solervicens, era un hombre al que le gustaba actuar las razones y razonar los actos. Y nunca utilizó su gran habilidad dialéctica para la descalificación (pese a que, por sus conversaciones privadas, sabemos demoledor).

Lo que no podía ser es un especialista: le atraía la teoría política, el derecho, la literatura, la historia y estaba al día en ciencia y filosofía.

Cánovas historiador

Entre los saberes que cultivó Cánovas, destaca, sobre todo, la Historia. Significativamente, la Revolución de 1868 le pilló estudiando en el archivo de Simancas.

El mismo señaló que la Historia me ha llevado a la política. Se ha dicho que, si no hubiera sido por la política, Cánovas habría sido un gran historiador. Y no es cierto, por que Cánovas fue un gran historiador: José María Jover Zamora ha señalado que Cánovas es una de las grandes figuras de la historiografía española contemporánea. Antes, Menéndez Pelayo ya había escrito: Conozco pocos españoles, si es que conozco alguno, que tengan tan profunda cualidad de historiadores como Cánovas. 

Su obra vuelve a ser importante por la cantidad: 22 títulos en 27 volúmenes.

Cánovas anticipó ideas que más tarde desarrolló Claudio Sánchez-Albornoz, como la importancia de la Reconquista en la formación del carácter español o como la de que la causa de la decadencia española fue la creciente y constante desproporción entre nuestras empresas y posibilidades.

También destaca en cuanto a metodología. Frente al positivismo imperante en su época, dejó escrito que necio empeño es que la ciencia del cómo desdeñe la ciencia del porqué […]. El cómo y el porqué los necesita igualmente la inteligencia humana. Y frente al determinismo, que tantos adeptos ha tenido, consideraba que las ciencias humanas no pueden confundirse con las de la naturaleza, sino se quiere correr el riesgo de tomar por ley lo que no es sino probabilidad.

Como historiador, estaba más interesado por las épocas de decadencia: el estado de salud apenas necesita estudio; las causas de la enfermedad y de la proximidad de la muerte son las que hay que estudiar por aquellos que quieren conocerlas para evitarlas. Y en sus Estudios del reinado de Felipe IV (del que se convirtió en la máxima autoridad) escribió: No es […] el estudio de los hechos […] afortunados el que mayor utilidad trae a las naciones […]. Mucho más que la prosperidad enseña la desgracia, lo mismo a una nación que a un individuo.

Ahí se ve la importancia que Cánovas veía en la Historia, la reina de las Humanidades. Y más para un político: la ciencia primera, acaso la única donde los […] gobernantes y pensadores pueden aprender algo que les prepare a cumplir con sus presentes destino. Es la que puede ayudar a distinguir lo hacedero de lo imposible.

Por eso también su atracción por la decadencia, porque consideró (y todavía no había llegado el 98) que España atraviesa el más miserable periodo de toda su larguísima historia: superior en vicios y pasiones al que terminó en Guadalete; inferior en viriles virtudes al de Carlos II. Y es que, tras una larga decadencia, sobrevino la revolución moderna […], y a mí, que soy también de sus hijos, me cuesta dolor confesar que fue entonces cuando nos salimos ya del todo, no sé si para siempre, del cauce universal del progreso.

Como ha señalado J.M. García Escudero, sin conocer su obra de historiador no se le puede comprender como político. 

Cánovas político

Cánovas no es solamente el único político español que, en un sistema parlamentario, creó un régimen que lleva su nombre (y que ha sido el más duradero de la historia contemporánea de España). Fue también un teórico de gran importancia. Su singularidad la ha expresado así J.L. Comellas: Hemos contado con grandes teorizadores de la política; hemos tenido también realizadores eficaces, dotados de una alta capacidad de hacer o de imponerse. Y como es muy difícil, por razón del temperamento humano, alcanzar la eminencia en ambos terrenos puede que Cánovas sea el único teorizador-realizador que hemos tenido en la Edad Contemporánea.

Su actividad política y sus muchos quehaceres intelectuales  le impidieron dejar un cuerpo de doctrina completamente elaborado. Pero lo que pudo llegar a escribir es de gran interés.

