Ridley Scott, uno de los directores más notables, prolíficos, versátiles e inclasificables del panorama cinematográfico actual, estrena nueva película, Napoleón, un proyecto largamente esperado por la cinefilia mundial, en el que el cineasta británico nos relata las aventuras y desventuras, el impetuoso ascenso y el abrupto ocaso, del legendario general corso. Sin duda, el alumbramiento de una nueva película del octogenario Ridley Scott, es motivo de regocijo y alborozo. Quienes amamos el cine nos sentimos requeridos a mostrar perpetuo agradecimiento a directores míticos e irrepetibles, como Martin Scorsese, Víctor Erice, Woody Allen, Clint Eastwood o el propio Scott, quienes, pese a su avanzada edad, siguen obsequiándonos con momentos de solaz y deleite a través de sus postreras creaciones. Todas estas personalidades, afincadas más allá del bien y del mal, revertere ab omnibus, no han encontrado un mejor modo de culminar su trayectoria vital que seguir trabajando, continuar dirigiendo, proseguir rodando, cumpliendo fiel y escrupulosamente el adagio popular de “morir con las botas puestas”.
Discurría el ya lejano año de 1977, cuando el director británico debutaba en el oficio cinematográfico con la notabilísima Los duelistas, protagonizada por Harvey Keitel y Keith Carradine, película de armoniosa y sobria puesta en escena, estilizada, clásica, sensual y minimalista, excelsa adaptación del encomiable libro de Conrad ambientado en la época napoleónica. No obstante, pese al unánime reconocimiento internacional cosechado con esta obra, su meritoria celebridad no le llegaría hasta 1979, año del estreno de Alien, uno de los hitos capitales del cine de terror y ciencia ficción, una pavorosa y espeluznante odisea intergaláctica en la que los trémulos y ateridos pasajeros de la nave Nostromo se enfrentaban a un letal artefacto prácticamente invulnerable, el xenomorfo. Ahora bien, si en estas dos primeras películas ya se vislumbraba la emergente figura de un cineasta de raza, un autor destinado a revolucionar a cualquiera que fuese el género que abordase, fue el estreno de Blade Runner, en 1982, el que apuntaló a Scott en un lugar perdurable en las vetustas alacenas de la gloriosa historia del séptimo arte. ¡Cómo olvidar a esos replicantes más humanos que los humanos, cómo trascordar a Roy Batty (inconmensurable, apoteósico e inefable Rutger Hauer) aferrándose a la vida en el instante último de exhalar sus postreros estertores!, ¡cómo olvidar al hastiado, taciturno y melancólico cazador de replicantes, Rick Deckard, y sus fundadas vacilaciones morales acerca de la misión sanguinaria, sórdida y deleznable que le ha sido asignada!, ¡cómo olvidar, en suma, una de las películas más primorosas, tristes, melancólicas, crípticas y numinosas de la dilatada historia de la ciencia ficción!
Estas tres primeras cintas, clásicos irrefutables, obras maestras irrebatibles, definitivas y geniales, iban a señalar, para bien y para mal, la ulterior trayectoria de Ridley Scott. Sus posteriores creaciones siempre van a ser examinadas con la vista puesta en sus trabajos previos. Los eruditos del cine, de manera algo desafortunada y arbitraria, censurarán al cineasta británico el “viraje comercial” de su carrera, su renuncia a dejar una impronta, un sello de autor reconocible en sus obras. Han tachado a Scott de ser un director “taquillero”, movido únicamente por intereses exclusivamente crematísticos, preocupado tan solo por la obtención de jugosas rentas económicas. Me resulta empresa harto dificultosa desprenderme del subjetivismo a la hora de juzgar una película de Ridley Scott, no en vano le debo a este señor algunas de las experiencias más enriquecedoras y gratificantes que he podido disfrutar como aficionado al cine. La mayoría de sus películas son para mí un lugar seguro, un cálido y reconfortante cobijo al que acudir asiduamente, en el que constato, no sin cierto regocijo y satisfacción, que todo su atractivo y poder de seducción, no solo permanecen incólumes, sino que crecen y se eternizan con el inexorable paso del tiempo.
El cine histórico fue uno de los géneros predilectos durante la época dorada hollywoodense. En las postrimerías de la década de los noventa y en los albores del nuevo milenio, dicho género se hallaba inmerso en una azorante espiral de decadencia. Pocos cineastas de prestigio se aventuraban a embarcarse en una superproducción épica y millonaria, ante el fundado temor a un posible fracaso en taquilla. Fue Ridley Scott quien revitalizó el cine histórico, dotándole de un nuevo impulso e inyectándole una nueva savia, para situarlo en el lugar que por justicia le corresponde. Los historiadores profesionales suelen dirigir furibundas diatribas condenatorias al cine histórico del mítico cineasta británico, acusándolo de torcer los hechos, de tergiversar y distorsionar la “verdad histórica”. A mi juicio, tales desaprobaciones y exabruptos resultan fuera de lugar, infundados y extemporáneos.
¿Existe acaso un tratado de filosofía política que desarrolle e interprete, de forma más didáctica, los planes y programas del Imperio Romano que Gladiator? Al comienzo de la película, una vez batidas las huestes germánicas, Máximo Décimo Meridio felicita al césar Marco Aurelio tras su contundente victoria, al tiempo que le augura el inevitable advenimiento de una época de paz y prosperidad. Aurelio, en un verdadero alarde de sapiencia y prudencia política le responde que “siempre quedan enemigos con los que luchar”. El emperador de Roma, uno de los hombres más influyentes y poderosos que pisan la faz de la Tierra, es plenamente consciente de que el Imperio Universal resulta ser un imposible político, al modo en que el móvil perpetuo es un imposible físico. La pax romana es efímera, quebradiza y vulnerable, no perdurará mucho, pues el romano, como todos los imperios, se desplomará tras sufrir un imparable proceso de descomposición y decadencia, como lúcida y atinadamente estudió Edward Gibbon en su canónica Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. El punto álgido de la película tiene lugar inmediatamente después de la celebérrima escena en el interior de la tienda de campaña, cuando el emperador Marco Aurelio solicita audiencia con su general de confianza, Décimo Meridio, para confesarle su irrevocable e inamovible decisión de restaurar la República y devolver la soberanía perdida al pueblo de Roma. A continuación, asistimos a uno de los diálogos más gloriosos del cine histórico: -“¿Qué es Roma, Máximo?” –“He visto el mundo fuera de Roma, es cruel, brutal y oscuro. Roma es la luz”-. Máximo acaba de brindarnos la más lúcida y cabal explicación acerca del ideal civilizador que guio la acción imperial romana. Roma se duplicaba a sí misma a lo largo y ancho de los terrenos conquistados y anexionados, trasplantando el modelo de la Urbe a las distintas provincias que componían el abigarrado y heteróclito Imperio romano. Por otro lado, no creo que al cine, como tampoco a la literatura, haya que exigirle exactitud ni veracidad. En este punto hago mías las sabias y atinadas palabras de Marcel Schwob: “el artista no debe preocuparse por ser verdadero, debe crear, dentro de un caos, rasgos humanos”.
Por tanto, vaya por delante mi más sincera y ferviente admiración hacia la obra artística de Ridley Scott. Abrigo el firme convencimiento de que, sin su inestimable aportación, el panorama del cine contemporáneo ofrecería un horizonte más pobre y triste. Bien es sabido que Stanley Kubrick trabajó fatigosa y arduamente en la confección de su proyecto cinematográfico de Napoleón. El siempre veleidoso y azaroso destino impidió que el célebre director de El Resplandor pudiera ver materializado uno de sus sueños más ambiciosos. Los contornos que perfilan la grandiosa y mítica figura histórica de Napoleón dificultan su traslación a la gran pantalla. El oriundo de Ajaccio se ajusta muy bien a lo que Hegel, en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, calificó como “los grandes individuos históricos”, aquellos épicos personajes que hacen que la historia avance y progrese. De hecho, según el autor de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, el progreso encuentra precisamente sus instrumentos en los héroes o individuos de la Historia Universal. Ellos son los aurúspices: conocen perfectamente cuál es la verdad de su mundo y de su coyuntura histórica, cuál es el concepto, el universal próximo a surgir; y los demás se agrupan en torno a su bandera, porque ellos expresan aquello cuya hora ha sonado. «Los demás deben obedecerles, porque lo sienten». Únicamente a estos individuos les reconoce Hegel el derecho de oponerse a la condición de las cosas presentes y de trabajar para el porvenir. La señal de su destino excepcional es el éxito: resistirles es cosa vana. Napoleón es para Hegel uno de estos “grandes individuos históricos”.
El Napoleón de Ridley Scott es una película insólita, inclasificable, abigarrada y desconcertante. El camaleónico Joaquin Phoenix da vida al protagonista, el mítico general corso, malhumorado, temperamental, irascible, chabacano, gañán y casquivano. Lejos de ser un rotundo relato épico centrado en las grandes hazañas bélicas de Napoleón (el interesado en las mismas puede satisfacer su curiosidad con el magistral libro de David Chandler, Las campañas de Napoleón), el cineasta británico apuesta por un relato de corte más intimista y sobrio: la tumultuosa y malsana relación amorosa entre Josefina de Beauharnais y el emperador de Ajaccio. Es una decisión atrevida y arriesgada, pero las escenas conyugales entre Vanessa Kirby y Joaquin Phoenix no acaban de engastar en la propuesta, no encuentran el matiz idóneo. Resultan un tanto teatrales, chabacanas y artificiosas. Me asalta la sensación de que ambos actores no se sentían cómodos, aunque es esta una percepción personal y como tal, puede estar errada. Scott quiere emular ese tono pomposo y grandilocuente, pero al tiempo intimista, que logró Stanley Kubrick en Barry Lyndon, pero ese complejo y voluble equilibrio no termina de funcionar. El prólogo nos sitúa en la Revolución francesa de 1789, uno de los acontecimientos más importantes y trascendentales de la Historia Universal, cesura radical con el Antiguo Régimen y “aurora de la contemporaneidad”, como la denominó el historiador marxista Eric Hobsbawm en su clásica Era de la revolución, hito histórico inaugural del “largo siglo XIX europeo”. A partir de aquí, a través de sucesivas pantallas cronológicas, recorremos los diversos avatares y peripecias de la epopeya napoleónica, su ascenso a la gloria y su inevitable descenso al averno. Mientras veía la película, me asaltaba ininterrumpidamente la fastidiosa sensación de estar asistiendo a una película mutilada, inconclusa e inacabada. Recordemos que Ridley Scott asegura poseer un montaje de cuatro horas de duración que posteriormente podremos ver en la plataforma de Apple Tv.