Cánovas fue un liberal en toda la extensión de la palabra. Que fuera un moderado o un conservador no le hace menos liberal. Se trata de una forma de ser liberal. Eso sí, Cánovas no era un revolucionario, aunque participó en la revolución de 1854, lo que le dejó escarmentado: Un hombre honrado no puede tomar parte más que en una revolución, y eso porque ignora lo que es. Para J.L. Comellas, Cánovas fue quizá el político menos revolucionario de todo nuestro siglo XIX (entendiendo por esa palabra el de partidario del acceso al poder por medios violentos). Y es que, por una parte, despreciaba a la masa callejera y violenta, y, por otra, era partidario de la negociación y el acuerdo: de la evolución, como la que había conocido Gran Bretaña, y no de la revolución. Era, además, un hombre de orden, para el que uno de los principales problemas era hacer compatible el orden y la libertad.

Prueba de que su conservadurismo no le hacía menos liberal es que Cánovas fue uno de los primeros liberales en dar importancia a la cuestión social. En 1889, en un discurso en el Ateneo, señaló: El Estado del porvenir ha de estar influido, antes que por nada, por el hecho novísimo de que sobre los antiguos problemas claramente prepondera el problema social […]; nada, en suma de lo que a la cuestión concierne, preocupa hoy tanto como que intervengan en ella los gobiernos y aun la Iglesia, no para reprimir, sino para buscar satisfacción a las peticiones y exigencias […]. No hay que hacerse ilusiones: el sentimiento de caridad y sus similares ya no son suficientes por sí solos para atender las exigencias del día [tampoco el ahorro del obrero —imposible en la realidad—, como recomendaban entonces tantos]. Necesítase, por lo menos, una organización supletoria de la iniciativa individual, que emane de los grandes poderes sociales […]. Por mi parte, opino que será más ventajoso a la larga el concierto entre patrones y obreros, con o sin la intervención del Estado. En la cuestión social, que suponía una revisión del liberalismo clásico, Cánovas fue un adelantado a su tiempo y a los liberales de Sagasta.

Lo que no era Cánovas es un demócrata. Se opuso al sufragio universal con diversos argumentos (como el de que si era un derecho, por qué  se pensaba reconocerlo a las mujeres) y porque pensaba que su aprobación en España significaría, como sucedió, un aumento de la corrupción. Como el liberalismo doctrinario, consideraba que es mejor para todos el gobierno de los mejores que el gobierno de todos.

Finalmente, Cánovas fue un estadista. No sólo porque tenía siempre en cuenta los intereses generales del Estado (que, por otra parte, consideraba que era un simple instrumento al servicio de la sociedad), sino también porque, como escribió C. Benoist, si lo característico del hombre de Estado consiste en no dejar nada al azar, en no confiar nada a la improvisación, Cánovas del Castillo aparece como el prototipo perfecto del moderno hombre de Estado (Cánovas del Castillo. La Restauración renovadora, Madrid, 1931, p. 8).

Los proyectos políticos existentes a finales de 1874

Aunque el régimen de la Restauración se instauró sin grandes problemas y tuvo una gran vigencia y estabilidad, no hay que pensar que su triunfo fue inevitable o fácil, pues a finales de 1874 era una sola de las muchas opciones que tenía abiertas el futuro del país. Las otras opciones eran:

1) El mantenimiento de la República.

2) El establecimiento de una dictadura militar por el general Serrano, que llevaba casi un año gobernando en condiciones excepcionales (sin Cortes, sin Constitución).

3) El triunfo de los carlistas, en guerra desde 1872.

4) El restablecimiento del régimen isabelino de la Constitución de 1845, que era lo que pretendían los moderados. Por ello, los moderados se enfrentaron a Cánovas que, con el apoyo del rey, no accedió a sus tres principales reivindicaciones: restablecimiento de la Constitución de 1845, prohibición de todo culto no católico y regreso de Isabel II.

5) El restablecimiento de la Constitución de 1869, pretendido por los constitucionalistas de Sagasta. Salvo una minoría, dirigida por Manuel Alonso Martínez, que decidió colaborar con Cánovas en la redacción y aprobación de la Constitución (y recibieron el nombre de centralistas, por situarse en el centro entre los dos grandes partidos), el resto del partido de Sagasta se opuso a la misma. Sin embargo, una vez aprobada, el partido constitucionalista la aceptó y se integró en el sistema, con la intención de ir reformándolo para acercar la Constitución de 1876 a la de 1869, objetivo que en buena medida consiguieron. 

La habilidad política de Cánovas, y, particularmente, su capacidad de asimilación a izquierda y derecha, fue, pues, muy importante en el triunfo de la Restauración.

La generosidad política de Cánovas y el turno pacífico

En febrero de 1881, y tras seis años de gobiernos conservadores y tres elecciones ganados por éstos, Alfonso XII decidió encargar a Sagasta, que había sido condenado a muerte al final del reinado de Isabel II, la formación de un nuevo gobierno y la celebración de unas nuevas elecciones (que, por supuesto, ganaría). Se trataba con ello, dado que no existían razones parlamentarias, habida cuenta de la mayoría conservadora en las Cortes, de integrar al Partido Fusionista en el sistema. Este partido se acababa de formar en 1880 por la unión en torno al Partido Constitucionalista de Sagasta de destacadas personalidades de diversa procedencia, en un proceso favorecido por el propio rey, que deseaba la existencia de otro gran partido a la izquierda del Conservador. Pues bien, en la misma fundación de este partido —que aspiraba, sobre todo, a gobernar—  se apeló claramente al monarca para que dispensara por igual sus altísimas prerrogativas (es decir, concediera la confianza no sólo al Partido Conservador). Después de ese acto —concluía amenazante el manifiesto programático del nuevo partido— la política española podrá seguir rumbos tranquilos o azarosos derroteros: ¡feliz aquel que pudiendo cerrar el paso a los segundos, tiene en sus manos la paz de los pueblos! (clara alusión al rey y al recurso a la vía revolucionaria si no había posibilidades del alcanzar el Poder mediante la confianza real). Poco después, Alonso Martínez, en el Congreso, justificaba este planteamiento por la inexistencia en España de un electorado independiente, por lo que es preciso […] que el Moderador supla algunas de las funciones que en un régimen representativo y perfecto debería desempeñar el cuerpo electoral. Frase muy ilustrativa de lo que fue el régimen de la Restauración y, en concreto, el papel que la Corona tenía encomendado en el mismo.

Como Alfonso XII, a lo largo de 1880, no se diera por aludido, fue el propio Cánovas (mostrando, una vez más, su amplitud de miras), el que aconsejó al rey que entregara el gobierno a Sagasta para evitar que se saliera del sistema. Pero el partido Conservador quiso dejar bien claro cuál era el mecanismo de la alternancia, probablemente para que los liberales o fusionistas fueran conscientes de que a ellos les podía suceder lo mismo en el futuro. Así, al día siguiente de la pérdida del Poder, el periódico conservador La Epoca señalaba al partido Fusionista que no debe su elevación a ninguna victoria parlamentaria sino a la libérrima iniciativa y voluntad del Rey; y Romero Robledo, El Gran Elector, declaraba en el mismo sentido: Hemos caído. Teníamos mayoría en las Cámaras […], pero una sabiduría más alta que la nuestra […] cree en sus altos designios que ha llegado el momento de cambiar de política. No hay más remedio que acatar respetuosamente estos designios y morir dignamente.

En noviembre de 1885, a consecuencia de una tuberculosis, murió con 28 años Alfonso XII. El acontecimiento causó una gran conmoción en España. Y, sobre todo, suscitó un gran temor por la vigencia del régimen de la Restauración (La muerte del rey —escribió entonces Menéndez Pelayo a Juan Valera— ha producido aquí un singular estupor e incertidumbre. Nadie puede adivinar lo que acontecerá). Las causas de este miedo eran variadas: la monarquía restaurada sólo tenía once años y el recuerdo del Sexenio todavía era reciente; no había heredero, pues la reina, que había tenido ya dos hijas, sólo estaba embarazada de cuatro meses y, por consiguiente, no se sabía si lo habría o no; y María Cristina de Habsburgo, que conforme a la ley asumió inmediatamente la Regencia, no ofrecía mucha confianza pues se la consideraba una mujer joven, extranjera, con escaso tiempo de permanencia en España, poco popular y con fama de escasamente inteligente (C. Dardé). Sin embargo, la oposición al sistema (carlistas, republicanos, movimiento obrero) era muy débil y el mantenimiento del régimen no corrió ningún peligro.