La defenestración de Robespierre, la represión de la sublevación realista, el fin del Directorio, el golpe de Brumario y la coronación imperial de Napoleón, hitos todos ellos trascendentales en la vida del protagonista, se resuelven de forma apresurada y confusa. No hay épica, ni grandeza, ni verosimilitud. Phoenix y Kirby se mueven entre la comedia y el drama, y en esa sutil y delgada línea roja, la película no encuentra su tono adecuado. Tras su coronación como emperador, en Notre-Dame, el 2 de diciembre de 1804, el espectador medio puede sentirse algo aturdido y desorientado, pues el director no explica de forma satisfactoria, a mi entender, los motivos por los cuales la Cuádruple Alianza formada por Austria, Rusia, Prusia e Inglaterra declara la guerra sin cuartel a la Francia revolucionaria y napoleónica. Echo en falta una narración más pausada en torno al advenimiento paulatino de Napoleón mediante sus campañas en Italia, (como la batalla de Lodi o la Paz de Campo Formio), hitos muy significativos en el fulgurante y meteórico ascenso del general del cuerpo de artillería. Andrew Roberts, uno de los mejores conocedores de la vida del corso, en su biografía Napoleón, también apuesta por narrar la vida del emperador a través de su amorosa relación epistolar con Josefina, pero aquí, en la película de Scott, esa malsana, salaz y libidinosa obsesión por el sexo, por el erotismo, aparece algo desdibujada, trazada con brocha gorda, vaya. ¿Dónde quedaron la delicadeza, la elegancia, la sutileza, la finura y la distinción del Scott de Gladiator? Los instintos sicalípticos y lascivos de Cómodo estaban mejor trazados y perfilados que los de Napoleón. La ambición cruel y desmedida del emperador romano resultaba más verosímil que la del general corso.
El punto fuerte del Napoleón de Scott lo constituyen precisamente las batallas militares, las gestas bélicas. Huelga decir que el maestro británico, uno de los “mejores directores de orquesta de la Historia del cine”, como aseveró certeramente Alejandro G. Calvo en su crítica de la película, conserva intacta su maestría, su poderío visual apabullante, su fuerza hercúlea para trasmitir dramatismo y veracidad en el fragor del combate. La hecatombe y la sangría humana de Austerlitz está filmada de manera prodigiosa. Aún perduran en mi recuerdo esos cuerpos mutilados y putrefactos hundiéndose en las gélidas aguas tras ser desmembrados de forma inmisericorde por la artillería francesa. La campaña de Rusia, uno de los grandes desaciertos y descalabros militares del corso, la encuentro inconclusa y precipitada. Se trata de una coyuntura capital y sustancial, y se echa en falta un desarrollo más prolijo de las campañas de Borodino y Berezina. Además, ¿Por qué no incluir la incursión de la Grande Armée en España durante la Guerra de la independencia? Me parece una decisión cuanto menos dudosa y cuestionable. La resistencia de la “nación en armas”, como la denominó Ricardo García Cárcel, fue precisamente una de las principales causas de la derrota del proyectado Imperio napoleónico.
Los últimos cuarenta y cinco minutos de la película, los de la vuelta frustrada de Rusia, el exilio en Elba, la batalla de Waterloo y el destierro en Santa Elena, sí que me resultaron más convincentes. Poseen más empaque, un elaborado cuidado estético y una interpretación más contenida de Phoenix. No obstante, a pesar de cuantos reparos y objeciones podamos hacer al Napoleón de Scott, se trata de un film que merece ser visto en cines. Puede brindar una experiencia gratificante y feraz a nivel intelectual y cinéfilo. Eso sí, uno no puede evitar sentir el proyecto como algo inacabado y fallido. Sinceramente deseo que el montaje final de cuatro horas me permita reconciliarme con el mismo. El reino de los cielos, la epopeya medieval de Scott ambientada en las cruzadas, se erige como modelo. No creo que se trate de una película desdeñable ni espantosa, como aseguran contundentemente desde ciertos sectores de la crítica. Mesura, prudencia y término medio, siguiendo el sabio consejo aristotélico. Id al cine a verla, por razones estrictamente biológicas no vamos a tener muchas más oportunidades de asistir en pantalla grande a un estreno de Scott (se aproxima a los ochenta y seis años) y su Napoleón merece ser analizada y discutida desde el respeto y la pasión por el cine, sin enfados ni improperios extemporáneos y fuera de lugar.
Antes de que te vayas…