A ello contribuyó en gran medida, una vez más, Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del gobierno. Cánovas consideró conveniente dimitir y aconsejar a la regente que llamara a los liberales a gobernar, porque en esas circunstancias era más fiable que el partido conservador estuviera en la oposición, ya que eso no supondría ningún peligro para el régimen: Señora —le dijo a la reina—: yo respondo de mis hombres; y, en cambio, Sagasta, no puede decir otro tanto de los suyos.  El propio Cánovas justificó, meses después, en el Congreso su decisión de la siguiente manera: Nació en mí el convencimiento de que era preciso que la lucha ardiente en que nos encontrábamos a la sazón los partidos monárquicos […] cesara de todos modos y cesara por bastante tiempo. Pensé que era indispensable una tregua y que todos los monárquicos nos reuniéramos alrededor de la Monarquía […]. Y una vez pensado esto […], ¿qué me tocaba a mí hacer?, ¿es que después de llevar entonces cerca de dos años en el gobierno y de haber gobernado la mayor parte del reinado de Alfonso XII, me tocaba a mí dirigir la voz a los partidos y decirles «porque el país se encuentra en esta crisis no me combatáis más; hagamos la paz alrededor del trono; dejadme que me pueda defender y sostener”? Eso hubiera sido absurdo y, además de poco generoso y honrado, hubiera sido ridículo. Pues que yo me levantaba a proponer la concordia y a pedir la tregua, no había otra manera de hacer creer en mi sinceridad sino apartarme yo mismo del poder.

Cánovas comunicó su decisión a Sagasta, que éste aceptó, en una reunión celebrada en la presidencia del gobierno, y que ha recibido el nombre de Pacto del Pardo, lo que probablemente sólo es una leyenda, pues lo cierto es que el llamado turno pacífico de los partidos, iniciado ya en 1881, no parece ser fruto de un acuerdo expreso, sino del papel de arbitraje que recaía en la Corona según la Constitución de 1876.

En la época circuló la noticia de que Cánovas y Sagasta, en el propio palacio del Pardo, habrían llegado no sólo al acuerdo de turnarse pacíficamente, sino también de respetar la legislación que hubiera hecho el partido anterior en el ejercicio del gobierno (para evitar que la historia política española fuera un continuo tejer y destejer). También circuló una versión popular de este pacto cuyo protagonismo recaía en el moribundo Alfonso XII, que en el lecho de muerte habría aconsejado así a María Cristina: Cristinita, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas.

La reina María de las Mercedes de Orleans. (Ayuntamiento de Sevilla) por Manuel Cabral y Aguado.

María de las Mercedes de Orleáns (1860-1878). Cánovas fue también poeta. A la muerte de la joven reina, que conmocionó al país, Cánovas, viudo hacía algunos años, dedicó estos versos a Alfonso XII:

Señor: Si lo sufriese mi respeto,

Con vos me comparara,

Que hace años que yo guardo secreto

Dolor como el que nubla hoy vuestra cara.

[…]

¡Qué soledad, señor, la que la muerte

en el que vive deja!

[…]

No traigo en tanto aquí ningún consuelo; 

lloro con vos y callo.

Que si hay palabras para tanto duelo,

De mí sé yo decir que no las hallo. 

Bibliografía

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FERNANDEZ ALMAGRO, Melchor: Cánovas del Castillo. Su vida y su política.- Madrid, 1951, 734 pp.

SOLE TURA, Jordi; y AJA, Eliseo: Constituciones y periodos constituyentes en España (1808-1936).- Siglo XXI, Madrid, 1977, 175 pp.

ALVAREZ CONDE, Enrique: El pensamiento político canovista.- Revista de Estudios Políticos, 213-214, 1977, pp. 233-296.

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